Nacional

María del Pilar Moreno, una adolescente asesina

En las primeras décadas del siglo XX, el honor, ese viejo conocido de los hechos de sangre entre las clases acomodadas y las élites educadas de México, dio para sustentar muchos veredictos absolutorios en tiempos en que los jurados populares se estremecían con los testimonios que escuchaban. A esa institución del sistema de justicia le tocó enfrentarse a un caso especial: la acusada solamente tenía catorce años.

Historias Sangrientas

Seguramente asesorada por sus abogados, María del Pilar Moreno se presentó a su juicio enlutada. Había vestido de blanco para matar al asesino de su padre.

Seguramente asesorada por sus abogados, María del Pilar Moreno se presentó a su juicio enlutada. Había vestido de blanco para matar al asesino de su padre.

“¡¡Máteme como mató a mi padre!!”, fue el grito de aquella muchachita, que había bajado de un automóvil, cerca del número 48 de la calle de Tonalá. El senador Francisco Tejeda Llorca, que conversaba con algunos hombres, a pocos metros de su hogar, volteó. Ahí estaba aquella chamaca vestida de blanco, mirándolo con ojos donde ardía la rabia y la venganza. Sonrió con desdén el político. Mucho había vivido en los años revolucionarios para achicarse ante aquella escuincla, que venía a reclamarle la vida del diputado Jesús Moreno, asesinado dos meses antes.

Lo que no sabía Francisco Tejeda Llorca es que, junto a María del Pilar Moreno, estaba la muerte, dispuesta a cobrar su cuota del día. Era el 10 de julio de 1922.

Irritado, el senador se acercó a la adolescente, quien repitió su reclamo: “¡Máteme, máteme como hizo con mi padre!” Alzándose de puntas, la iracunda muchacha tomó por la solapa; él, brutal, la aferró por el brazo. Forcejearon. Tejeda Llorca quería obligar a la muchacha a arrodillarse. María del Pilar, animada por esa fuerza insólita que a veces inyecta al cuerpo humano el miedo cerval o la furia inmensa, logró sacar la pistola que llevaba en el bolsillo de la ropa, y disparó cuatro tiros contra el hombre que, semanas antes, había asesinado a su padre, y que gracias al fuero que como legislador poseía, permanecía impune.

Francisco Tejeda Llorca se desplomó, herido de muerte. Un amigo del senador, Manuel Zapata, quien, como se sabría, estuvo implicado en el homicidio del padre de la muchachita, se acercó a María del Pilar, le arrebató el arma, y le soltó un par de golpes. Después los testigos contarían que se escucharon algunas detonaciones más que no lesionaron a nadie.

El caos llenaba esa cuadra de la calle de Tonalá, en la entonces muy elegante y habitualmente tranquila colonia Roma de la ciudad de México; se buscaba un médico, se intentaba atraer a la Cruz Roja o a quien pudiera salvar al senador. Pero a Tejeda Llorca nada lo salvaría. María del Pilar Moreno estaba como en shock, aturdida, como cobrando apenas conciencia de lo que había hecho.

Un automóvil se detuvo, chirriando llantas, ante la escena del crimen. De él descendió doña Ana, la viuda del diputado Jesús Moreno y madre de María del Pilar. Logró, en un movimiento rápido, atraer a su hija, y alejarse del sitio a toda velocidad.

La madre de la muchachita pensaba a toda velocidad. Decidió que no había lugar más seguro, en lo inmediato, que las oficinas de El Heraldo, uno de aquellos periódicos surgidos al calor de la posrevolución, en el contexto de la ascensión de Álvaro Obregón al poder. Hasta su muerte, el diputado Moreno había sido director de aquella publicación.

Hasta aquellas oficinas llegaron los autos de la familia del difunto diputado y periodista. María del Pilar y su madre buscaron al nuevo director, a quien contaron los hechos. Ahora, aquella jovencita, de catorce años solamente, era una asesina. Había testigos, que seguramente querrían cobrarse la muerte del senador Tejeda Llorca. Se decidió que María del Pilar debería entregarse a las autoridades.

Custodiada por su madre y por el director del Heraldo, la muchachita llegó a la Inspección de Policía. Allí rindió declaración y se confesó culpable del homicidio del senador Francisco Tejeda Llorca.

En vista de que se trataba de una culpable de asesinato, confesa, que se había presentado ante las autoridades policiacas por propia voluntad, se resolvió encarcelarla, para echar a andar la maquinaria judicial. María del Pilar pasó la noche en una celda, acompañada por su madre.

No tardaron en llegar los partidarios del difunto, exigiendo venganza. No sabían que al llegar el caso al jurado popular, el veredicto no sería el que demandaban.

A pesar de las diversas contradicciones en que incurrió la muchacha en sus declaraciones, el jurado popular la absolvió por unanimidad.

A pesar de las diversas contradicciones en que incurrió la muchacha en sus declaraciones, el jurado popular la absolvió por unanimidad.

