Nacional

Después de Huitzilac: el largo rencor

Uno de los crímenes políticos más conocidos de la historia de México es el ocurrido en octubre de 1927, cuando el general Francisco R. Serrano y un puñado de seguidores suyos fueron asesinados en las cercanías de Huitzilac, en la vieja carretera a Cuernavaca. La orden del presidente Plutarco Elías Calles era terminante: Álvaro Obregón regresaría a la presidencia de la República aunque en el camino quedaran tendidos todos los que se opusieran. La persecución fue larga y brutal.

Historias sangrientas

El sepelio de Francisco R. Serrano y sus 13 acompañantes fueron multitudinarios, pero dominados por el miedo.

El sepelio de Francisco R. Serrano y sus 13 acompañantes fueron multitudinarios, pero dominados por el miedo.

Una anécdota macabra pinta a Ávaro Obregón, expresidente de México, y aspirante a sentarse nuevamente en La Silla, hablando con el cadáver maltrecho del general Francisco R. Serrano, antiguo colaborador y amigo suyo: “¡Pero cómo te dejaron, Pancho!”, mientras movía el cuerpo con el pie. El general Claudio Fox, responsable de la operación donde Serrano perdió la vida, sube al Castillo de Chapultepec, y le reporta al presidente Calles que las órdenes están cumplidas: los serranistas que se preparaban para echar a andar una rebelión, han sido pasados por las armas. No hay rebelión, pero se empieza a escribir una de las peores páginas en la historia de los crímenes políticos en México,

Hay quien afirma que Calles se altera cuando se entera de que Serrano, antiguo secretario de Guerra, también está muerto. Obregón se encoge de hombros: para que lo sepas, Plutarco, yo di la orden. Pero los hechos son los que reporta Fox: aparte de Serrano, son trece las personas muertas en la carretera, muy cerca de Huitzilac. Han traído los cuerpos a la ciudad de México; finalmente, eran revolucionarios, que les den sepultura como cristianos.

Lo que no detalla Claudio Fox en su informe, es el estado en que se encuentran los catorce muertos: la suya fue una ruta de violencia constante, desde que, custodiados por un batallón, iniciaron el viaje hacia la ciudad de México, después de ser detenidos en Cuernavaca. En el camino, uno de los autos se había averiado. Fox y sus lugartenientes aprovechan para comprar alambres con los que atan las manos de sus prisioneros. Serrano se indigna: se le dijo que iban a México para que él arreglara las cosas con el presidente Calles, y también con Obregón. Si son paisanos, caray; si Francisco R. Serrano es un poco como el hijo político del Manco y del Turco, cómo no se van a arreglar entre ellos, hablando, como debe ser.

La respuesta es brutal: el ex secretario de Guerra es golpeado y su furia aumenta, porque no se puede defender. La caravana de autos avanza, y a la altura del kilómetro 48, se detienen. El coronel Hilario Marroquín y el capitán Pedro Mercado se pelean por quedarse a cargo del auto donde levan a Serrano, mientras Fox se adelanta. Finalmente, a empellones, bajan al general. Lo golpean con el cañón de una ametralladora, lo abofetean. Serrano empieza a sangrar por la boca. Como hay prisa, ya no le dan más vueltas al encargo: una ráfaga de metralla perfora al general Serrano. Ya caído, el coronel Marroquín se dedica a patear el cuerpo. El rostro se convierte en una masa sangrante.

Lee también

Sangre en la Alhóndiga, y el asesinato del intendente Riaño

Bertha Hernández
Cinco horas duró la batalla en la Alhóndiga de Granaditas, y aunque ambas parte sufrieron muchas bajas, quienes se habían pertrechado en el edificio solo encontraron muerte y sangre. 

Cinco horas duró la batalla en la Alhóndiga de Granaditas, y aunque ambas parte sufrieron muchas bajas, quienes se habían pertrechado en el edificio solo encontraron muerte y sangre.

Después de eso, empieza la masacre. A los otros prisioneros, se les dispara a quemarropa. Una de las víctimas, con rango de general, alcanza a exhortar a gritos a la tropa que se les viene encima; rebélense, esto es un asesinado. Pero también cae muerto. Cuentan los cadáveres, son trece. ¿Trece? ¡Eran catorce! Inocente, torpemente, uno que había logrado escapar, trepando por una peña, les grita: “¡Aquí estoy!”, creyéndose a salvo. Pero lo bajan de tres tiros.

Después del crimen, viene la vejación: a los muertos les quitan sus pertenencias, los desvalijan, no le hace que los billetes estén ensangrentados. Dinero es dinero, ¿no? Incluso les arrancan algunas prendas de vestir. Esas cosas, hasta cierto punto secundarias, No se las cuenta Claudio Fox a Plutarco Elías Calles. Para qué, son pequeñeces, y finalmente a la tropa hay que tenerla contenta. Y además, a él le encargaron el asunto porque el general Roberto Cruz, otro sonorense al que Calles le hizo la encomienda, solicitó, con entereza y serenidad, que lo relevaran del asunto, porque siendo como era, viejo amigo de Serrano, no quería cargar con ese muerto en su conciencia.

LAS VÍCTIMAS, LOS CASTIGOS EJEMPLARES

El cerco contra los antirreeleccionistas se va cerrando mientras Fox y su gente se ensañan contra el cuerpo de Francisco R. Serrano. Dos mil quinientos hombres comandados por José Gonzalo Escobar apabullan a un núcleo de serranistas en Texcoco. En Torreón se fusila al teniente coronel Augusto Manzanillo con sus oficiales. En Ures, Sonora, los generales Alfonso de la Huerta y Barón Medina también mueren fusilados. Álvaro Obregón se da el lujo de dar entrevistas para afirmar que la asonada ha fracasado. Pero, añade el Manco, si fuera necesario apoyar al presidente Calles, él, gustosamente, suspendería su campaña política para ayudar en lo que haga falta.

