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Los crímenes brutales de “King Kong”

Cuando la policía mexicana empezó a buscarlo, se encontró con que era lo que los viejos cronistas llamarían un “pájaro de cuenta”, pues su currículum delictivo era muy largo. Los asesinatos cometidos en nuestro país hablaban de alguien con fuerza singular. Cuando lo atraparon, la prensa se dio cuenta de que le habían dado un sobrenombre a la medida.

Historias sangrientas

En México, Frank Corenevski, antiguo soldado y ladrón y defraudador estadunidense, escaló su propio parámetro criminal: se convirtió en asesino.

En México, Frank Corenevski, antiguo soldado y ladrón y defraudador estadunidense, escaló su propio parámetro criminal: se convirtió en asesino.

Irreconocible. Nadie hubiera detectado, en esa masa informe de carne lastimada las finas facciones del modisto Mario Fernández Valle. El rostro de aquel cadáver había desaparecido y era una masa sanguinolenta. El primer examen del perito forense indicó que a aquel hombre le habían deshecho la cara a golpes de fuerza extraordinaria y navajazos. Los reporteros ya estaban asomándose al departamento de Cuernavaca 126, en la colonia Condesa, donde el comandante del Servicio Secreto, Luis M. Rodríguez, hacía las primeras indagaciones. Era noviembre de 1963.

“Fue ese hombre, el gigantón mentiroso, al que mi tío había acogido en su departamento”, declaró Ricardo Calderón sobrino de la víctima.

Calderón explicó que “el gigantón” era un enorme gringo llamado Bob Cuningham, que llegó al negocio del modisto Fernández Valle, recomendado por un diseñador de modas de Chicago, Earl Richardson. Se habían puesto de acuerdo: Bob pagaría 800 pesos al mes para contribuir al pago de la renta del departamento y la compra de alimentos. Según Ricardo Calderón, el gringo llevaba apenas ocho días viviendo en el departamento de Fernández Valle.

“Mire usted cómo agradeció las atenciones que tuvimos con él”, se quejó el sobrino del modisto asesinado. Lo mata, le roba dinero y su reloj de oro, y se escapa”.

Fueron Calderón y Olegario Valdés, amigo muy cercano del muerto, quienes dieron las primeras pistas del caso al describir al “gigantón”. “Es inmenso, mucho más alto que ese señor”, indicó, señalando al agente más alto que estaba en la sala. “Es guapo, pero tiene piernas de elefante, y cojea al caminar”.

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Olegario Valdés le decía a la policía y a los reporteros que Mario Fernández Valle era un hombre bueno, que no se metía con nadie, que vivía cómodamente en su departamento de Cuernavaca 126. Era generoso, aseguró, no tenía enemigos ni rencores. Vivía de diseñar sombreros para dama, y producía numerosos artículos de arreglo personal, como flores de tela. Le iba bien en sus negocios, y vendía en el extranjero.

El departamento estaba hecho un desastre. Todo estaba revuelto. El cadáver de Fernández Valle estaba debajo de su cama, atado de piernas y manos. Los zapatos de la víctima estaban llenos de un polvo blancuzco, y los peritos dedujeron que al modisto lo habían asesinado en otra parte y luego lo habían ocultado bajo la cama. La alfombra de la recámara tenía grandes manchas de sangre.

Era evidente que se requería de mucha fuerza para haber cometido el crimen de esa manera. Eso, sumado a la descripción del asesino, proporcionada por el sobrino de Fernández Valle, dio alas a la imaginación de los cronistas de la nota roja: la policía buscaba, dijeron, a un hombre poderoso, de gran fuerza física, a un “King Kong”.

Así quedó “bautizado” el criminal.

EL ASESINATO DE LA FLORISTA

El dibujante especializado Sergio Jaubert produjo un retrato hablado que se distribuyó en todos cuerpos policiacos de México. Mientras tanto, el Servicio Secreto mexicano había solicitado a sus colegas del FBI toda la información de la que dispusieran acerca del gringo, principal sospechoso del asesinato de Fernández Valle.

