Nacional

Una de abogángsters: el asesinato del Pelacuas

Extrañas vetas de complicidad atravesaban la crónica de la violencia en el México de los años 80. De repente, personajes notorios que se movían en la nebulosa línea que separa lo legal de lo ilegal, acababan rebasados por ajustes de cuentas, rencores que se creían olvidados, o por la mano oscura del crimen organizado. Carlos Morales, apodado El Pelacuas, se movía en una zona de la vida pública y judicial donde se entreveraban varios de los fenómenos de la criminalidad de la época.

Los sicarios que fueron enviados a matar al Pelacuas fueron cuidadosamente escogidos: no podían fallar y no lo hicieron. Nunca se dio con ellos/

Los sicarios que fueron enviados a matar al Pelacuas fueron cuidadosamente escogidos: no podían fallar y no lo hicieron. Nunca se dio con ellos/

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Todo ocurrió con rapidez. El auto Century Limited negro último modelo circulaba por la zona de Xochimilco conocida como La Noria. Repentinamente, el conductor frenó bruscamente, y le gritó a sus cuatro acompañantes: “¡Agárrense!” Intentó echarse en reversa; los ocupantes de los autos que lo seguían con comprendieron qué pasaba. Pero el dueño del auto negro se dio cuenta de que la muerte había llegado en la forma de cuatro hombres, que descendieron de un vehículo que, a pocos metros de distancia, aguardaban su paso: Carlos Morales García, conocido en el mundo del penalismo como El Pelacuas, supo que lo iban a matar.

Frente a la casa de la coleccionista de arte, Dolores Olmedo, aquellos cuatro hombres dispararon: dos llevaban pistola, los otros dos, metralletas. Su víctima intentó eludirlos, moviéndose en reversa. Entre el auto de uno de sus acompañantes y una combi de transporte público, Morales intentó girar para escapar en sentido contrario. La prisa, el miedo, hicieron lo suyo: al maniobrar se estrelló contra un poste de concreto.

Los sicarios aprovecharon el desconcierto inicial y dispararon. Todos los testigos coincidirían en la descripción de aquellos hombres: altos, de constitución atlética. Todos vestían pantalones azules, suéteres de cuello de tortuga, chalecos antibalas. Nadie pudo describir sus rostros con detalle porque todos portaban anteojos oscuros y gorras con visera. Resguardándose en las puertas abiertas de su vehículo, dispararon contra Morales García. Cuando vieron que su víctima intentaba escapar, abordaron su auto para alcanzar al Century negro que intentaba huir.

El Pelacuas bajó del auto y echó a correr. Dos de las tres personas que iban con él se quedaron tiradas en el suelo del coche. El tercero, Luis Ibarra, también bajó del vehículo para intentar escapar. Pero los asesinos no lo querían a él. Las instrucciones eran precisas: se trataba de matar a Carlos Morales.

Añl Pelacuas se le procesó, en sus tiempos de dirigente estudiantil, por cinco homicidios, pero siempre se presumió que tenía muchos otros asesinatos en su cuenta/.

Al Pelacuas se le procesó, en sus tiempos de dirigente estudiantil, por cinco homicidios, pero siempre se presumió que tenía muchos otros asesinatos en su cuenta/.

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Fueron dos minutos de infierno, donde el sonido de las armas fue lo único que predominó. Luego los asesinos abordaron su auto, y arrancaron. Se perdieron en la ruta hacia el Reclusorio Sur, precisamente el lugar que, hacía unos momentos, había abandonado el personaje que, tirado en el suelo, se desangraba con velocidad.

Los forenses encontrarían en el cuerpo de Carlos Morales García, El Pelacuas, 13 heridas de bala, siete de ellas mortales.

Habían enviado a aquel encargo a asesinos experimentados, que no fallarían. Era septiembre de 1989.

EL PODER DEL PELACUAS

El asesinato de Carlos Morales fue, naturalmente un escándalo. Si bien litigaba en juzgados penales, nadie había visto nunca una cédula profesional que lo acreditara para tales labores. Cuando era menester, sus socios eran quienes cumplían con el requisito. Pero se sabía que El Pelacuas era abogado de varios narcotraficantes, sujetos a proceso. Cuando lo emboscaron en La Noria, salía, precisamente, de los juzgados anexos al Reclusorio Sur, después de participar en una diligencia.

Pero la historia de Morales García era mucho más larga y no eran pocos los que la conocían: en los años setenta había sido dirigente de la Federación de Estudiantes de Guadalajara, y al amparo de aquel liderazgo se había visto involucrado en numerosos hechos de abuso de poder, de violencia, e incluso se le señalaba como responsable de algunas muertes.

A fines de la década de los 80, no era tan inusual ver a personajes como el Pelacuas moviéndose en la vida pública. Un par de años antes, en 1987, Javier Barba, un colega suyo, tanto por dedicarse a defender narcos como por provenir de la FEG había sido asesinado de manera muy similar en el puerto de Mazatlán. A principios de 1989, Roberto Celis, otro abogado del mismo tipo, había muerto, balaceado, en Culiacán. Ajustes de cuentas, clientes inconformes, rencores añejos, narcos rivales: eran muchas las posibles causas del asesinato del Pelacuas.

