La guerra de Rusia contra Ucrania es también una guerra entre la democracia y la autocracia, en la que los actores del panorama político mundial deben posicionarse. Los que se decantan por el autócrata Putin son pocos pero muy fanáticos.
1.- Donald Trump
De sobra es conocida la admiración que siente el expresidente de Estados Unidos por el presidente de Rusia, Vladimir Putin, y no sólo porque le ayudó a ganar las elecciones gracias a los ataques contra Hillary Clinton —en forma de calumnias bombardeadas por el ejército de cibersoldados del Kremlin—, sino porque le gustaría ser como él: un macho alfa con poder absoluto, que no tiene que rendir cuentas a esos irritantes contrapesos democráticos como son los jueces, los legisladores de la oposición y sobre todo la prensa crítica.
Ya quisiera Trump que Estados Unidos fuese como Rusia, un paraíso del supremacismo blanco y cristiano con derecho del líder a envenenar a los disidentes y a encarcelar a los que levantan la voz contra sus abusos. Ya quisiera el magnate populista estadounidense tener el control de los principales conglomerados industriales del país o repartirlo entre oligarcas que lo ayudarán cuando lo necesite.
Por tanto, a nadie le debería extrañar que Trump haya considerado una “genialidad” que Putin envíe tanques y cazabombarderos para someter a un país indefenso como Ucrania y ver cómo puede exprimirlo. De hecho, el republicano confesó que, si él fuera presidente (si no le hubieran robado las elecciones, como repite hasta el hartazgo), él ordenaría también el envío de tropas a la frontera con México. Al fin y al cabo, EU ya sabe lo que es declarar la guerra a un país en inferioridad militar e inventar una excusa —la supuesta discriminación de los granjeros gringos— para apoyar la independencia de Texas y su posterior anexión de un tercio del territorio norte de México.
(Trump no es el único admirador de Putin en “territorio enemigo”. La extrema derecha estadounidense sigue la voz del amo, y si dice que Putin es genial, pues lo es como repite como un loro su fiel vocero en el canal Fox News: Tucker Carlson)
2.- Nicolás Maduro.
El segundo miembro honorífico del club es la prueba viviente de que los extremos se tocan. Si Trump y Putin son líderes populistas de extrema derecha, el presidente de Venezuela es de la extrema izquierda, pero los tres comparten la misma fobia: la democracia liberal, a la que no sólo detestan, sino que la persiguen. Por eso, si el populista republicano podemos considerarlo el presidente del club de fans del mandatario ruso, el líder chavista es su más fanático admirador.
El martes, mientras caían bombas sobre Kiev y Járkov, y la población aterrorizada se refugiaba en búnkeres improvisados o trataba de huir del país, Maduro y su cuadrilla mayor, la vicepresidenta Delcy Rodríguez y el número dos del régimen, Diosdado Cabello, se dedicaban a regañar a las tropas ucranianas por atacar a la minoría rusa y acusaban a Estados Unidos y a sus aliados de promover “eufóricos el odio y la intolerancia contra Rusia”.
Nada pone más feliz a Maduro que anunciar que Putin se dignó en tomarle la llamada para escuchar que el ruso no está solo ante el mundo y que en América Latina no sólo tiene un fiel amigo que repite todo lo que le diga, como que la guerra no la inició Rusia, sino Ucrania y la OTAN, y que los neonazis no son los rusos, sino los que se defienden de su invasión.
Tanto agradecimiento se explica no sólo porque ambos comparten un mismo enemigo, el “imperialismo yanqui” (el imperialismo ruso es otra cosa), sino porque Putin ha socorrido a Maduro en momentos de grave apuro: cuando vio el petróleo venezolano vetado en EU le ayudó a venderlo en otros mercados, cuando se vio apurado financieramente, le hizo préstamos y cuando se vio acosado por los manifestantes antichavistas, le envió armas.