Con el respaldo del retrato hablado, el FBI dio a los agentes mexicabos abundante información acerca de “Bob Cuningham”. Su verdadero nombre era Robert Corenevski, y, efectivamente, era un gigante: medía 2 metros 15 centímetros, y tenía una larga carrera delictiva por estafas diversas y robos de vehículos. En los archivos estadunidenses no había datos de asesinatos.

De todas formas, su historia era larga. Era hawaiano, pero muy joven se había marchado a vivir a Estados Unidos. Durante años había empleado varios nombres. Se le había conocido como Frank Robinson, Sherman Taylor, Sherman Casey, Sherman Coleman. El primer dato de ingreso a una prisión databa de 1944, cuando fue a dar, por robo, a la cárcel de Honolulu. Un año más tarde, en 1945, ya estaba en una prisión de Oklahoma, también por robo. Dos años después, las autoridades norteamericanas lo tenían en una cárcel de Sacramento, en California, nuevamente por robo. En 1951 se había fugado de una prisión en el condado de Lewis, en Washington: había robado y falsificado documentos. Un año más tarde, la policía de Los Ángeles lo encerró por girar cheques sin fondos, y en 1952 lo llevaron a proceso por robo de auto.

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Entre sus aventuras criminales, Corenevski se dio tiempo para casarse, enviudar y volverá contraer matrimonio. Su esposa, de origen mexicano, y sus dos hijas, vivían en San Fernando, California. En algún momento, Corenevski había juzgado que enrolarse en el ejército le daba algunas ventajas, y de esa manera había luchado en la guerra de Corea. De aquella experiencia le quedaba una lesión en la columna vertebral, que le causaba dolor crónico. A consecuencia de esa misma lesión, tenía alguna dificultad para caminar.

Con todo el expediente, al Servicio Secreto no le costó trabajo rastrear los movimientos de Corenevski en territorio mexicano: había entrado y salido del país al menos un par de veces, con pasaportes falsos. Tenía amistades y negocios en Sinaloa, en Jalisco y en Morelos. Así se enteraron de que en Cuernavaca tenia una denuncia por fraude.

Habían transcurrido cuatro días desde el asesinato del modisto Pérez Valle, y el Servicio Secreto no tenía mucha más información de la probable ruta seguida por el asesino. Entonces hubo un hallazgo: en la carretera México-Querétaro, en las cercanías de Aculco, se había encontrado el cadáver de una mujer, asesinada a golpes.

El cuerpo, que el asesino había intentado ocultar arrojándole tierra y hojarasca, tenía numerosas lesiones: probables quemaduras de cigarros en los brazos, golpes brutales en la cabeza, la cara y el cuello. Fue identificada como Adelina Pérez Gavilán de Toobs.

Aquella mujer, que en algún momento trabajó para el Servicio Exterior mexicano, poseía una florería de lujo en el muy elegante Hotel Reforma. Las indagaciones de la policía revelaron que, a la mañana siguiente del asesinato del modisto Pérez Valle, Frank Corenevski había sido visto en la florería del Hotel Reforma, y se le vio salir con la dueña del establecimiento. Se marcharon en el auto de ella, un Oldsmobile azul. Al interrogar a los empleados del Hotel Reforma, el Servicio Secreto averiguó que Corenevski y Adelina Pérez Gavilan tenían amistad desde hace tiempo.

Pasaron las horas, la familia velaba a la florista asesinada cuando de Guadalajara llegó una llamada: la policía había encontrado allá el Oldsmobile azul, modelo 1950, de la víctima. Si le quedaba duda a la policía capitalina de que Corenevski era autor de ese asesinato, pronto llegó otro indicio que lo confirmó: en una sucursal tapatía del Banco Nacional de México se había cambiado un cheque de la cuenta de Pérez Gavilán por mil 500 pesos. Corenevski había falsificado la firma de la florista. Fue identificado de inmediato por los empleados bancarios a los que mostraron su retrato hablado.

La policía jalisciense tendió un cerco al criminal: vigilaron terminales de autobuses, el aeropuerto de Guadalajara. La prensa de la capital auguró que, muy pronto, “King Kong” sería aprehendido.

