
Es una certeza inapelable. El desarrollo vertiginoso de IA está redibujando el mapa geopolítico y económico de este siglo ¿Estamos en la antesala de una 5ª revolución industrial? Hay quienes lo afirman, pero lo único cierto por ahora es que sobre ese barniz de innovación imparable se agitan nubes muy opacas. Todavía más que aquellas que escandalizaron a un auténtico gigante como William Blake cuando hablaba de aquellos “oscuros molinos satánicos” en el lejano siglo XVIII.
Hoy debemos tomar muy en cuenta que la infraestructura energética de la IA es la peor amenaza ambiental. Un informe reciente de la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), organismo dependiente de Naciones Unidas, lo dice sin rodeos: las emisiones de carbono vinculadas al uso de IA por parte de las grandes tecnológicas se dispararon un 150 % en apenas tres años, una cifra muy preocupante.
Otra revolución que contamina
En el periodo comprendido entre 2020 y 2023, empresas como Amazon, Microsoft, Alphabet (Google) y Meta duplicaron —y en algunos casos triplicaron— sus emisiones operativas de CO₂. La causa principal: el insaciable consumo energético de sus centros de datos, infraestructuras críticas donde se entrenan, almacenan y procesan los modelos de IA.
Según la UIT, si la tendencia se mantiene, las emisiones anuales de los sistemas de IA más intensivos podrían alcanzar los 102.6 millones de toneladas de CO2 equivalente, un volumen comparable al que emiten países enteros como Hungría o Marruecos en un año.
Estos datos contradicen los compromisos de sostenibilidad con los que estas mismas empresas buscan blindar su imagen pública.
Amazon lidera el ranking de impacto ambiental con un crecimiento de 182 % en sus emisiones operativas. Le siguen Microsoft con 155 %, Meta con 145 % y Alphabet con 138 %. El dato es todavía más grave si se considera que el promedio global de crecimiento del consumo eléctrico en el mismo periodo fue de apenas 38 %, según datos de la Agencia Internacional de Energía (IEA).
Centros de datos o fábricas fósiles
Detrás de cada chatbot, cada motor de búsqueda potenciado por IA o cada recomendación automatizada en redes sociales, hay infraestructuras físicas que consumen volúmenes descomunales de electricidad. Y no se trata solo de energía: la operación de estos centros requiere también grandes cantidades de agua para refrigeración, lo que intensifica su huella hídrica en regiones muchas veces vulnerables a la escasez.
Un estudio publicado en Nature en 2023 estimó que entrenar un solo modelo de lenguaje de gran escala —como GPT-4— puede consumir hasta 700 mil litros de agua, una cantidad suficiente para abastecer a 370 personas durante un año completo.
Mientras tanto, Microsoft ha multiplicado la construcción de centros de datos en estados como Arizona, un territorio árido donde la presión sobre los acuíferos es ya crítica.
Además, la Universidad de Massachusetts Amherst documentó que el entrenamiento de algunos modelos de IA puede generar hasta 284 toneladas de CO2 equivalente, lo que equivale a cinco veces la huella de carbono de un coche promedio durante toda su vida útil.
Transición verde, un espejismo
Pese a las crecientes evidencias, las grandes tecnológicas mantienen un discurso oficial enfocado en la “neutralidad de carbono”, los “data centers sostenibles” y la “eficiencia energética”. En la práctica, las promesas verdes han sido más decorativas que efectivas.
Meta fue la única empresa que respondió a la consulta de medios tras la publicación del informe de la UIT. Remitió a su reporte de sostenibilidad, donde asegura estar reduciendo su uso de energía y agua. Amazon, Microsoft y Alphabet, por el contrario, guardaron silencio.
Ese silencio contrasta con sus inversiones multimillonarias en IA. Solo en 2023, Microsoft anunció un acuerdo por 10 mil mdd con OpenAI, desarrollador de ChatGPT. Alphabet lanzó Gemini, su modelo competidor. Meta duplicó su infraestructura de entrenamiento y Amazon destinó más de 4 mil millones a su división de IA generativa. Todo este impulso requiere electricidad, y mucha.
Mientras tanto, la UIT advierte que el consumo energético de los centros de datos impulsados por IA está creciendo cuatro veces más rápido que el promedio global de la demanda eléctrica.
