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Acapulco, el virreinato y el comercio global

La Nueva España fue global aún antes de que a alguien se le ocurriera inventar ese término contemporáneo. Puente real entre dos mundos, la joya de la América española dio mucho qué ganar no solo a la corona, sino a los audaces que se embarcaban hacia el oriente, y a quienes, emocionados, esperaban la tornavuelta para emprender un intenso mercadeo. Pero antes, debían hacer la aventura de llegar a ese puerto, del que entraban y salían numerosos objetos de deseo

Los testimonios virreinales afirman que, por unas semanas, Acapulco se volvía una ciudad que solo vivía para el comercio. Luego, cuando el Galeón de Manila zarpaba nuevamente hacia oriente, el puerto recobraba su naturaleza de modesto caserío/

Los testimonios virreinales afirman que, por unas semanas, Acapulco se volvía una ciudad que solo vivía para el comercio. Luego, cuando el Galeón de Manila zarpaba nuevamente hacia oriente, el puerto recobraba su naturaleza de modesto caserío/

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Y allá iban. Frecuentemente en caravanas, para viajar con seguridad por la accidentada ruta que los llevaba de Puebla o de la Ciudad de México, hasta el puerto de Acapulco, mercaderes, comerciantes empingorotados, de los más elegantes de la capital, y una buena cantidad de arrieros, armaban una curiosa, llamativa y alegre expedición. Las mulas que transportaban a todos esos personajes iban ataviadas con arreos nuevecitos, bordados en rojo, muchos con espejos pegados. No era para menos tanto alboroto: aquel grupo de entusiastas recorrían el camino que los llevaba al puerto de Acapulco, para ser los primeros en aprovechar la oferta de maravillas que llevaba consigo el Galeón de Manila, la famosa Nao de China, que después de un prolongado y peligroso viaje, volvía a tierras novohispanas.

¿De verdad eran necesarios tanta emoción y tanto lucimiento? Ciertamente. Desde 1565, año en el que quedó abierto el camino que comunicaba al puerto de Acapulco con la ciudad de México, nació un puente de expansión política y de intercambio comercial que no desmerece ante nuestra idea contemporánea de la actividad económica global.

Pero no era sencillo llegar a Acapulco: era una buena aventura que, a los interesados en capitalizar las mil maravillas y curiosidades que contenía la Nao de China, desde riquísimas telas hasta imágenes de santos cristianos ricamente estofados con oro, no les inspiraba temor, aunque el camino fuese accidentado, hubiese que cruzar dos caudalosos ríos y existiese, siempre, el riesgo de un encuentro con brutales salteadores.

Pero ir a Acapulco valía tantas complicaciones. Valía eso, y mucho más.

ACAPULCO Y SU ATRACTIVO COMERCIAL

El puerto, que hoy es, como desde mucho, un lugar al que, en cada periodo vacacional, llegan miles de turistas, cambió su vocación original, que era la de polo de comercio exterior. Su destino se había decidido en 1565, año en que se estableció la ruta comercial que iba hasta el oriente, concretamente hacia otra posesión española, las Islas Filipinas, cuya conquista se planeó y organizó en la Nueva España. De principio a fin.

En las Filipinas, con una organización administrativa bastante eficaz, se había constituido un centro comercial que atraía a los mercaderes de todo el oriente. Hasta Manila llegaban los habilidosos chinos y los precisos japoneses, todos con las hermosas piezas que producían y que gracias a la terquedad de los novohispanos que se habían empeñado en ampliar los dominios del rey de España, encontraban un nuevo canal de circulación y beneficio. Bajo esas condiciones, los habitantes de aquellas tierras empezaron a mirar a los novohispanos con menos hostilidad, y a la larga acabarían haciendo buenos y sustanciosos negocios.

El punto de partida del proyecto de conquista había sido Acapulco, y, a la larga, el puerto recibió su recompensa, pues se convirtió en el único puerto del océano Pacífico con atribuciones y condiciones para el comercio con las naves de la empresa que se conoció como El Galeón de Manila. Acapulco era, en sentido económico, tan importante como el puerto de Veracruz.