Los catorce cadáveres son llevados al Hospital Militar para que se les practique la autopsia, y el general José Álvarez, jefe del Estado Mayor Presidencial, emite un comunicado que se convierte en la versión oficial de la muerte de Francisco R. Serrano:

“El general Francisco R. Serrano, uno de los autores de la sublevación, fue capturado en el Estado de Morelos con un grupo de sus acompañantes por las fuerzas leales que guarnecen aquella entidad y que son a las órdenes del general de brigada Juan Domínguez. Se les formó un Consejo de Guerra y fueron pasados por las armas. Los cadáveres se encuentran en el Hospital Militar de esta capital y corresponden a las personas siguientes: General de división Francisco R. Serrano, generales Carlos A. Vidal, Miguel A. Peralta y Daniel Peralta, señores licenciados Rafael Martínez de Escobar, Alonso Capetillo, Augusto Peña, Antonio Jáuregui, Ernesto Noriega Méndez, Octavio Almada, José Villa Arce, licenciado Otilio González, Enrique Monteverde y ex general Carlos V. Araiza”.

Al día siguiente, 4 de octubre, las víctimas de Claudio Fox son entregadas a sus deudos para que los sepulten. La familia de Francisco R. Serrano se da cuenta de que eso no fue un fusilamiento producto de un proceso militar. El cuerpo del general está lleno de golpes y tiene la mandíbula suelta. Se ven obligados a atarle el rostro con un pañuelo para que en la muerte tenga un aspecto digno. Similares hallazgos hacen las familias de las otras trece víctimas, y a todas las amordaza el miedo.

Lee también

Tiempos violentos: el asesinato del senador Field Jurado

Bertha Hernández
El asesinato de Francisco Field Jurado desbloqueó la ratificación de los Tratados de Bucareli.

Para Calles se trata de un castigo ejemplar: no puede permitir que los generales se levanten en armas para defender sus ambiciones personales. La persecución de militares antirreeleccionistas que vieron con simpatía la candidatura de Francisco R. Serrano a la presidencia de la República se vuelve un castigo ejemplar, para que a nadie más se le ocurra ponerse a discutir con el presidente Calles, cuyas disposiciones no se discuten.

Por eso, todos los diputados y senadores que simpatizaban con Serrano y con Arnulfo Gómez, son desaforados, y se hace correr la versión de que todos estaban involucrados en el proyecto de asonada. Así empieza la persecución que acabará, semanas después, con el asesinato de Gómez.

Si Serrano y sus amigos mueren el 3 de octubre, en los siguientes ocho días, morirán unas 300 personas, entre militares y civiles, todas acusadas de formar parte de la rebelión. Mueren fusilados el general Arturo Lazo de la Vega, en Pachuca; en Zacatecas, los generales Alfredo Rodríguez y Norberto A. Olvera; en Torreón el general Agapito Lastra; y, en Chiapas, el gobernador provisional, Luis P. Vidal, y el diputado Alfonso Paniagua.

La mano de Calles atraviesa muros: en la prisión militar de Santiago Tlatelolco mueren el ex general José Morán y el coronel Enrique Barrios Gómez. en la Escuela de Tiro, asesinan al general de brigada Alfredo Rueda Quijano.

La persecución es de tal magnitud, que a nadie le extrañará que, a la vuelta de algunos meses, el exiliado Martín Luis Guzmán escriba esa oscura novela, por entregas, que se llama “La Sombra del Caudillo”. Son muchas las muertes que , en el curso de un par de semanas, el Turco Calles ha sumado a sus cuentas pendientes con la vida.

EL LARGO RENCOR

De entre quienes murieron al lado de Francisco R. Serrano, la mayor parte eran militares, amigos cercanos, compañeros de armas. Uno que otro civil andaba en aquel grupo que, argumentando que se iban a Cuernavaca a festejar el santo del general que quería ser presidente, como Rafael Martínez de Escobar, a quien apodaban Lengua de Plata, por sus dotes de orador.

En la oleada de asesinatos que se sucedieron a la matanza de Huitzilac, prevaleció el miedo. Ninguno de los familiares levantó la voz en aquellos días, y pasarían décadas para que contaran lo que vieron: los cuerpos lastimados, las manos y los tobillos despellejados por los alambres con los que fueron atados. La viuda del general Carlos Vidal, que había sido gobernador de Chiapas y era en 1927 el director de la campaña presidencial de Francisco Serrano, guardó durante años las ropas perforadas de su marido. Todas las familias guardaron sus historias de horror. Circuló una terrible: cuando la viuda de Vidal vio el cuerpo de su esposo, buscó el anillo de jade que usaba, regalo de su hijo Carlos, que alguna vez estuvo en China. La joya la había traído de aquella lejana nación. Con enorme horror, la viuda se dio cuenta de que el anillo faltaba… y el dedo también. Se lo había cortado para poder robarlo.

Lee también

“Regaña, pega y no paga”: una historia de hartazgo y horror

Bertha Hernández
La nota roja del siglo pasado solía ilustrarse con la foto del criminal empuñando las armas usadas para cometer sus delitos. Miriam Ruiz apareció en los periódicos con la pistola que usó para matar a su patrona.