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De la Huerta en Estados Unidos: de la política frustrada a las clases de canto

Transcurrió buena parte de 1924, y el otrora presidente interino de México, exiliado en la Unión Americana, soñaba con que la rebelión que finalmente encabezó, todavía tenía esperanzas: por eso mandó a Salvador Alvarado a morirse en Palenque, cuando ya no tenía ningún caso comisionar a un general de alto nivel para tratar de inyectarle oxígeno a la rebelión militar. Con algunos muertos en la conciencia, don Adolfo se resignó a vivir de su gran talento musical

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De la Huerta toma clases de canto

De la Huerta toma clases de canto

Especial

Cuando la rebelión delahuertista estalló, en diciembre de 1923, Adolfo de la Huerta ya no tuvo oportunidad de asistir al estreno, en el Teatro Lírico, de “La Presidencia se divorcia”, una peculiar revista político-musical, nacida de la inspiración de un libretista muy popular en aquellos años, Guz Águila. Aquella pieza, decididamente antigobiernista, contaba la historia de un juicio de divorcio entre la Presidencia de la República y Álvaro Obregón. Otros personajes, copiados de la vida real, eran políticos y opositores del Partido Cooperatista. Aunque la obra apenas duró una semana en cartelera, no cabe duda de que se sumó al montón de motivos que el presidente Obregón tenía para perseguir de manera sangrienta a quienes se atrevieron a apoyar una candidatura a la presidencia que no tuviera la bendición del presidente manco.

Aunque no estaba destinada a prosperar, la rebelión delahuertista inspiró a los habitantes de la ciudad de México el suficiente recelo como para no ir al teatro en aquel invierno de 1923-1924, y eso que las cosas se empezaban a modificar notoriamente en aquel mundo de diversión que eran las revistas musicales. El otoño de 1923 fue el escenario en el que se estrenó “El raudal de la alegría”, una simpática pieza, dicen las crónicas que con mucho dinero en la producción y cuya novedad era que las tiples salían a hacer sus actos ataviadas con sus vistosos trajes y… ¡sin medias! El recuerdo de aquello le bastaba a los cautos para no pararse en el teatro mientras anduvieran sueltos por el país los sublevados.

Pero el tiempo pasó, el gobierno obregonista logró ahorcar la revolución de De la Huerta, y mientras los derrotados se fugaban del país, se estrenaba la revista “La herencia del Tío Alvarito”, en la que un actor encarnando a Obregón convocaba a políticos de varios colores a escuchar todo lo bueno y todo lo malo que le heredaría a su hijo preferido, Plutarquito. En suma, que la vida seguía, y el delahuertismo era algo que en tierra mexicana se hacía cada vez más pequeño, y por lo tanto, cada vez más olvidable.

Pero en territorio estadunidense, Adolfo de la Huerta todavía respiraba por la herida. Creía que, del mismo modo que había renegociado, unos años antes, la deuda externa mexicana, si dirigía con acierto al grupo de seguidores que todavía compartieron su suerte, los gringos se convencerían de que él era mucho mejor opción que Plutarco Elías Calles.

Pero no había entrado del mejor modo a Estados Unidos. Y la policía vigilaba a su gente. Tal vez no quería darse cuenta, Pero Adolfo de la Huerta estaba ya en el conjunto de los desterrados, de los exiliados.

Pleitos y fracasos de los delahuertistas

De la Huerta entró a Estados Unidos con un pasaporte perteneciente a un hombre llamado Frutos Pérez Heredia. Tuvo que pasar por el sofocón de intentar imitar -testigos dicen que con muy poca habilidad- la letra del titular del pasaporte, y logró disimular el fraude alegando que tenía un ataque de mareo que le impedía escribir con corrección. La policía migratoria no se tragó el embuste y dieron noticia de la maniobra del jefe revolucionario en el destierro.

A pesar de todo, De la Huerta todavía tenía amigos en el gobierno estadunidense. Un senador, enterado de la alerta de la estación migratoria de Key West, lugar de entrada de don Adolfo, se comunicó con él: “En Washington ya saben que entró con un pasaporte que no es el suyo. Corre peligro inminente por esa falta a la ley americana, que es un asunto delicado aquí. Lo deportarían de inmediato”. También le dijo a De la Huerta que no se le fuera a ocurrir pararse en Washington, pretendiendo llegar al Departamento de Estado o a la Casa Blanca, porque lo entregarían a sus enemigos.