Este ritmo no solo pone en jaque los objetivos climáticos del Acuerdo de París, sino que comienza a tensionar las redes eléctricas nacionales. Irlanda, Países Bajos y Singapur ya reportan saturación de sus infraestructuras debido al crecimiento exponencial de estos hubs digitales.
La promesa de la IA como aliada contra el cambio climático —optimizando el uso de recursos, mejorando predicciones meteorológicas o impulsando la eficiencia industrial— se desdibuja cuando se revisa el costo ecológico de su implementación a gran escala.
El Banco Mundial estima que el sector digital consume actualmente cerca del 3.7 % de la electricidad mundial, y podría alcanzar el 14 % para 2040 si no se modifican los patrones actuales. A esa curva contribuyen no solo los centros de datos, sino también la minería de criptomonedas y el desarrollo de tecnologías de IA sin criterios ambientales claros.
A esto se suma una forma de extractivismo digital que replica las lógicas más destructivas del modelo fósil: crecimiento ilimitado, beneficios concentrados y costos ambientales externalizados a las comunidades más vulnerables. La IA podrá ser revolucionaria, pero hoy se comporta como una industria que reproduce los peores vicios del capitalismo fósil.
Bomba energética
Diversos investigadores y activistas ya han comenzado a exigir una regulación ambiental vinculante para el desarrollo de IA, que obligue a las empresas a transparentar su huella energética, limitar el uso intensivo de recursos y establecer metas de reducción verificables.
“La gobernanza climática de la IA debe ser tan urgente como su regulación ética”, afirma Kate Crawford, investigadora de la Universidad del Sur de California y autora del libro Atlas of AI. “No podemos dejar que una tecnología que promete resolverlo todo termine por agravar el colapso climático.”
De ahí que instituciones como el Instituto Internacional para el Análisis de Sistemas Aplicados (IIASA) hayan propuesto que los desarrolladores de IA declaren públicamente el impacto ambiental de sus modelos, siguiendo el ejemplo de las etiquetas energéticas en electrodomésticos.
Asimismo, países como Francia y Alemania han comenzado a evaluar impuestos ecológicos a las grandes plataformas digitales que operen dentro de su territorio.
Pero el tiempo apremia. Y la discrepancia entre los discursos de “transformación verde” y el crecimiento desbocado de servidores, cables, refrigeración líquida y consumo energético nos deja una pregunta urgente: ¿puede haber futuro digital sin presente habitable?
Lucha de titanes
Y mientras la IA amenaza con colapsar el planeta, otro conflicto se libra en paralelo: la guerra por el talento. Y es que también compiten por fichar a los cerebros más brillantes del sector.
Meta, la compañía matriz de Facebook, WhatsApp e Instagram, se lanzó a una caza despiadada de talento. Su director ejecutivo, Mark Zuckerberg, ofreció bonificaciones de hasta 100 mdd a empleados de OpenAI con el objetivo de atraerlos a sus filas y acelerar el desarrollo de una inteligencia artificial “superinteligente”, es decir, superior a las capacidades del cerebro humano.
El propio Sam Altman, líder de OpenAI, confesó en un pódcast que Meta ve a su compañía como “el rival a vencer” y que, aunque nadie aceptó la oferta, el gesto reveló el nivel de la batalla.
Meta también intentó comprar la startup Safe Superintelligence por 32,000 mdd, una empresa lanzada por Ilya Sutskever tras su salida de OpenAI
Frente a esa ofensiva, OpenAI no se queda atrás, pagó 6.500 mdd para contratar a Jony Ive, el diseñador del iPhone. Su tarea será desarrollar un nuevo tipo de computadora centrada en IA. Altman lo justifica así: “Es el mejor diseñador del mundo”.
Además de su alianza estratégica con OpenAI, Microsoft compró la empresa Inflection AI por 650 mdd y con ello fichó a Mustafa Suleyman, uno de los fundadores de DeepMind, pionera de la IA avanzada.
Google se ha replegado hacia su propio pasado, y según reportes ha optado por recuperar a talentos que dejó escapar. Recuperó a Noam Shazeer, un genio que abandonó la empresa tras el rechazo de su propuesta de chatbot.
Debe preocuparnos que los titanes de la tecnología no estén avocados en soluciones ambientales urgentemente, sino en el frenesí de fichajes y adquisiciones para tumbar a sus rivales. Mientras ellos juegan a moldear el futuro, el planeta paga la factura energética de su ambición.