
Sólo cuatro de las 193 naciones miembros de la ONU ponen las urnas para que los ciudadanos elijan a jueces, aunque en ningún caso en todos sus tribunales: Japón, Suiza, Estados Unidos y Bolivia, pero sólo en este último los jueces de los máximos tribunales son elegidos por el voto popular; en los demás casos, se eligen magistrados de cortes menores.
A partir de este domingo, México no sólo se une a la excepcionalidad boliviana, sino que la superará con la elección de todo el poder Judicial, algo de lo que ya presume la presidenta Claudia Sheinbaum, asegurando que se culmina así la democracia absoluta, en la que los ciudadanos eligen candidatos de los tres poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial.
Sin embargo, la década y media de experimento boliviano de elección judicial demuestra que lo que ocurre es todo lo contrario a una democracia sana y transparente, por una cuestión básica: la combinación de desconocimiento y propaganda gubernamental propicia que los jueces electos por el pueblo sean afines al gobierno y no respondan a la imparcialidad sagrada de un Estado de derecho.
¿Qué pasó en Bolivia?
Al calor del triunfo de la revolución bolivariana en Venezuela, con la victoria electoral de Hugo Chávez en 1998, Evo Morales, exlíder cocalero y fundador del Movimiento Al Socialismo, se convirtió en diciembre de 2005 en el primer presidente indígena de Bolivia.
Un año después, disolvió el parlamento y montó una Asamblea Constituyente para redactar una nueva Constitución “antineoliberal” y “antiimperialista”, que incluía un artículo insólito hasta la fecha en cualquier otra Carta Magna: la elección, por voto popular de los jueces del Tribunal Supremo y (en el caso boliviano) también del Tribunal Constitucional, alegando que era una forma de “descolonizar la justicia” y hacerla “más democrática”.
Morales alegó también que la designación por el Legislativo de jueces de los tribunales que juzgan sobre las cuestiones de Estado, como ocurre en la mayoría de países, es “corrupta, elitista y neoliberal”.
Según el revolucionario proyecto de ley, los magistrados del Supremo y el Constitucional (corte inexistente en muchos países, ya que sus funciones las atiende el Supremo, como ocurre en México o EU) serán elegidos a partir de entonces en Bolivia por voto popular directo y sin reelección, pero con un detalle (que es donde se oculta el diablo): sólo serán válidas las candidaturas preseleccionados por dos tercios de la nueva Asamblea Legislativa… y el Movimiento Al Socialismo (MAS), fundado por Evo Morales, tenía entonces (y sigue conservando), la mayoría absoluta de la Cámara de Diputados y la de Senadores.
Justicia politizada y parcialidad
La oposición criticó que, en realidad, el oficialismo boliviano pretende así controlar también el sistema judicial, como temió también un informe elaborado por la Comisión de Venecia (organismo judicial de la Unión Europea), que recomendó al gobierno que retirara la iniciativa, pues las dos cortes encargadas de los asuntos de Estado se politizarían en extremo y perdería su imparcialidad e independencia.
Además, el informe de la Comisión de Venecia alertó que los requisitos para postularse eran “ambiguos, permitiendo que personas sin formación jurídica adecuada llegaran a altos tribunales”.
Pero Morales no hizo caso y la reforma salió adelante. Dos años después, en 2011, Bolivia se convirtió en el primer país del mundo en convocar una elección judicial para sus dos tribunales mayores, y como temían los opositores, el oficialismo controló la preselección de candidatos en las elecciones de 2011, por lo que el primer experimento en el mundo de voto popular para elegir a jueces supremos nació viciado de origen.
Con los jueces electos llegó el escándalo
Tras la primera elección judicial, Morales presumió de liderar la democracia más transparente del mundo, con sus tres poderes —ejecutivo, legislativo y judicial— sometidos al voto popular. Pero, la misma noche electoral se hizo evidente de que algo andaba mal: sólo el 40.8% del padrón electoral emitió votos válidos, mientras que el 33.3% emitió votos nulos o en blanco y el restante 20% se abstuvo de acudir a votar. En otras palabras, la mayoría de los bolivianos (algo más de un 52%) sospechó desde el principio que algo muy turbio se escondía detrás de las palabras del gobierno sobre democracia total.
La verdadera intención del presidente boliviano surgió en 2016, cuando, violando sus propias Constitución, convocó un referéndum para eliminar la prohibición de una tercera reelección y poder así presentarse a las elecciones de 2019. Para ese entonces, Morales había llegado al tope máximo, tras su primera victoria en 2005 y las dos reelecciones consecutivas, en 2009 y 2014.
Para su sorpresa, los bolivianos rechazaron la reforma para una tercera reelección con un 51.3% de los votos, frente a un 48.7% a favor. A pesar de esta derrota, Morales desafió el mandato popular y anunció que no retiraba su candidatura para las elecciones de 2019, lo que provocó protestas callejeras masivas por pretender perpetuarse en el poder, siguiendo los pasos de sus camaradas bolivarianos, el venezolano Nicolás Maduro y el nicaragüense Daniel Ortega.
Pero, antes de las elecciones generales de 2019, se convocaron las segundas elecciones judiciales, celebradas en 2017. Como ocurrió en la primera votación, los pocos que acudieron a las urnas (sin saber realmente a quién votar) fueron los acarreados, que eligieron una nueva mayoría de jueces afines al gobierno en el Supremo y el Constitucional.