La llegada de las naves del Galeón de Manila daba a Acapulco la oportunidad de convertirse, por una temporada, en una animada, bulliciosa y rica feria comercial. No bien se recibía en la ciudad de México y en Puebla, la noticia de que faltaba poco para que las naves, atiborradas de lujosas y sorprendentes mercancías atracaran en el puerto, se armaban, a toda prisa, no una ni dos, sino varias caravanas de comerciantes, que querían ser los primeros en asomarse a aquellos cofres repletos de maravillas. Naturalmente, quienes llegaran primero a Acapulco, con el capital suficiente, serían los primeros en hacerse con buenos y exóticos productos, que después venderían con enorme beneficio en las grandes ciudades novohispanas.

Así, el modesto pero industrioso caserío que era Acapulco, se transformaba, por algunas semanas, en una ciudad donde todos iban y venían negociando, ofertando, comprando o vendiendo, invirtiendo o cobrando sus ganancias. Era el comercio global, activo, vivaz, productivo, que se reflejaba en el modesto y complicado camino entre el puerto y la capital novohispana, que durante esa temporada de febril actividad, estaba lleno de recuas de mulas, que iban y venían lo más rápido que les era posible.

LOS NEGOCIOS Y EL CAMINO DE ACAPULCO

Al amparo del auge comercial de Acapulco, el oficio de la arriería floreció en el sur de la Nueva España. Eran los arrieros y sus mulas los que conocían a la perfección los caminos que comunicaban la costa con las diversas poblaciones de la Tierra Caliente, el Bajío y las rutas hacia la capital, la ciudad de Puebla y el puerto de Veracruz. Como uno nunca sabe para quién trabaja, ese conocimiento, transmitido de generación en generación de familias dedicadas a la arriería, se convertiría en un recurso útil que aprovecharían a fondo, en las primeras décadas del siglo XIX, las fuerzas insurgentes de José María Morelos y Vicente Guerrero.

Pero en esos tres siglos de orden virreinal, se labró ese saber, que no era menor: solamente las mulas tenían la capacidad suficiente para afrontar las complicaciones de la ruta, pues el camino a Acapulco nunca fue una belleza. Era un camino más bien estrecho, que solamente en algunos tramos estaba empedrado y que, en otros, más que un camino era una brecha entre la vegetación. Viajar de la capital novohispana a Acapulco, exigía, durante esos tres siglos, invertir de trece a quince días de camino.

Y, además, estaban los ríos: el Mezcala y el Papagayo, que había que cruzar para llegar a Acapulco. Eso constituía una aventura en sí mismo: los indígenas de la región armaban balsas muy precarias, en las cuales cruzaban comerciantes, arrieros y mulas; los indios, sumergidos en las aguas del río, operaban como timones humanos para conducir las balsas hasta la otra orilla. Según el barón Alexander Von Humboldt, que tuvo la ocasión de vivir aquello, afirmaba que, en tiempo de secas, ambos ríos tenían una anchura equivalente a unos 60 metros, pero en época de lluvias se convertían en unos torrentes monstruosos que podían crecer hasta los 250 o 300 metros. En esas condiciones, nadie se atrevía a intentar cruzar. Comerciantes y animales, con sus preciosas mercancías, se quedaban varados, a veces hasta por una o dos semanas, aguardando que bajase la crecida del río.

LA DECADENCIA DE LA AVENTURA COMERCIAL

Cuando en 1778 el Galeón de Manila dejó de tener la exclusividad para comerciar en oriente, aquella animada feria comercial de Acapulco empezó a desvanecerse. Aunque la Nao de China continuó llegando al puerto hasta 1815, ya había competencia en el Pacífico: los puertos de San Blas y Mazatlán se volvieron también polos comerciales. En el siglo XVIII, el progreso de anunciaba: se construyó una gran barca con remo mecánico para cruzar el Mezcala, y se sabe que a principios del siglo XIX había planes para un puente que permitiera cruzar con seguridad el río Papagayo. Ese puente se haría realidad una veintena de años después, cuando la Nueva España había desaparecido para dar paso al México independiente. Los sueños comerciales de la Nao habían desaparecido.