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A 50 años del golpe de Pinochet, un tercio los chilenos lo justifica… y va a más

Este lunes se conmemora el golpe de Estado que acabó con la vida del presidente Salvador Allende y su experimento de socialismo democrático. Medio siglo después, el revisionismo de la derecha para blanquear la dictadura, obviando sus crímenes, gana adeptos de forma preocupante

50 aniversario del golpe de estado

Chilenas participan en una vigilia frente al palacio de La Moneda de Santiago, en víspera del 50 aniversario del golpe

Chilenas participan en una vigilia frente al palacio de La Moneda de Santiago, en víspera del 50 aniversario del golpe

EFE

Chile se enfrenta este lunes al 50 aniversario del peor de sus fantasmas, el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, que acabó bruscamente con la vida del presidente Salvador Allende y el primer experimento socialista por la vía democrática en América Latina. Y acabó también con la vida de otros 40 mil chilenos, muchos de ellos torturados y ejecutados en los días y meses posteriores al golpe, mientras que casi dos mil permanecen en calidad de desaparecidos medio siglo después.

Aunque han pasado cinco décadas desde que aquella sangrienta sublevación que arrastró a Chile a 17 años de dictadura (1973-1990) y pese a que el país lleva ya el doble de tiempo en democracia, tras perder el régimen militar, el plebiscito que convocó en 1988 sobre su permanencia en el poder, la herida no termina de supurar en la sociedad chilena. Peor: se está agravando desde la aparición en muchas democracias de líderes ultraderechistas y populistas sin complejos, como el expresidente de EU, Donald Trump, o como el nuevo líder de la derecha chilena, José Antonio Kant, un nostálgico de la dictadura en condiciones de convertirse en el nuevo presidente de Chile, según las encuestas.

Otra encuesta realizada en vísperas del 50 aniversario del golpe de Estado por la empresa CERC-Mori, revela que un elevado 36% de los chilenos opina que el golpe de Estado fue necesario para impedir que el país cayera en el comunismo, siguiendo el modelo castrista, aunque el gobierno de Allende no dio ningún paso concreto en ese sentido.

Ese alto porcentaje de chilenos que siguen apoyando el golpe, pese a su salvajismo con los disidentes, añade en su justificación que fue un revulsivo para impulsar la economía nacional, al integrar al país en el modelo neoliberal, pese a que éste originó una falsa imagen de país competitivo y ganador entre sus pares de la región, ya que la riqueza generada agravó dramáticamente la brecha social (germen de la revuelta ciudadana que estalló en octubre de 2019, tras anunciar el gobierno del derechista Sebastián Piñera una subida brutal de la tarifa del metro de Santiago, para paliar la deuda pública que empezaba a acumularse y que golpeó, una vez más, a las clases trabajadoras y los estudiantes, y no a las clases privilegiadas).

Esta misma encuestadora advirtió que, si en 2009 un 68% de chilenos opinaba que “nunca hay razón para dar un golpe”, en 2023, esa cifra cayó a un peligroso 51%; 17 puntos menos. En otras palabras, y como ya advirtió recientemente Boric, la mitad de los chilenos relativiza los crímenes ocurridos tras el golpe y la dictadura, mientras que aumenta a la inversa el desapego a la democracia, y peor, el desapego a los que siguen reclamando justicia para sus familiares asesinados y desaparecidos.

Pero, ¿qué pasó exactamente hace 50 años en Chile, que traumatizó no sólo al país, sino a toda América Latina?

La mano negra de la CIA

El golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 se veía venir desde al menos tres meses antes, cuando el 29 de junio de ese año ocurrió el conocido como “tanquetazo”, un fallido intento de golpe de Estado protagonizado por el teniente coronel Roberto Souper, al frente de una división de tanques del Ejército chileno, que llegó a abrir fuego contra el Palacio de La Moneda, para que se rindiera el presidente Allende.

Para ese entonces, tras mil días de gobierno de Unidad Popular (socialista), los mandos militares chilenos llevaban meses recibiendo secretamente informes falsos de la CIA sobre un supuesto pacto entre Allende y su amigo Fidel Castro para asestar un autogolpe y convertir a Chile en la primera Cuba castrista de Sudamérica.

Lo que nadie vio venir en el gobierno chileno es que el general Augusto Pinochet —cuya intervención fue decisiva para abortar el “tanquetazo” y por ello fue premiado por Allende, nombrándolo comandante en jefe del Ejército— era quien iba a liderar el cruento golpe de Estado que sorprendió por su sadismo contra cualquier chileno mínimamente sospechoso.

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“¡Allende no se rinde, mierda!”

Ante la mayor traición que puede sufrir un gobernante —que te apuñale por la espalda la persona a la que entregó el poder de las armas para defender a los chilenos, no para ejecutarlos— y ante la certeza de que el objetivo de Pinochet y sus compinches era acabar con la democracia, sus partidos y sus dirigentes, Allende decidió que su única salida era suicidarse la mañana de ese trágico martes de hace 50 años.