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De la Huerta abrigaba la esperanza de que entre él y sus compañeros lograrían rearmar la rebelión desde Estados Unidos. No contaba con que sus colaboradores empezarían a pelearse entre ellos, y nada se concretaría. De hecho, él mismo se distanció de algunos como Jorge Prieto Laurens, y de su mayor respaldo militar, Enrique Estrada.

La ruptura con Estrada tuvo un origen peculiar: cuando iniciaba la rebelión delahuertista, el general estaba comprometido para casarse con una muchacha llamada Antonia Cuesta. Cuando sobrevino la derrota, Enrique Estrada también se fue a Estados Unidos, a Los Ángeles. Pues hasta allá viajó Antonia para exigirle que cumpliera su palabra de matrimonio, justo en el momento en que Adolfo de la Huerta le pedía a Estrada volver a México a reavivar la sublevación. Estrada eligió casarse. Luego, se mostró dispuesto a irse a México, pero para entonces De la Huerta ya había cambiado de opinión. Además, Estrada exigía que los líderes rebeldes se fueran también a México. ¡Bonito papel era ese de quedarse del otro lado mientras la gente que todavía les creía se partía el alma en México! Los hombres se disgustaron, y Estrada resolvió regresarse por su lado: sí consiguió dinero, y armas, y convenció a 148 mexicanos de volver a levantarse contra Obregón. Pero la policía de San Diego, alertada por los agentes federales que vigilaban mañana y noche a los delahuertistas los siguió, y los detuvo antes de que cruzaran la frontera. Hasta un camión blindado habían conseguido.

A Estrada y sus seguidores los procesaron, y al general lo mandaron a la prisión de la isla McNeill. La anécdota cuenta que fue Dolores del Río, en esos días estrella de Hollywood, quien pagó la fianza de Estrada, porque simpatizaba con el movimiento. Escarmentado, Estrada se regresó a Los Ángeles y se puso a estudiar ingeniería.

Así, progresivamente, y bajo la mirada atenta de las autoridades federales de Estados Unidos, los delahuertistas fueron desinflándose. De la Huerta se negaba a olvidarse de la política, y aunque era “un buenazo” -expresión de Vasconcelos- algún rencor alentaba en su alma: en los años que siguieron, don Adolfo coqueteó con un movimiento rebelde de indios yaquis, que lo apreciaban, y llegó a relacionarse con Arnulfo Gómez, uno de los dos generales que, en 1927 le disputarían la presidencia a Álvaro Obregón, que ambicionaba reelegirse. De la Huerta operó, algún tiempo, como representante del gomismo en Estados Unidos. Pero como se sabe, Arnulfo Gómez, igual que Francisco Serrano, murieron de forma violenta en el otoño de 1927, pagando el precio de haberse atrevido a desafiar a Plutarco Elías Calles y al empecinado Obregón.

El delahuertismo tuvo también algún contacto con los movimientos católicos que se enfrentaron a Calles. Pero jamás lograron crecer para, verdaderamente fortalecidos, volver al país.

Cantar para vivir

Sólo entonces, al mirar de lejos la violencia política desatada en México, Adolfo de la Huerta admitió los hechos consumados, y, recobrando sus habilidades como tenor, se convirtió en un reconocido maestro de canto, que, en aquellos años de la transición del cine silente al sonoro, tuvo mucho trabajo, suficiente para sostener a su familia, que en los primeros tiempos de exilio, había cosido ajeno y vendido periódicos para que nadie se quedara sin comer.

Pasaron los años. El “eximio tenor”, como lo había llamado el gran Enrico Caruso, se concentró en la aplicación de su método de canto, una reformulación de un manual inventado en el siglo XVIII por el italiano Nicola Porpora, capaz de “fortalecer” las voces débiles e “inventar” la voz a los que desearan vivir del canto. Estrellas cinematográficas del Hollywood de hace un siglo fueron alumnos del maestro De la Huerta; algunos alumnos eran famosos, como Enrico Caruso Jr. Al ídolo de la trova yucateca reconfigurada, Guty Cárdenas, lo mataron en una cantina mexicana antes de que terminara su formación con De la Huerta.

Don Adolfo regresaría a México años después, bajo la gestión de Lázaro Cárdenas. Una ley de 1937 le dio la oportunidad. Aquella ley indultaba a delahuertistas, escobaristas, gomistas y serranistas, todos ellos personajes que habían contribuido ensangrentar al México que presumía de “posrevolucionario”.