No faltó quien opinara que, por fin, Carlos Morales García había pagado todas las que debía. Muchas historias volvieron a contarse, después de su muerte, relativas a sus años como dirigente de la FEG, cuando hacía lo que le daba la gana en las calles de Guadalajara.

Era violento y prepotente. Cuando, finalmente las autoridades tapatías lograron encerrarlo en el penal de Oblatos, acusado de cinco homicidios -aunque se decía en voz alta que seguramente debía muchas más vidas- detonó un motín que se sofocó con trabajos y que dejó catorce muertos.

En Guadalajara se conocían muchos de sus crímenes y escándalos. El más notable fue conocido como “La matanza de San Valentín”. El 14 de febrero de 1973, él y tres de sus partidarios, asesinaron a cuatro muchachos, también pertenecientes a la FEG y con quienes, semanas antes, había competido por la dirección de la Federación. Se contaba que, el día de los crímenes, Morales y sus víctimas iban a reconciliarse, después de una agitada y violenta campaña por el liderazgo de la asociación.

Un año después, en 1974, El Pelacuas fue acusado del asesinato de un muchacho llamado Héctor Terán, que, se contó, se había opuesto a que Morales entrara en la terna de la cual salía el dirigente de la FEG. Se le señaló como autor del secuestro, en junio de ese año, de un empresario zapatero llamado Juan José Gómez Galván. ¿La causa? Se dijo que Gómez había despedido a un empleado amigo de Morales García.

Todos estos cargos figuraban en los archivos judiciales de Guadalajara. Pero en los chismes e historias que corrían por toda la capital jalisciense, el Pelacuas era responsable de una cantidad brutal de incidentes violentos en las calles de la ciudad, de extorsiones, de ventas de drogas y tráfico de armas; se le señaló como organizador de guerrillas urbanas. Era casi leyenda aquella historia, según la cual, al llegar a Guadalajara la vedette de moda, Olga Breeskin, para presentarse en el hotel El Tapatío, el Pelacuas la había secuestrado por una noche entera.

El reinado de poder de Morales terminó cuando se enfrentó con el presidente de la FEG, José Manuel Correa Ceceña, quien logró sobrevivir a un atentado, detrás del cual, se presumió, estaba el Pelacuas. Correa acudió ante autoridades federales. Poco después, en julio de 1974, habría un cateo en una casona de Guadalajara, donde se detuvieron a 54 personas, y se confiscaron armas y granadas. Aunque Morales y sus colaboradores cercanos lograron eludir la redada, no les duró mucho el gusto: al poco tiempo, un comando enviado por la Dirección Federal de Seguridad, lo capturó en un departamento de la calle de Río Tíber, en la ciudad de México. Luego se le trasladó a Jalisco y, procesado, se le internó en Oblatos. Con todo y los mil y un problemas que le causó a la dirección del penal, lograron mantener al Pelacuas tras las rejas por espacio de una década.

Cuando dejó la cárcel puso un despacho de abogados penalistas. Se decía que, durante su encarcelamiento se aplicó a estudiar derecho, aunque jamás exhibió un título o una cédula profesional de abogado.

Parecía interesado en explotar sus viejas relaciones.

EL ÚLTIMO DÍA

Nadie sabía porqué a Carlos Morales García le apodaban en Pelacuas. El sobrenombre parecía remontarse a sus días de infancia, pero era su distintivo y nadie dudaba acerca de quién era el propietario del apodo. Con su despacho de abogados, se hizo una presencia frecuente en el Reclusorio Sur.

Los días violentos no eran cosa del pasado. Unos meses antes de su asesinato, había tenido que ver con un zafarrancho en un bar de la colonia Roma, “La Puerta de Alcalá”, en la calle de Oaxaca, donde fue herido. Un grupo de vándalos habían irrumpido en el bar para hacer destrozos y para golpear al dueño del lugar, con quien Morales tenía pleitos.

Sus últimas horas hablan de una certeza: El Pelacuas sabía que lo querían matar. La noche anterior al asesinato, durmió en su oficina de Avenida Patriotismo. Pasó por su casa, en el rumbo de San Jerónimo, para cambiarse. Lo acompañaba un veterinario, contratado para atender a la mascota del Pelacuas, un cachorro de pantera.

Había ido al Reclusorio Sur vestido con un traje costoso y llevando en la mano un portafolio de piel de cocodrilo, repleto de dólares. Iba a una diligencia de uno de sus defendidos, el narcotraficante Miguel Meza, propietario de taxis aéreos. Al terminar, entregó el dinero a uno de su socios, Federico Livas, quien luego declaró que era para pagar la compra de un departamento.

Manejando su Century negro, el Pelacuas salió del estacionamiento del Reclusorio Sur. Iban con él un socio, su secretaria y el veterinario. Lo seguían dos autos: uno, conducido por un guardaespaldas, otro, manejado por otro socio. Ninguno pudo reaccionar a tiempo, cuando aparecieron los asesinos.

Aunque las autoridades anunciaron diversas líneas de investigación -Su pasado en la FEG, el zafarrancho en “La Puerta de Alcalá”, y sus nexos con narcotraficantes- el asesinato de Carlos Morales, El Pelacuas, nunca fue resuelto.