Pero Putin no mueve ficha si no va a recibir nada a cambio, y lo que teme la oposición antichavista (y Washington) es que, en agradecimiento a su ayuda, Maduro acabe convirtiendo a Venezuela en su base militar rusa en el continente americano, con misiles a menos de 3 horas de Miami.
(La sucursal latinoamericana del club de admiradores de Putin reúne a lo peor de cada casa: desde los que sienten revolucionarios, el nicaragüense Daniel Ortega, el cubano Miguel Díaz Canel y el boliviano Luis Arce, al presidente brasileño de extrema derecha Jaír Bolsonaro o el incalificable líder salvadoreño Nayib Bukele; y entre los que un día lo aman y otro lo repudia, el argentino Alberto Fernández y el mexicano Andrés Manuel López Obrador, pero ellos no están en el club).
3.- Aleksandr Lukashenko.
Al presidente de Bielorrusia le pasa como a Maduro: tuvo que pedir ayuda a la experimentada y poderosa maquinaria represora rusa para aplastar la rebelión democrática de su pueblo. Gracias a ello, el considerado como “el último dictador de Europa” logró aplastar la “primavera bielorrusa”, con decenas de muertos, miles de presos y tácticas de terrorismo silencioso propias del KGB soviético, como el secuestro de un avión comercial y aterrizaje forzoso en Minsk para apresar a un periodista disidente. Algo tuvo que aprender del antiguo dirigente del KGB: Putin.
A cambio de salvarle el pellejo, Lukashenko es una marioneta de Putin, que pone el territorio ruso al servicio de los tanques rusos para que bombardeen la cercana Kiev. Aunque la noticia pasó casi desapercibida por la urgencia de la guerra, Bielorrusia abandonó su compromiso internacional de no proliferación nuclear, una señal peligrosa de que, no solo se suma a la guerra contra la vecina Ucrania, sino que está dispuesto a desplegar misiles nucleares rusos en territorio bielorruso.
De hecho, no es la primera vez que Putin “bendice” o permite que uno de sus socios locos del club use armas de destrucción masiva. El siguiente socio es, de hecho, un criminal de guerra por este motivo.
4.- Bachar al Asad.
El presidente de Siria simboliza hasta dónde está dispuesto a llegar Putin con tal de tejer un nuevo orden en torno al renacido imperio ruso, mediante la fuerza bruta.
Bachar al Asad es el único dirigente en activo que ha atacado con armas químicas a su propio pueblo para aterrorizar y retener el poder. Ocurrió contra un bastión opositor en la periferia de Damasco en abril de 2018, con un centenar de muertos, decenas de ellos niños, que murieron en agonía mientras echaban espuma por la boca.
El entonces presidente Barack Obama dijo que, si la ONU confirmaba que fue obra del gobierno sirio, como efectivamente fue así, consideraría que se cruzó una línea roja y el ejército de EU intervendría para defender a la población indefensa ante un arma prohibida por la Convención de Ginebra. Fue entonces cuando Bachar al Asad, viendo que así perdía la guerra, vendió su alma al maquiavélico Putin y este logró convencer al “Nobel de la Paz” afroestadounidense de que él se encargaría que no volviera a pasar. No sólo lo convenció, sino que aprovechó la candidez de Obama para enviar su fuerza aérea para derrotar a los “insurgentes terroristas”.
Así fue como el conocido Tirano de Damasco le debe la vida para siempre a Putin, al igual que se le debe otro déspota menos conocido: el presidente de Kazajstán, Kasim Tomaev, quien le pidió ayuda para aplastar la primera revuelta ciudadana contra los que protestaban en la calle por algo que ningún habitante de esa exrepública soviética ha conocido en su vida: libertades democráticas.
Y así fue cómo Putin se convenció de que era más listo que sus pares estadounidenses y planeó su particular conquista del mundo, donde la democracia sólo sirve si no estorba al caudillo.

Copyright © 2022 La Crónica de Hoy .