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Aureliano Rivera Yarahuán: agente judicial, asesino y secuestrador

Parecía que el México de los años 80 del siglo pasado ya no se asombraba de nada, y menos en materia de nota roja. A lo largo de ocho décadas la memoria criminal del país conservaba historias tremendas y oscuras. Pero México iba cambiando, y nuevas maneras de pensar la vida leían de otra manera las historias de sangre. Se habló de causas profundas, de derechos humanos, de corrupción, de impunidad. Pero hubo un caso que estremeció e indignó a todos por igual.

historias sangrientas

Tan odiado fue, en el invierno de 1983 el secuestrador y asesino Aureliano Rivera Yarahuan, que sus fotografías son ilocalizables en el amplio mundo cibernético

Tan odiado fue, en el invierno de 1983 el secuestrador y asesino Aureliano Rivera Yarahuan, que sus fotografías son ilocalizables en el amplio mundo cibernético

Una mujer enlutada entró al Servicio Médico Forense del todavía Distrito Federal. Era enero de 1983 y no se hablaba de otra cosa que de la balacera en que aquel hombre, secuestrador y asesino de menores, se había enfrentado con la policía capitalina y había muerto en la refriega. Pasaban las horas y nadie reclamaba su cadáver. Pero esa mujer vestida de negro pidió verlo. Los funcionarios del Semefo pensaron que se lo llevaría, que, en la marejada de desprecio que rodeó los últimos días de vida del agente judicial Aureliano Rivera Yarahuán, había alguien que, por afecto o compasión, se encargaría de sepultarlo. Pero se equivocaban.

-No vengo a reclamar el cadáver. Solo quiero asegurarme de que es él y de que está muerto.

Tenía sentido. Probablemente no había, en aquel invierno, otra persona más odiada en México que Aureliano Rivera, responsable de varios secuestros de menores, a quienes torturaba y vejaba sexualmente, para luego asesinarlos. Siempre exigía rescate por sus víctimas, cobraba el dinero, pero jamás regresaban a sus hogares. Aquel judicial dejaba un rastro de muerte y violencia demencial por donde pasaba, y si posaba su mirada en un joven o un niño, no era sino para planear su secuestro y su muerte.

PEOR QUE LAS HIENAS

Los lugares comunes de la narrativa de la nota roja mexicana se almacenan en un cajón de la memoria periodística, y, del mismo modo que los asesinos son “torvos” y en vez de escapar “se dan a la fuga”, para quienes hacen gala de sangre fría a la hora de segar vidas de menores, se reservó, durante décadas, el sustantivo “hiena”.

Pero en el caso de Aureliano Rivera Yarahuán, cuyos crímenes -calificados con el lugar común acertadísimo de “atroces”- la cosa no fue tan sencilla: al conocerse los detalles de sus delitos, no fueron pocos los editores de las páginas policiacas que echaron mano del consabido sobrenombre. Con lo que no contaban es que aquella vez hubo protestas: uno de los incipientes grupos ecologistas del México ochentero exigió eliminar aquel recurso discursivo, y muchos les concedieron la razón. Ni las hienas, dijeron aquellos activistas, eran capaces de conducirse con los cachorros de su especie de la manera en que Rivera Yarahuán había procedido con sus víctimas.

Había una sensación de alivio en la ciudad de México, cuando se supo de la muerte del judicial secuestrador. La versión oficial de los hechos consignaba que Aureliano Rivera Yarahuán, junto con su pareja, Carmen Salcidso, había sido sorprendido en un hotel de paso en la carretera a Toluca. Ahí se enfrentaron a tiros contra los policías que les seguían los pasos, y habían caído durante la pelea. Pero muy pronto surgieron rumores que contaban otra historia. Efectivamente, decían aquellas historias embozadas, agentes de la Dirección de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD) habían dado con Rivera Yarahuán, y se les pudo haber detenido, pero solamente se simuló el enfrentamiento, y la pareja fue muerta con ráfagas de ametralladora.

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Pero eran tan brutales los crímenes de Aureliano Rivera, que nadie tomó la iniciativa de aclarar las circunstancias de su muerte.

A nadie le quedaba duda de que aquel desenlace era el que correspondía a un criminal de aquel calibre.

LAS VÍCTIMAS Y EL DRAMA

La crisis que condujo a la policía a seguir la pista de los crímenes de Rivera Yarahuán empezó el 19 de diciembre de 1982, cuando el niño Miguel Arizmendi fue secuestrado en el Parque España de la colonia Condesa, en la ciudad de México. El niño, de 11 años, regresaba de una excursión con sus compañeros de escuela. El autobús escolar lo dejó en el parque, a pocas cuadras de su casa. Pero el chiquillo nunca regresó a su hogar. Ahí fue secuestrado. A las pocas horas, quienes se habían llevado a Miguel se comunicaron con su padre, el ingeniero Carlos Arizmendi.

Después de varios días de negociación, los secuestradores aceptaron un rescate de 350 mil pesos, que se entregaron en la esquina de Paseo de la Reforma y Río Tíber. Un muchacho con jeans y anteojos oscuros recogió el paquete de manos del padre de Miguel. El ingeniero volvió a su casa, esperando el momento en que le devolverían a su hijo.

