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Días de emoción y novedad: así llegó la radio a los mexicanos

Si los mexicanos de fines del siglo XIX, y que saltaron al siglo XX, se emocionaron con la llegada del fonógrafo o Máquina Parlante; si se deslumbraron con las primeras exhibiciones de los hermanos Lumiére y se enamoraron del cine para siempre, no podían sino entusiasmarse con la nueva invención que se convertiría en fiel acompañante de la vida cotidiana: la radio, que continuaba los sueños de progreso que, en el salto a la nueva centuria ofrecían un mundo de entretenimiento e información que no se parecía en nada a lo que se había vivido antes.

Si en 1921 casi nadie hizo caso de lo que significaban las primeras transmisiones de radio, y se les vio en general como una curiosidad científica, a la vuelta de año y medio las cosas cambiaron radicalmente: la radio se volvería compañera indispensable de los mexicanos.

Si en 1921 casi nadie hizo caso de lo que significaban las primeras transmisiones de radio, y se les vio en general como una curiosidad científica, a la vuelta de año y medio las cosas cambiaron radicalmente: la radio se volvería compañera indispensable de los mexicanos.

La radio ¡la joven radio! Era cosa de emoción y novedad asomarse al México de 1923, cuando, de verdad, la radio se convirtió en la compañera cotidiana de muchos mexicanos. ¡La radio! Con sorpresas y novedades que ocurrían en el mismo momento en que los usuarios de los novísimos aparatos receptores las escuchaban. El mundo cambiaba, y desde que la radio empezó a adueñarse de hogares, oficinas y comercios, el mundo sería distinto.

Los turbulentos pero alegres años veinte serían el escenario en el que la radio, como diría muchos años después una emisora, ya desaparecida, “llegó para quedarse”. No eran ya las exhibiciones para un puñado de personajes encumbrados, como la que ocurrió en 1900, cuando se emplearon aparatos de radio telefonía y radiotelegrafía para enlazar, nada menos, que al Palacio Nacional con el castillo de Chapultepec, para dirigirle un mensaje al general Porfirio Díaz: felicitarlo por su sexta reelección. Si alguna fortuna tuvo don Porfirio, fue asomarse, antes que el resto del país, a las maravillas que traían consigo las más recientes invenciones del genio humano. No en balde, le aseguraría, en una carta sonora, a Thomas Alva Edison, que sería ese talento, sumado a la electricidad, lo que construiría la ruta segura hacia la felicidad.

Don Porfirio no vivió para darse cuenta de que la felicidad -o al menos buena parte de ella- no proviene del genio humano ni de la electricidad. Pero los sueños de progreso que impregnaron el paso del siglo XIX al XX, escalarían. La radio de encargaría, en buena parte, de elevarlos a alturas insospechadas hasta esos momentos.

LAS PRIMERAS ESTACIONES

Aunque pocos se ponen a pensar en eso, “hacer radio” era también un asunto de fierros. De estructura. Los primeros responsables de montar la estructura de las estaciones de radio fueron telegrafistas, formados, o bien en el Colegio Militar, o en la Escuela Anexa a la Secretaría de Comunicaciones. Eran cosa muy extraña en los primeros años del siglo pasado. Con más sentido experimental que otra cosa, dos estaciones, una en Cabo Haro, en Sonora, y otra en Santa Rosalía, Baja California, pueden considerarse como las primeras emisoras de radio que operaron en México en 1903. Era tecnología traída de Alemania, y en realidad se trataba de radiotelegrafía. En esa misma década, antes de que el porfiriato se terminara con la revolución maderista, llegaron a operar seis estaciones de este tipo, en las que se trabajaba de las 8 de la mañana a la una de la tarde, y los particulares podían enviar mensajes, a razón de un peso por las primeras diez palabras, y diez centavos por cada palabra adicional. Se localizaban en sitios lejanos, la mayor parte de ellas en el norte del país, en un intento por recuperar la información que venía del centro.

De eso a la constitución de una estación con programación, con oferta de entretenimiento o educación o información que empezara a crear lo que hoy llamamos audiencias, faltaba mucho. La llegada de la revolución maderista frenó aquellas experiencias porque los telegrafistas se volvieron piezas valiosas en las tropas y movimientos que fueron configurándose a partir de 1910. Tener un radiotelegrafista era tener la posibilidad de comunicarse con fines de estrategia militar. En aquellos años turbulentos, sería posible enlazar a los generales que integraban una fuerza específica mediante el radio y eso era un factor de fuerza que poco a poco se fue aprendiendo. Llegó a existir, a las órdenes del célebre general Francisco L. Urquizo un Batallón de Señaleros y Telefonistas. De ahí saldrían quienes, a los pocos años, se volverían operadores o impulsores de la radio en su vertiente comercial.

EL DEBUT DE LA BELLA, LA TENTADORA RADIO

La radio como factor de entretenimiento y ventana al mundo llegaría hasta los años veinte. Es muy sabido que la primera transmisión propiamente de contenido general, acompañada de música y poesía, se dio en 1921, exactamente hace 101 años, en el contexto de las conmemoraciones del Centenario de la Consumación de la Independencia. Se trataba del experimento audaz del doctor Gómez, que fungió como locutor primigenio, y se sabe que su hija cantó una pieza llamada “Tango Negro”, y luego algunas canciones del teatro del género chico.

El primer público de la radio, no era, contra lo que podríamos imaginarnos, docenas de damas emocionadas por la novedad. No, para nada. Se trataba de un asunto de ciencia, de conocimiento. En realidad no fue el gran público el que se prendó de inmediato de la radio, y eso que, en esa primera transmisión, el que se volvería un galán cinematográfico, a la vuelta de unos pocos años, un muchacho llamado José Mojica, cantó “Vorrei” de Paolo Tosti, otras dos cantantes, Estela Banak y Ofelia Euroza, y las reseñas de ese día aseguran que un muy competente violoncelista, M. Rayas, hizo gala de su destreza musical.

El puñado de radioescuchas que conocieron el proyecto se volvieron fieles seguidores de lo que se conoció como “La Estación del Doctor Gómez”, que transmitió durante unos cuatro meses, sábados y domingos, de octubre de 1921 a enero de 1922. Como era una cosa con bastantes elementos técnicos -los fierros famosos- fue muy poca gente la que se entusiasmó y siguió el experimento del doctor Gómez, tan poca, que apenas y se le mencionó en la prensa de aquellos días.

A la par que el doctor Gómez armaba su espectáculo radiofónico, el Estado mexicano quiso recuperar aquellas inquietudes porfirianas, de las que casi nadie se acordaba, entre otras cosas, porque los agitados años de la revolución habían modificado el rumbo de aquella tecnología. Las transmisiones gubernamentales de 1921 se hicieron montando transmisores en Chapultepec, en el palacio legislativo -o más bien en su esqueleto, es decir, el actual monumento a la Revolución- y en el aeródromo de Balbuena.

Como en realidad aquellas transmisiones formaban parte de algo que se llamó Gran Exposición Comercial, digamos que nadie se alcanzó a dar cuenta de lo que estaba ahí. Era, definitivamente, el futuro, pero tendrían que pasar todavía unos meses, para que el país se contagiara de fiebre radiofónica y nunca más se separara de aquellos aparatos receptores que, poco a poco, se ganaron un lugar en todos los hogares mexicanos.

(Continuará)