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Los funerales de los héroes del Molino del Rey

El recuento de la invasión estadunidense a territorio mexicano adquirió tintes trágicos a medida que las tropas extranjeras se acercaban a la ciudad de México. Todo mundo sabe, en la actualidad, que las tropas defensoras opusieron resistencia, con todo lo que tenían. Y, con el orgullo hecho pedazos, había que darse tiempo para dar sepultura digna a los héroes de la Patria.

Por muchos años, en las lomas del Molino del Rey, en lo que hoy son terrenos de Chapultepec y del Conjunto Cultural Los Pinos,

Por muchos años, en las lomas del Molino del Rey, en lo que hoy son terrenos de Chapultepec y del Conjunto Cultural Los Pinos,

Especial

Una enorme bandera negra encabezaba el cortejo fúnebre en el aciago septiembre de 1847. Un batallón, con uniforme de luto marchaba detrás. El viento agitaba la bandera, que parecía envolver a la guardia doliente. Detrás, marchaba un cortejo con el corazón oprimido y con la angustia de saber que los invasores estaban cerca. Sacando fuerzas de flaqueza, los mexicanos daban sepultura a los muertos de la batalla de Molino del Rey.

México todavía no tenía el himno nacional que hoy conocemos, pero a nadie le quedaba duda de que las exequias de aquellos combatientes, muertos en defensa de su patria, debían ser de máxima solemnidad. A aquellos caídos se les enterraría en el cementerio más notable de la ciudad de México en esos días: el panteón de Santa Paula, que estuvo en lo que hoy es la ampliación norte del Paseo de la Reforma.

En Santa Paula se montó un enorme tablado donde se declamaron sentidas poesías y se ensalzó a los caídos. Acaso fue, con todo y su solemnidad, un funeral inquieto, tenso apresurado. La batalla del Molino del Rey ocurrió un 8 de septiembre y en las horas que siguieron los combatientes recogieron a sus muertos. Pero eso no frenó la guerra, que todavía le costaría a los mexicanos mucha sangre.

En aquellos nichos honrosos de Santa Paula quedaron los héroes de Molino del Rey. Sus carnes empezaban a volverse polvo mientras la derrota militar cerraba aquel amargo capítulo.

Ni el desastre de la invasión bastó para que Santa Anna fuera alejado para siempre de la presidencia. Una vez más, como jefe del Estado mexicano, hacia 1853, quiso el general cojo hacer nuevos y grandes reconocimientos a los sobrevivientes y a los caídos de la resistencia nacional. Determinó que las acciones de Churubusco y Molino del Rey fueran declaradas acciones relevantes, para que en las hojas de servicios de todos los participantes quedara la mención honorífica. También declaró permanentes los grados que a fuerza de valentía, los civiles convertidos en militares, como Balderas, se habían ganado en el campo de batalla.

En esa coyuntura, se habló de la posibilidad de hacer unos monumentos a la memoria de los caídos en aquellas acciones. Por esos días, el político liberal moderado, José María Lafragua, andaba ocupado en la hechura del monumento funerario de su prometida, Lola Escalante, a la que había sepultado en el Panteón de San Fernando. Aquella pieza, de mármol italiano purísimo, no era única. El fabricante tenía otros dos de características muy similares. Lafragua pensó que eran de lo más adecuado para Molino del Rey y Churubusco, de modo que se lo contó a José María Tornel, cercano colaborador de Santa Anna.

Al presidente cojo le gustó la idea, y los pidió para que se entregaran en el puerto de Veracruz. Tornel murió repentinamente y ya no alcanzó a supervisar la operación. Empezó una nueva crisis que forzaría a Santa Anna a abandonar la presidencia, y, entre los prolegómenos del levantamiento de origen liberal y el resquebrajamiento del poder del general presidente, resultó que los monumentos, si bien se habían encargado, no se habían pagado. A nadie le preocupó mucho. Los caros monumentos de mármol italiano eran el menor de los problemas que México tenía en 1855.

Un sepulcro de honor

Pasó el tiempo. Los gringos se fueron, y con ellos una parte considerable de los territorios del norte mexicano. Nacieron cicatrices donde hubo heridas. La revolución de Ayutla puso fin a años de santaannismo y se empezó a discutir un nuevo proyecto de nación. Ignacio Comonfort, que tenía a orgullo haber participado en la defensa mexicana en los días oscuros de 1847, llegó a la presidencia de la República.