Pero Miguel Arizmendi Flores nunca regresó a su casa.

La prensa se concentró en el caso del niño secuestrado. Por muchas razones, era una Navidad amarga para México: se había terminado el sexenio de José López Portillo, y una de las palabras más usadas era “corrupción”, para referirse a la vida pública, y de ahí en adelante, otra palabra “crisis” sería de uso cotidiano. El secuestro de un niño de once años acrecentaba el mal ánimo de aquel año.

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Los padres de Miguel, “Miguelito”, como lo llamaría la prensa, le exigieron a los secuestradores que les devolvieran a su hijo. Ya habían cobrado el rescate, ¿Qué más querían? Los regalos del niño, envueltos con papel de vivos colores y colocados al pie del árbol de Navidad, se quedaron sin abrir. Los secuestradores no volvieron a comunicarse con los Arizmendi.

A los pocos días, en un paraje llamado La Nopalera, en las cercanías de Maravatío, Michoacán, unos campesinos descubrieron el cuerpo mal sepultado, casi a flor de tierra, de un niño. El pequeño tenía tres tiros en el pecho y señales visibles de maltrato físico y abuso. La policía michoacana se movilizó y entró en contacto con las autoridades de la ciudad de México. Se pudo establecer que aquel pequeño cuerpo lastimado era el de Miguelito Arizmendi.

Eran muy escasas las pistas para dar con los criminales. La policía empezó a atar cabos, y a vincular el asesinato del niño con los de otros menores que también habían sido secuestrados y encontrados después, sin vida. Una jovencita llamada María Margarita Ramírez, de 16 años, apareció en Guanajuato, Juan Carlos Granados, en Quertétaro y Valentín Barrera en Ecatepec, en el Estado de México. Los dos muchachos tenían 17 años de edad.

Era el mismo procedimiento; en todos los casos los secuestradores habían cobrado importantes sumas y jamás devolvieron a sus víctimas. Todas fueron violadas, torturadas y asesinadas. El clamor, la exigencia por dar con los asesinos de Miguelito, que eran responsables de al menos tres muertes más, iba en aumento.

En un hospital de Naucalpan, una muchachita oaxaqueña, Cristela Cid, se recuperaba de un atentado brutal. Empezó a hablar de que a ella la habían raptado y por poco la matan. En busca de pistas, la policía empezó a hablar con ella.

Cristela identificó al hombre que, junto con unos muchachos, la había secuestrado. Ella sabía que era un agente judicial. La presión social hizo que la DIPD empezara a indagar en sus pasillos, y así se llegó a un nombre: Aureliano Rivera Yarahuán.

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La muchacha fue llevada, contó, a un paraje en algún punto de Ecatepec, donde la violaron y la torturaron por horas. Espoleado por todo el grupo, uno de los jóvenes le disparó con una pistola. Luego, se fueron, creyéndola muerta. Pero solamente una bala había rozado a Cristela, que quedó inconsciente. El frío de la madrugada la despertó, y desnuda, como la habían dejado sus agresores, echó a caminar, por horas, en busca de refugio y ayuda. Unos patrulleros la vieron y la llevaron al hospital de Traumatología de Lomas Verdes.

Las autoridades intentaron aprehender al secuestrador y asesino, pero ya había escapado. Los famosos y temidos -por violentos y corruptos- “dipos”, compañeros de corporación de Aureliano Rivera, echaron a andar la maquinaria persecutoria. Después de todo, era uno de los suyos, y no faltó quien le conociera los hábitos, que, finalmente, permitieron dar con él.

Poco a poco se iban conociendo los detalles de los crímenes de aquel hombre. El escándalo creció cuando se pudo establecer que eran tres los muchachos menores de edad quienes actuaban como sus cómplices y lo habían ayudado a secuestrar a las víctimas.

Lo que ocurrió en el Semefo en enero de 1983 era solamente el cierre de otro capítulo de horror. Aquella mujer de negro que identificó el cadáver de Rivera Yarahuán contó cómo aquel hombre había empezado su brutal cadena de asesinatos con sus propios hijos, a quienes secuestró y mantuvo ocultos en un rancho, en Sinaloa. Después se fue sin mirar atrás.

EPÍLOGO SIN SOLUCIÓN

Tiempo después, apareció otra mujer, que dijo ser la primera esposa de Rivera Yarahuán. Ella recuperó el cadáver y le dio sepultura, hasta donde se sabe, en un cementerio de Iztapalapa. Pero la herida no cerraba: los padres de Miguel Arizmendi, furiosos en medio de su inmenso dolor, exigieron que a los menores, cómplices de aquel asesino, se les procesara como adultos, para que pagaran sus crímenes. Las autoridades capitalinas se atuvieron a la norma, y fueron enviados al Tutelar. Después, se dijo que, con otros nombres, se desvanecieron en la agitada vida nacional. Los padres del niño Arizmendi hablaron de algo que, tristemente, es cada vez más frecuente: impunidad.