
En el mundo actual observamos que en la mayoría de los países la iniciativa privada es el motor principal de la economía. Las personas crean empresas, comercian libremente, proponen ideas innovativas. Al mismo tiempo, el gobierno interviene de formas diversas. En ocasiones produce bienes y servicios como en el caso de México petróleo, el manejo de una línea aérea y la construcción y administración de un tren de pasajeros, entre otras actividades. Eso nos obliga a preguntarnos ¿qué tanto y en qué forma debería intervenir el Estado en la economía?
Hace ya cerca de 300 años Adam Smith, filósofo y economista escocés, se hizo la pregunta de si las transacciones libres de bienes y servicios en los mercados generaban el mayor bienestar en la sociedad. Una pregunta todavía más específica era si el deseo egoísta de compradores, los cuales buscaban comprar al menor precio, y el de los vendedores, quienes querían vender al precio máximo posible, era compatible con ese bienestar general. Su respuesta bien argumentada, pero no probada en forma contundente, fue que sí.
La pregunta de Adam Smith sigue siendo relevante hasta ahora. Numerosos estudios de la teoría económica se han dedicado a tratarla de responder. La teoría del equilibrio general afirma que, si hay competencia económica y no hay fallas de mercado, la proposición de Adam Smith es cierta. La mejor forma de organización para la producción y el consumo es a través de transacciones libres de mercado. La labor del gobierno en este caso consiste en cobrar impuestos, de preferencia al consumo con una tasa uniforme, y repartir esa recaudación para combatir la desigualdad.
El mundo es muy complejo y así como la proposición de Smith resulta cierta en los casos descritos, la existencia de fallas de mercado también ha sido documentada desde tiempo inmemorial. Pero, ¿qué es una falla de mercado? Es un factor que hace que las economías de mercado no generen el mayor bienestar para la sociedad. Hay muchas fallas de mercado, nos concentraremos en tres de ellas.
La primera es la existencia de externalidades. Éstas son efectos indirectos derivados de la actividad de distintas personas que impactan el bienestar de terceros no involucrados en la transacción, y cuyos efectos, positivos o negativos, no pueden ser evitados ni internalizados voluntariamente por quienes lo reciben. La contaminación del aire es una de las externalidades más conocidas. Ésta nos afecta a todos, pero el problema es que la contribución que la mayoría de nosotros hace a esa contaminación es muy pequeña. Si una persona en particular hace un esfuerzo por dejar de contaminar, eso prácticamente no cambia en nada el daño que recibe si los demás siguen contaminando.
En estos casos la intervención del gobierno resulta altamente recomendable. Una forma de reducir la contaminación del aire es la de establecer una tasa de impuesto al consumo de los bienes contaminantes más elevada que la que tienen otros bienes que contaminan menos. Aquí se rompe la recomendación que cuando el mercado genera la mejor situación posible para la economía, lo mejor es tener una tasa uniforme de consumo para todos los bienes.
La segunda falla de mercado que examinaremos es la de la existencia de bienes públicos. Todos necesitamos de calles pavimentadas, alumbrado público, semáforos, instituciones que procuren e impartan justicia. Sin embargo, la iniciativa privada no puede proveer esos bienes de forma directa, pues en muchas ocasiones no tiene forma de cobrarlos. Si todo se dejara a las fuerzas del mercado, esos bienes no se ofrecerían y en estricto sentido la economía no podría operar. Luego entonces el gobierno debe cobrar impuestos y con ellos contratar empresas que produzcan esos bienes. Algunos autores señalan que la mejor manera de lograr lo anterior sería cobrar impuestos al consumo, y en menor medida sobre la renta, y utilizar una parte considerable de esos recursos para la provisión de bienes públicos. En caso de no haber externalidades, lo mejor sería nuevamente contar con una tasa uniforme de impuesto al consumo.
La tercera falla de mercado que analizaremos es la del surgimiento de monopolios naturales. En la visión de Adam Smith y muchos otros economistas que siguieron, la mayor parte de la producción se llevaba a cabo con rendimientos decrecientes. Esto lleva a tener empresas pequeñas, pues mientras más grandes sean las empresas, más altos son sus costos unitarios y menos rentable es la empresa. En estas condiciones pueden entrar muchas empresas si hay alta demanda por los productos, lo que genera competencia.
El problema es que industrias muy importantes, como la eléctrica, operan con rendimientos crecientes. Esto quiere decir que los costos unitarios decrecen conforme aumenta la producción, lo que hace que las empresas con estas características tiendan a ser muy grandes. La primera empresa que entra se apodera de todo el mercado. Esto es lo que se conoce como monopolio natural. La empresa en cuestión no tiene competencia, ergo puede imponer precios muy elevados. La regulación se hace necesaria. Se puede establecer un precio tope a esas empresas que permita que la empresa tenga ganancias razonables, pero no excesivas (Price cap regulation en inglés). En este caso la solución del mercado sin intervención no es la óptima.
A estas fallas de mercado se pueden añadir muchas más. Mucha gente no tiene acceso a la educación y la salud, pues las instituciones privadas que las proveen cobran precios muy elevados por estos servicios. Es entonces necesaria la intervención del gobierno para paliar esos problemas.
Todo lo anterior hace que nos preguntemos si lo que pensó en su momento Adam Smith y todos sus seguidores hasta nuestros días está mal. ¿En ese caso deberíamos desechar la idea de Smith y promover una economía muy vigilada y regulada, o incluso totalmente centralizada por el gobierno? La respuesta es no.
Ante la creencia de que los mercados libres son eficientes y debemos tratar de dejarlos funcionar sin ninguna intervención, se corre el riesgo de que las fallas de mercado generen problemas graves: fuerte contaminación, carencia de bienes públicos, precios excesivos de parte de empresas que operan con rendimientos crecientes. Si, por otra parte, la creencia es que las fallas de mercado son muchas y hay que intervenir continuamente a la economía, se puede caer en la parálisis de la iniciativa privada por exceso de regulación, o en la provisión excesiva de supuestos bienes públicos que en realidad no lo son (petróleo, servicios aéreos en México y trenes de pasajeros en México), o en la generación de cargas impositivas muy altas que afecten la inversión en proyectos privados rentables. ¿Qué hacer entonces?
El liberalismo clásico tenía la máxima de dejar hacer, dejar pasar. Entendiendo esto como que había que dejar la economía en manos del mercado y si algo fallaba esperar porque, de acuerdo a esta doctrina, en un futuro se compondría. La proposición de dejar hacer parece razonable, es permitir que la iniciativa privada lleve a cabo proyectos económicos que pueden traer grandes beneficios. Menos razonable parece ser la máxima de dejar pasar. Debe haber una vigilancia de la economía para detectar fallas que se puedan corregir con prontitud.
En México parece que el gobierno ha decidido participar en tareas que no le corresponden y ha dejado a un lado actividades que debería llevar a cabo. Al destinar una gran cantidad de recursos a tareas que el sector privado podría hacer de manera más eficiente, ha reducido su participación en la producción de los bienes públicos tradicionales, como alumbrado público y procuración e impartición de justicia, pero también en la provisión de educación y servicios de salud. Actividades estas últimas tan importantes en un país con tanta desigualdad como México.