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Escape hacia el exilio: una aventura crucial de Martín Luis Guzmán

En noviembre de 1923, Adolfo de la Huerta había aceptado la candidatura presidencial del Partido Cooperatista. La persecución política se desató. Sabía De la Huerta que el general Guadalupe Sánchez, jefe de operaciones militares en Veracruz, estaba dispuesto a iniciar una rebelión armada en su favor, y salió de la ciudad de México en busca de su destino. Así, detonó la fuga del diputado y periodista que había sido su decidido partidario

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El 5 de diciembre de 1923, el periódico El Mundo avisaba del inicio de la rebelión delahuertista y de la separación del diario del Director Gerente, Martín Luis Guzmán, que iba camino del exilio para que no lo mataran.

El 5 de diciembre de 1923, el periódico El Mundo avisaba del inicio de la rebelión delahuertista y de la separación del diario del Director Gerente, Martín Luis Guzmán

Especial

La noche del 3 de diciembre de 1923, Adolfo de la Huerta, convertido en candidato opositor a los designios del obregonismo, inició su viaje a Veracruz, para ponerse a la cabeza de una rebelión armada. Al mismo tiempo, Martín Luis Guzmán escuchaba de su antiguo amigo y jefe, Alberto J. Pani, sucesor de De la Huerta en la Secretaría de Hacienda, la advertencia: o se ponía del lado del candidato oficial, Plutarco Elías Calles, o lo matarían en cualquier momento.

Pragmático, Guzmán planteó una alternativa: no había necesidad de asesinarlo. ¿Qué tal si dejaba el país por algún tiempo?

Pani escuchó con generosidad la respuesta, que no dejaba de tener su punto de audacia. Le pareció una muy buena idea. Seguro, Martín, que el Presidente Obregón estará de acuerdo.

A Guzmán le pareció que el asunto marchaba. Por eso, aprovechando su cercanía con Pani fue un poco más allá.

-Bueno… pero, soy un hombre pobre… ¿qué hago en el extranjero, con mi esposa y mis tres hijos? Yo tengo un periódico, dejarlo significaría la ruina completa...

Pani recogió bien la bola: “No se preocupe, Martín Luis. Vamos a arreglarlo. Creo que todo se puede resolver. Espere la visita de alguien de Relaciones Exteriores”.

Guzmán dejó Palacio Nacional. Se fue a sus oficinas de El Mundo, en la calle de Rosales. Miró aquel lugar que tanto trabajo le había costado. El periódico ensayaba mil y un recursos para abrirse paso y competir, como joven vespertino, con los grandes diarios matutinos. El Mundo tenía su propia estación de radio, que competía con la del El Universal. En 1923 eran poquísimas las emisoras, y la radio era la sensación tecnológica del país. Era mucho esfuerzo para perderlo sin recibir nada a cambio.

Llegó a El Mundo el jefe del Departamento Diplomático, Manuel J. Sierra. Traía instrucciones muy precisas: necesitaba fotografías de toda la familia Guzmán West para tramitarles pasaportes. En gesto de buena voluntad, se les extenderían pasaportes diplomáticos. Guzmán fue a su casa de la calle de Amberes por las fotografías. Sierra se las llevó. Estaría de vuelta en unas pocas horas, apuntó.

Guzmán se quedó en las oficinas del periódico. Decidió que, en vista del mensaje-amenaza transmitido por Pani, era muy riesgoso hacerse presente en la Cámara de Diputados. A las 7 de la noche, Manuel J. Sierra volvió con los pasaportes, generados por la Secretaría de Relaciones Exteriores. Incluso, iban ya con los sellos de la embajada de Estados Unidos en México, para que la familia no perdiera tiempo en su paso a territorio norteamericano.

-Está bueno, Manuel, pero aún quedan pendientes algunas cosas que le dije al ingeniero Pani.

-También eso está arreglado. Esta resuelto que una persona va a tomarle El Mundo en arrendamiento, y le dará 36 mil pesos oro por adelantado, a razón de 3 mil pesos por mes. Con esa suma, usted podrá moverse en el extranjero con toda tranquilidad. Preséntese mañana en el Banco de México. Ahí lo esperará una persona con la que firmará el contrato y le entregará el dinero.

Aquella respuesta parecía fijar el plazo del exilio de conveniencia: un año estarían los Guzmán West fuera de México. Guzmán fue a su casa y anunció a su mujer: prepara los baúles. Nos vamos a Estados Unidos.

El viaje se concretó hasta la mañana siguiente, porque, en efecto había mucho qué hacer. Ya no había modo de cambiar de opinión.

Por teléfono, Martín Luis Guzmán avisó a Pani que saldría de la capital hasta la mañana siguiente, es decir el 5 de diciembre. La respuesta, aunque cordial, tenía un fondo de advertencia: “Está bien: una prisa así, muy grande, no la hay, y quien debe tenerla es usted, porque de pronto puede surgir una situación que lo coja a usted desprevenido, y entonces todo lo que hemos dicho puede no tener ningún valor”. Es decir, Pani había logrado negociarle el escape, pero el frágil equilibrio del acuerdo podía reventarse de un momento a otro.

