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La capital de la Nueva España en su primer siglo: el recuento y una gran conmemoración

La ciudad que nació del cruento desastre de la batalla de México-Tenochtitlan alcanzó su cumpleaños número 100 en coincidencia con el ascenso al trono de un nuevo rey español, de manera que se pensaron en ceremoniales importantes y lujosos por partida doble. Poco a poco, la ciudad de México reclamaba y afianzaba su calidad de joya de la corona, grande y sorprendente, distinguida e inolvidable, de entre todas las poblaciones que habían surgido en la vasta América española

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De la poderosa México-Tenochtitlan, lo menos que dijeron los primeros europeos que la contemplaron, fue que se trataba de una nueva Venecia, tan atrayente y única les pareció. Con sus calles de agua, con las anchas calzadas que la conectaban con la tierra firme, se aparecía, a los hombres que venían con Hernán Cortés, como una maravilla, y, andando el tiempo, más mérito les pareció haberse hecho con el dominio de estas tierras. Poco a poco construyeron lo que hoy llamamos “la primera traza”, no mayor que el actual Centro Histórico; poco a poco crearon nuevos simbolismos y rituales que debían convertir a la capital novohispana en una ciudad tan importante como lo había sido su antepasada inmediata, y el primer siglo de existencia tenía que celebrarse por todo lo alto. El azar ayudó a que esos primeros cien años se festejaran con la mayor pompa posible.

Noventa y dos años después de la derrota de México-Tenochtitlan, en 1613, Miguel de Cervantes Saavedra, quien en busca de buena chamba había soñado con establecerse en la Nueva España, dijo de la ciudad que había nacido de las cenizas del imperio mexica: “…el gran Hernando Cortés… conquistó la gran México para que la gran Venecia tuviese en alguna manera quien se le opusiese…”. Cuando llegó 1621, a nadie le quedaba duda de que los festejos deberían ser especiales. La capital novohispana bien se lo merecía: mucho había crecido en todos sentidos; a ella llegaban, atraídos por el brillo de lo nuevo, por la promesa del futuro, personajes de la más variada índole, y de los sitios más diversos, soñando con establecerse en la muy noble ciudad de México, y ganar para sí un poquito de la prosperidad que presumía.

Es cierto que aquel resplandor tenía bastante de artificio: la capital de la Nueva España había soportado un largo y ruidoso proceso de reconstrucción, en el cual murieron no pocos indios, empleados como albañiles de las casas que los conquistadores deseaban para presumir sus méritos y sentir que habían sido recompensados por jugarse el pellejo en la empresa. La ciudad de 1621 conservaba buena parte de sus calles de agua, pero tenía una enorme plaza que no solo era corazón comercial: ahí se impartía justicia con espectaculares castigos corporales, se desarrollaban las ceremonias de los días santos y de guardar. Naturalmente, era el escenario donde el virrey, cualquiera que fuera este, mostraba su poderío y exhibía los elementos simbólicos que lo convertían en la representación, el reflejo fiel, del monarca que, del otro lado de la mar océano, reinaba sobre el joven reino y su joven capital.

Era una ciudad semejante a sus parientas españolas, pero también era distinta. En sus mercados, ciertamente, se comerciaba con jamones y vino, sin los cuales los españoles no se hubieran acostumbrado a vivir. Pero al lado de esos productos se podían conseguir los alimentos que, durante décadas, habían alimentado a los habitantes originales de la ciudad: patos y otras aves lacustres; ranas y huevecillos de moscos, los buenos productos de las milpas, calabazas, frijol y maíz; huauhzontles y quelites para engordar los guisados. Sí, era una ciudad muy parecida a sus parientas europeas, pero nunca dejó de tener ecos del color y el poderío que una vez deslumbró a Cortés.

En cien años se habían sucedido varios virreyes, se había establecido el Tribunal del Santo Oficio, y la ciudad de México había consolidado su papel relevante, su presencia de “perla” de entre las posesiones españolas en América. De México había salido el proyecto que amplió el imperio hasta oriente; de México había salido, después de años de vida formal y pacífica, Miguel López de Legaspi, conquistador de las Filipinas, y del convento agustino de la ciudad de México, había salido, dizque achacoso y dizque enfermo, fray Andrés de Urdaneta, sobreviviente de la expedición de Elcano, y poseedor del secreto de la ruta de “tornavuelta” que permitió establecer la azarosa pero próspera y redituable ruta comercial entre Oriente y el puerto de Acapulco. Por cierto que el enfermo y achacoso agustino tuvo suficientes fuerzas para aventurarse en la conquista de aquellos territorios, volver a la ciudad de México, y marcharse a España en la comitiva que iba a reportar la victoria en las Filipinas.

El saldo de un siglo y la fiesta inminente

En 1621, había cosas muy distintas: el nieto del conquistador, que respondía por Pedro Cortés, había pasado largos años intentando resolver la administración de su herencia novohispana a larga distancia, mientras él vivía en Madrid. Existía ya, en la ciudad de México, una autoridad consolidada, la Audiencia, profundamente vinculada a los intereses de estas tierras, y que en no pocas ocasiones entraban en controversia con los virreyes. En un siglo, tres reyes se habían sucedido en España, Carlos V, Felipe II y Felipe III. Cuando se acercaba el aniversario 100 de la instauración de aquel nuevo orden, Felipe III acababa de morir y el imperio entero debía prepararse para rendir homenaje y proclamar su lealtad al joven monarca Felipe IV.

Tales eran las noticias que llevaron los barcos a la ciudad de México en el verano de 1621. Las autoridades llegaron a la conclusión de que la tradición política y simbólica más importante del reino, el famoso “paseo del pendón”, que se celebraba cada 13 de agosto, y que era un refrendo de la pertenencia al imperio español y el reconocimiento de la lealtad y servidumbre al rey, debería ser doblemente importante, porque sería la oportunidad perfecta para cumplir con el deber para con el nuevo monarca, y festejar 100 años del nuevo orden y de la construcción de una forma de vivir que esas autoridades sentían bastante española, pero que nunca dejó de tener rasgos y símbolos inconfundiblemente mexicas.

Todos los habitantes de la ciudad de México y los barrios de indios que los circundaban, tendrían que participar en ese doble festejo, Como la capital novohispana sostenía una peculiar relación, mezcla de orgullosa convivencia y recelo, con Tlaxcala, que el 15 de agosto, fiesta de la Asunción de la Virgen, celebraba también la victoria española, pero desde su posición de primera aliada reconocida por los reyes de España, se dio una curiosa negociación en la que participaron algunas órdenes religiosas: la doble fiesta, la conmemoración del 13 de agosto, y el homenaje a Felipe IV se efectuarían en la ciudad de México el 15 de agosto de 1621, y el festejo tlaxcalteca se aplazó hasta el 4 de octubre.

Parecía que de esa manera cada quien podría hacer su fiesta con gran lucimiento y se cumpliría con el homenaje al nuevo rey. Se entusiasmaron tanto las autoridades de la ciudad de México con la perspectiva del doble festejo, que autorizaron reducir los gastos por la ceremonia luctuosa de Felipe III para aumentar el presupuesto para el doble festejo y ceremonia del centenario de la victoria española y el ascenso de Felipe IV.

Así empezó aquella maquinaria, compleja y plagada de simbolismos, a caminar.

(Continuará)