La policía tapatía comunicó a sus colegas del ServicioSecreto que las salidas y terminales aéreas y de autobuses estaban copadas y que de hallarse el “King Kong” en Jalisco sería capturado de un momento a otro.

PERSECUCIÓN, CÁRCEL; FUGA Y PRISIÓN

Durante la persecución, salieron a la luz nuevos datos acerca de la vida de “King Kong”. Hasta tenía una condecoración al mérito, por su desempeño en la guerra de Corea. A principios de los años 60 había estado en Cuba, entrenando al núcleo guerrillero que había emprendido lo que después el mundo conoció como Revolución Cubana.

La investigación en Guadalajara reveló la ruta de fuga de Corenevski: un taxista, Javier Vidrio, había sido contratado para llevar al criminal a Mazatlán. Se veía nervioso, contó Vidrio. Llevaba dos maletas pequeñas por todo equipaje. Corenevski pagó el servicio con un reloj de oro que después sería identificado como el que robó al modisto Fernández Valle.

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Acertaron los agentes del Servicio Secreto cuando calcularon que Corenevski ya estaría enterado de que le seguían los pasos, e intentaría huir por mar, para eludir los cercos de las carreteras. En efecto, “King Kong” le compró una lancha a un pescador, Raymundo Carrillo, y la pagó con el dinero que cobró con el cheque falsificado. Su idea era llegar a Guaymas y de ahí a Nogales, en Sonora, donde esperaba cruzar la frontera sin problemas.

La policía lo detuvo en el poblado de Mármol, a unos 100 kilómetros de Culiacán. Quiso echar a correr, pero la lesión en la columna le impidió moverse con rapidez. Aprehendido de inmediato, fue trasladado a la ciudad de México para interrogarlo. Su primer hogar carcelario fue la Penitenciaría de Lecumberri.

Una intensa búsqueda que llevó a la policía hasta Sinaloa, permitió atrapar a Frank Corenevski, que intentaba llegar a Sonora, y ahí cruzar la frontera hacia Estados Unidos.

Una intensa búsqueda que llevó a la policía hasta Sinaloa, permitió atrapar a Frank Corenevski, que intentaba llegar a Sonora, y ahí cruzar la frontera hacia Estados Unidos.

Fingiendo a ratos desmemoria, pues aseguraba que desde sus días en Corea padecía lagunas mentales, acabó por confesar: al modisto lo golpeó porque pretendió seducirlo, y solamente le dio “dos golpes de karate”, dejándolo atado debajo de la cama. Naturalmente, y con numerosos testigos del estado del cadáver, nadie le creyó aquello de los “dos golpes”.

Confesó el crimen de la modista cuando, al ver que lo enviarían a una celda de castigo, la memoria se le aclaró: a ella, dijo, la mató porque se dio cuenta de que sus ropas estaban ensangrentadas, después de matar al modisto. “Empezó a gritar, hizo mucho escándalo. Le di un golpe y ella me arrojó un perfume a la cara”. Reconoció que golpeó en varias ocasiones a la mujer. Cuando la dejó en la carretera, aseguró, todavía estaba viva. Las autoridades desestimaron esas versiones, que tendían a minimizar las agresiones a sus víctimas, y lo procesaron. Robert Corenevski fue sentenciado a 21 años y medio de prisión, que purgaría en la cárcel de Santa Marta Acatitla.

EPÍLOGO CON ESCAPE ABSURDO

Pasaron casi diez años, durante los cuales “King Kong” se quejó de manera recurrente de fuertes dolores en la columna vertebral. En junio de 1972 se le concedió permiso para que se le atendiera en el Instituto de Neurología en Tlalpan. Se portó cordial, simpático, cooperador. Se supo que enamoró un poco a una de las enfermeras. Un día, le dio dinero a los policías que lo custodiaban, “para que fueran por unas tortas”. Cuando los descuidados guardianes volvieron, Frank Corenevski había desaparecido.

Años después, algún periodista mexicano descubrió que “King Kong” había regresado al lado de su familia en San Fernando, California. Cuando le preguntaron por sus cuentas pendientes en México, respondió que tal vez, algún día, se daría una vuelta por acá… cuando todos los delitos hubieran prescrito.