“¡Allende no se rinde, mierda!”, exclamó el presidente antes de dispararse con un fusil AK-47 en la barbilla, según el testimonio de David Garrido, último en la fila de los 60 defensores del palacio presidencial de la Moneda que salieron brazos en alto, tras ordenarlo el presidente.

“Era alrededor de la 13:40 y escuché uno o dos disparos: regresé a la sala, pensando que Allende había disparado por una ventana. Tenía la parte derecha del cráneo rota, la masa encefálica desparramada, el casco caído y el fusil sobre sus piernas. Un médico del palacio, Patricio Guijón, entró y tomó el pulso a Allende. Me pareció absurdo”, declaró Garrido sobre los segundos más dramáticos de la historia chilena que le tocó presenciar.

A las 2 de la tarde, uno de los mandos golpistas, Javier Palacios, notificó que había encontrado el cuerpo sin vida de Allende. El objetivo del golpe de Estado se había logrado tres horas después de que venciera el ultimátum de los golpistas que rodeaban La Moneda: rendirse y mandarlo en un avión con su familia fuera del país, o entregar el poder (que ganó legítimamente en las urnas) y arriesgarse a una muerte segura bajo los escombros del palacio presidencial, que ya había comenzado a ser bombardeado.

Antes de informar que jamás se rendiría a los traidores, Allende transmitió su último mensaje a los chilenos, quizá consciente de que sus palabras quedarían para la historia: “Mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile!, ¡viva el pueblo!, ¡vivan los trabajadores!”.

¿Dónde están las alamedas?

Por desgracia, la previsión de Allende no fue acertada en su totalidad. Los chilenos recuperaron la democracia, sí, pero más tarde que temprano (17 años es una eternidad para quien sufre por la falta de libertades en un Estado opresor) y las alamedas por donde debía pasar el hombre libre siguen sin estar abiertas para todos, empezando por los que aún buscan a sus familiares desaparecidos y la mayoría que no se benefició de la economía neoliberal.

Al contrario que en Argentina, que condenó hace décadas a sus mandos represores militares, gracias a algunos fiscales valientes y la promesa cumplida del presidente Néstor Kirchner (y luego de su esposa Cristina) de llevar a los tribunales civiles a los militares criminales, en Chile, el dictador Pinochet murió de anciano en su cama, en paz y multimillonario. 

De nada sirvió su histórico arresto en Londres en 1998 por orden del juez español Baltasar Garzón, tras acusarlo de crímenes contra la humanidad. El esfuerzo desmedido del gobierno chileno democrático por devolverlo a casa rindió frutos: la Corte Suprema se apiadó del anciano dictador y, tras una semana de arresto domiciliario, lo dejó en libertad con una fianza de menos de cuatro mil dólares.

Ni siquiera Michelle Bachelet, la primera presidenta socialista en Chile tras Allende y víctima en carne propia de la dictadura, pudo o tuvo verdadera voluntad de acelerar la Justicia y la reparación de daños a las víctimas.

Cuando hace apenas dos semanas, la justicia chilena por fin sentenció a penas de 15 años de cárcel para siete mandos militares jubilados que torturaron durante días y ejecutaron al cantautor Víctor Jara (el otro símbolo junto Allende del terror de la dictadura), el escándalo mediático y en las redes sociales en Chile no fue sobre cómo tuvieron que pasar 50 años para que se juzgaran a sus asesinos, sino cómo se atrevió el presidente Boric a llamar cobarde a uno de los represores, Hernán Chacón, de 85 años, que se suicidó al día siguiente de ser condenado, por miedo a pasar un solo día en la cárcel.

Kast, quien espera vengarse de su derrota electoral, en las elecciones de 2025, escribió que el cobarde no era el represor, sino Boric por insultar al mando militar fallecido, al que atacó sin capacidad de defenderse, y añadió que el presidente “abusó de su poder para ofender a su familia”.

Esta es la realidad en Chile: el presidente de Chile —ya de por sí, con niveles asombrosamente bajos de popularidad— fue trending topic por atacar verbalmente a un “ancianito”, mientras que el candidato ultraderechista (favorito en las encuestas presidenciales) es elogiado por criticar el abuso de poder de Boric, mientras nadie hablar del abuso de poder de Pinochet, pese a que no atacó verbalmente a sus enemigos, sino que los eliminó físicamente, a decenas de miles.

Y así, envueltos en este ambiente de crispación —“eléctrico”, como calificó hace días Boric— los chilenos conmemoran este lunes divididos o con indiferencia el golpe de Estado, como si pensaran que semejante tragedia no puede volver a suceder, o peor, que muchos volvería a apoyar, “si se dieran las condiciones”.