Golpe judicial
Una vez renovado el Tribunal Constitucional boliviano con supermayoría de jueces afines al MAS, Morales pidió que se pronunciara sobre su polémica tercera reelección, a sabiendas de que iba a inclinarse en su propio beneficio.
La sentencia —emitida con seis votos a favor y sólo uno en contra— dio la razón a Morales, alegando que limitar la reelección violaba sus “derechos políticos”, y para arropar esta presunta legalidad nombró el artículo 23 de la Convención Americana de Derechos Humanos (CIDH), que declara que “los ciudadanos tienen derecho a participar en la dirección de asuntos públicos, siempre que cumplan con las condiciones establecidas en la ley”.
El tribunal boliviano interpretó que negar la reelección a Morales era una restricción “injusta”, pese a que la Constitución de Bolivia (Art. 168) limitaba a dos mandatos.
El asombroso silencio de la CIDH, que no corrigió a tiempo el bulo de Morales, lo interpretó el presidente boliviano como luz verde para mantener el desafío y se presentó a las elecciones del 20 de octubre de 2019.
El Tribunal Electoral (electo por la Asamblea Legislativa, a su vez dominada por el MAS) dio como ganador a Morales en primera vuelta, con un polémico 10 puntos de diferencia sobre su adversario opositor Carlos Mesa. La OEA denunció “irregularidades graves” en el conteo y violentas protestas estallaron en todo el país, además de amotinamientos en algunos cuarteles militares.
El 10 de noviembre de 2019, veinte días después de las polémicas elecciones, el comandante de las Fuerzas Armadas, Williams Kaliman, y de la Policía, Vladimir Calderón, se presentaron en la casa de Morales, le pidieron que renunciara al poder porque el país estaba al borde del conflicto civil y le invitaron a que abandonara el país, aprovechando que acudía en su auxilio un avión enviado por el entonces presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador.
Morales fuera; los jueces dentro
El gobierno de Morales fue derrocado, pero no los jueces del Supremo y el Constitucional. Sólo dos años más tarde, la presidenta sustituta, la vicepresidenta Jeanine Áñez, fue encarcelada por “asumir ilegalmente la Presidencia, tras asestar un golpe de Estado”.
De nada sirvió la denuncia de la OEA, tras ser condenada Áñez por el Supremo a diez años de cárcel. La Organización de Estados Americanos señaló “sesgo político” de los jueces, que llegaron a acusar a la mandataria de “terrorista” y denunciaron irregularidades procesales, que volvieron a poner en entredicho la parcialidad de los magistrados electos.
El desprestigio de estos jueces se disparó tras estallar un nuevo escándalo, el de la filtración de audios donde magistrados del Supremo y del Constitucional amañando fallos judiciales en coordinaban con operadores políticos del MAS.
Con la victoria de Luis Arce, exministro de Economía de Morales, en las elecciones de 2020 y el regreso del expresidente a Bolivia, la crisis se agravó con el llamado “caso Falso Testimonio”, una serie de denuncias filtradas por elementos afines al gobierno contra Waldo Albarracín, activista de derechos humanos y exrector de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) de La Paz, condenado a tres años de cárcel por el Supremo por haber realizado supuestas denuncias falsas contra el gobierno. El juicio fue considerado una represalia política por haber acusado de corrupción a ministros del gabinete de Arce.
Pero no sólo hubo escándalos relacionados con los jueces por tretas políticas, sino por nexos con el crímenes organizado.
Los narcojueces electos
En 2022, Róger Valverde, elegido juez del Tribunal Supremo en las elecciones de 2017, fue acusado de recibir sobornos para favorecer a un narcotraficante en un caso de extradición.
Otro juez electo investigado fue Édgar Fernández, en su caso por enriquecimiento ilícito, luego de que reportes periodísticos revelaron un patrimonio inexplicable durante su gestión. Además, fue acusado de proteger a políticos oficialistas en casos de corrupción.
Luego llegó la tercera elección judicial, en 2023, con un nuevo escándalo, el del “caso de los Votos Cruzados”, que reveló la preselección de candidatos a jueces afines al oficialismo, pero que recibieron apoyos de legisladores de la oposición, a cambio de favores, en caso de ser elegidos.
Las elecciones, previstas para el 3 de diciembre de 2023, tuvieron que postergarse un año debido a impugnaciones y retrasos en el proceso de preselección de candidatos por parte de la Asamblea Legislativa Plurinacional.
Finalmente, el 15 de diciembre de 2024 se llevaron a cabo con la elección de siete nuevos magistrados del Supremo y los ocho del Constitucional, pero con la sombra de la parcialidad que persigue a los jueces de los dos máximos tribunales, por lo que numerosos sectores de la sociedad boliviana y expertos en derecho han vuelto a pedir que la selección de jueces regrese al Legislativo en base a los méritos de los candidatos, y que mejor se endurezcan las leyes para castigar con largas penas de cárcel por traición a los magistrados corruptos que se vendan a los intereses del gobierno, de la oposición, de empresarios, del crimen organizado o de quien simplemente tenga dinero para comprar cualquier fallo absolutorio a un criminal, empezando por la lacra de los feminicidas.