Guzmán todavía intentó hablar con De la Huerta, reiterarle que no era conveniente lanzarse a una rebelión armada. No lo logró. Tardarían mucho tiempo en volverse a encontrar.

Todo parecía marchar bien. Incluso, demasiado bien.

LA FUGA Y LA RONDA DE LA MUERTE

El 5 de diciembre de 1923, dos asuntos eran la información principal de El Mundo: la cabeza de ocho columnas decía: “De la Huerta llegó a Veracruz”. Era el inicio de la rebelión. En la capital corría el rumor de que el general Arnulfo Gómez, inspector general de la policía, había firmado una orden de aprehensión contra los líderes del Partido Cooperatista.

El otro tema era el anuncio del Director-Gerente -y propietario- de El Mundo: Guzmán hacía pública su separación del diario, que pasaba a ser responsabilidad de un hombre llamado Francisco Carpio, que, a un siglo de distancia, bien se le puede considerar un prestanombres del gobierno obregonista. Carpio asumía el compromiso de mantener en sus puestos y con los mismos salarios, a todos los empleados de El Mundo, desde el portero hasta los reporteros. El único que renunciaba, por lealtad, era el subdirector del vespertino, Luis G, Malváez.

Empezó el viaje por tren de la familia Guzmán West.

A medida que avanzaban en su ruta hacia el norte, Guzmán miraba los periódicos, en donde se empezaba a reflejar el movimiento delahuertista. Todo saldría bien, se decía a sí mismo.

Al llegar a Laredo, muy temprano, un coronel se apersonó en el tren, preguntando por el diputado Martín Luis Guzmán. Traía instrucciones del jefe de la guarnición militar, un general de apellido Hurtado, de conducir al diputado ante él.

Guzmán se resistió: “el tren llegará a la frontera en menos de una hora. No puedo ir”. A los pocos minutos, un batallón cercó el vagón en el que viajaba la familia. El coronel regresó: “si no viene voluntariamente, tengo órdenes de llevarlo”.

Guzmán se doblegó. Se deshizo de la pistola que llevaba, un arma con cachas de nácar. Se la regaló al encargado del pullman, un muchacho negro. “Sigue adelante”, le dijo a su esposa, sin contarle de la amenaza. “me iré en coche por el puente, y allá nos reunimos, para tomar el tren a San Antonio”.

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En la Guarnición de Laredo, hicieron que Guzmán se sentara a esperar al general Hurtado. Quiso el destino que pasara un subteniente que lo abordó diciendo:

-Las coincidencias de la vida son maravillosas.

Aquel hombre le debía la vida a Guzmán. En los años más duros de la revolución, estuvo a punto de ser fusilado por Lucio Banco, y Martín Luis había intercedido por él. El destino le daba la oportunidad de pagar esa deuda, porque le reveló a Guzmán que Hurtado estaba en el telégrafo: había llegado un mensaje firmado por el secretario de Guerra, Francisco Serrano, para que se le fusilara, y no atreviéndose, intentaba comunicarse con el mismísimo Obregón para que le confirmaran la instrucción.

Martín Luis Guzmán obró con rapidez: escribió otro telegrama, dirigido a Alberto J, Pani, denunciando el plan para asesinarlo. “Espero que no me haya mandado aquí, de acuerdo con Obregón, a que me maten”. Le dio un centenario al subteniente para enviarlo. Pero el asunto se retrasaba. A la guarnición llegó, en un auto, Ana West, la esposa de Guzmán: el maquinista se lamentaba porque no arrancó el tren antes de que se llevaran a su esposo. Por eso, asustada pero valiente, se había ido en auto a buscar a su Martín Luis

Guzmán le dijo: “vete al telégrafo, haz mucho, mucho ruido, golpea el mostrador, saca todo el dinero que te quepa en las manos -¡centenarios!- y grita que quieres una línea para enviar un mensaje que me salve la vida. Hurtado querrá ver el telegrama, de eso se trata”.

La maña funcionó: Hurtado regresó a la Guarnición a confesarle a Guzmán la orden de matarlo. Pero no lo haría, añadió. A cambio de una cosa: “Dígame usted, ¿me levanto en armas o sigo fiel al gobierno?”

Aunque Guzmán no le dio un consejo preciso, por cautela, el general Hurtado cumplió su palabra y lo dejó ir. Abordó el auto en que había llegado Ana West y le dijo al chofer: “Yo a usted no lo conozco, pero si nos siguen, o alguien nos dispara, usted sigue adelante, pase lo que pase. Y si tiene miedo, bájese”.

La pareja alcanzó el tren y con sus tres hijos cruzó la frontera para internarse en los Estados Unidos. En el ferrocarril que los llevaba de San Antonio a Nueva York, se encontró Guzmán a Manuel Calero, con quien sostuvo un diálogo peculiar:

-¿Cómo? ¿Pues no lo habían fusilado a usted?

Seguramente Martín Luis Guzmán sonrió al responder:

-No. Todavía no.

Empezaba el exilio más largo en la vida de Guzmán. Tardaría trece años en regresar. Perdió todo en la venganza del obregonismo; todo, menos la casa de la calle de Amberes, porque ahí seguía su madre. Eran tiempos en que, aún en las persecuciones políticas más despiadadas, había un mínimo sentido del honor.