Muchas cosas intentó desarrollar el nuevo presidente, mientras se establecía el congreso constituyente que debía crear una nueva carta magna para el país. Mientras empezaba aquella aventura política, Comonfort pensó que acaso no se había honrado lo suficiente a quienes habían caído en las batallas de Churubusco y Molino del Rey, de manera que dispuso la construcción de dos monumentos en aquellos campos donde se había derramado sangre mexicana.

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Decidió Comonfort, además, que en aquellos monumentos se inhumaran los restos de quienes habían caído en combate y eran reconocidos como los héroes de aquellas jornadas: Luis Martínez de Castro y Francisco Peñúñuri serían llevados al monumento en Churubusco, y Lucas Balderas y Antonio de León descansarían en el monumento de Molino del Rey.

Las órdenes de Comonfort se cumplieron, pero en el camino se concluyó que si bien se trataba de personajes reconocidos por su heroísmo, había más que igualmente merecían el reconocimiento. Las cosas se pusieron en orden, se rescataron los monumentos que originalmente había elegido Lafragua, cosa que puso muy contento al buen hombre.

La instalación de los monumentos, a cargo de los hermanos Tangassi, se hizo con la parafernalia usual de mediados del siglo XIX: hubo ceremonia de primera piedra, colocada en agosto de 1856 por el presidente del Ayuntamiento, José María Cervantes Ozta, y se depositó lo que hoy llamamos una “caja del tiempo”, donde se depositaron ejemplares del decreto de instalación de los monumentos, un ejemplar del Plan de Ayutla, un retrato de Lucas Balderas, otro del presidente Comonfort, periódicos, monedas plata y de oro. La obra estaba a cargo del arquitecto Vicente E. Manero, que acababa de darle una buena mano de gato al Salón de Embajadores de Palacio Nacional.

El protocolo, aunque engorroso, fue eficaz: las muchas comisiones que se inventaron, lograron hacer sus encargos. Hubo comisiones para exhumar los cadáveres de los héroes, para mandar a hacer las nuevas urnas en que se depositarían sus restos, para conseguir los caballos que tirarían de los carros que llevarían las urnas, para invitar a los deudos de los héroes muertos, ¡para llevar y traer! al presidente Comonfort, quien, por su lado, se quedó con la idea de que finalmente había hecho el homenaje adecuado a aquellos valientes.

A la hora de la hora, no fueron cuatro los cadáveres exhumados; se resolvió que había otros que también merecían ser depositados en el monumento. Solamente para Molino del Rey se exhumaron quince personas, entre ellas el ahora muy célebre capitán Margarito Suazo, y se planeó que el interior del monumento tuviera dos grandes anaqueles para colocar las urnas respectivas.

Así se hizo: el monumento se inauguró el 8 de septiembre de 1856, como se había colocado en las lomas del Molino de Rey, destinadas a ser campo muchos años más, poco a poco se fue olvidando que ahí estaban los restos de los héroes de aquella batalla memorable.

La ciudad de México creció: se expandió en todas direcciones, y el famoso monumento en memoria de los héroes de Molino del Rey acabó nada menos que en el Periférico, en una zona jardinada entre las calles de Alencastre y Molino del Rey. Cuando en los años 80 del siglo pasado se hicieron arreglos en la zona, como parte de la construcción de la línea 7 del Sistema de Transporte Colectivo Metro, una maniobra descuidada y desconsiderada reventó el basamento del monumento. Aquello no tendría nada de particular, en una ciudad que no ve nada raro en derrumbar para construir. Pero cuando en el boquete de la base alcanzaron a verse urnas con restos humanos, los valientes destructores de monumentos sí que se asustaron. Entonces, y solo entonces, la Dirección de Sitios Patrimoniales y Monumentos del Departamento del Distrito Federal dio aviso al Instituto Nacional de Antropología e Historia, que rescató los restos y salvó el monumento, que, restaurado, volvió a su sitio en Periférico, días antes del terremoto de 1985. Las urnas de los héroes de Molino del Rey, custodiadas por cadetes del Heroico Colegio Militar volvieron al sepulcro de honor que les había dado Ignacio Comonfort.

Así siguieron las cosas hasta el siglo XXI, cuando el monumento fue trasladado nuevamente, por decisión de la Secretaría de la Defensa, a las instalaciones del Estado Mayor presidencial. que, a pocos metros del emplazamiento original, operaban. Hoy ya no está a la vista de los mexicanos de a pie. Se supone que, de todas formas, sigue siendo el sitio honroso dedicado a reales héroes de la patria.