“POR MI VIDA, POR EL HONOR DE MI PADRE, POR MI ORFANDAD”

Al día siguiente, la prensa mostró, en sus primeras planas, el sensacional crimen cometido por una niña de catorce años. El origen de aquel drama todavía estaba presente en la memoria de todos los familiarizados con las pugnas políticas de la época. Desde luego, el asombro llenaba las conversaciones en hogares y sobremesas: ¡una niña, convertida en asesina! Y no se trataba de una criminal cualquiera, de una habitante de los barrios oscuros de la ciudad de México, donde la violencia estaba a la orden del día, y por cualquier nimiedad, o en la dura supervivencia de cada día, los hechos de sangre, no faltaba jornada con uno o dos difuntos en el depósito de cadáveres.

La historia de María del Pilar Moreno era muy distinta. Creció como hija mimada y consentida, en el seno de una familia que había ganado en prosperidad con el advenimiento de los movimientos revolucionarios. Poco antes de ser asesinado, el padre de la chica había comprado un segundo automóvil para la familia, cosa no frecuente en el México de 1922.

De hecho, aquel factor había facilitado la venganza de la muchachita. Declaró a la prensa que ese 10 de julio dijo en casa que iba a la iglesia. Acompañada de su tía Otilia, abordaron uno de los dos autos. María del Pilar indicó al chofer que las llevara a la muy elegante iglesia de La Sagrada Familia, de la colonia Roma. Pero el auto se desvió de la ruta hacia el templo: a dos cuadras, está la calle de Tonalá.

La jovencita se bajó del auto, y abordó al senador. Todo se desencadenó con rapidez.

La prensa daba cuenta de las primeras declaraciones de la joven asesina. Las autoridades se dieron cuenta, desde el principio, que había en ellas contradicciones importantes. Primero, María del Pilar declaró que planeó el crimen y que, por eso, con el pretexto de ir a misa, se había trasladado a la colonia Roma. También dijo que estaba muy satisfecha de haber vengado a su padre. ¿Qué la había movido a tomar una decisión tan terrible? La respuesta fue contundente: “por defender mi vida, por defender el honor de mi padre y por defender mi orfandad”.

Aunque esa descripción general de los hechos fue repetida por María del Pilar en repetidas ocasiones, las cosas se complicaron cuando se le empezaron a requerir detalles del asesinato. La adolescente empezó a cambiar su versión. Dijo que no estaba buscando un encuentro con el senador Tejeda Llorca, que fue “una casualidad” encontrarlo a las puertas de su casa, y no quedó claro qué hacía a dos cuadras del templo de La Sagrada Familia. Seguramente, en el curso de esas primeras horas, alguien empezó a orientar a la joven asesina, quien empezó a intentar disipar la idea de que había cometido el crimen con premeditación.

Claro que hubo contradicciones muy fuertes: ¿era normal que una joven de catorce años anduviera por calle con una pistola calibre 32 en la bolsa?

La descripción de los hechos también fue cambiada en las declaraciones posteriores de María del Pilar: dijo que ella no tenía intenciones de matarlo, pero que el senador la sujetó del brazo con fuerza tal, que la obligó a disparar.

Pero había cosas más extrañas: la autopsia reveló que en el cuerpo del senador Tejeda había, además de las balas calibre 32 del arma de María del Pilar, al menos una bala calibre 38, y al desarrollarse las investigaciones, los vecinos de la calle de Tonalá aseguraron que en los días previos al crimen, un auto había rondado el lugar, y alguien afirmó que, cuando el senador herido de muerte intentaba arrastrarse hacia su casa, un desconocido al que nadie pudo identificar, disparó varias veces sobre Tejeda Llorca. Extrañamente, ninguno de esos elementos se investigó, y nadie los mencionó en el juicio de María del Pilar.

EL HONOR, OTRA VEZ EL HONOR

El diputado Jesús Moreno había muerto durante un altercado con el senador Tejeda Llorca; en mayo de 1922, ambos legisladores se encontraron a las puertas de la Secretaría de Gobernación. Ambos pretendían ser recibidos por Plutarco Elías Calles, titular del ministerio. Disputaron por quién debería ser recibido primero. En el fondo, aquel incidente parecía ridículo: ambos pertenecían al mismo partido, el Nacional Cooperatista.

El senador, más alto y fornido que Moreno, lo apartó de un empellón. Se desató la gresca: Moreno sacó su pistola, Tejeda se la quitó. El chofer de Moreno intervino: al sujetar a Tejeda, desvió un primer balazo. Los amigos del senador sujetaron al diputado y lo animaron a matarlo. Tejeda Llorca no dudó: de un tiro certero, mandó a Jesús Moreno al otro mundo. Luego, se presentó a declarar a la Inspección de Policía.

No quedaba duda: Tejeda era culpable del asesinato, pero tenía fuero. Nada podía hacer la justicia contra él. A pesar del clamor de los amigos del diputado y el dolor de la familia, Francisco Tejeda Llorca quedó en libertad, y nada se podría hacer contra él en un buen rato porque acababa de ser electo para un nuevo puesto legislativo. Fue entonces que en el alma de María del Pilar Moreno empezó a arder la llama oscura y fría de la venganza.

El caso de la joven homicida conmocionó a la capital: a su celda llegaban, a diario, docenas de ramos de flores; en el equipo de abogados que se armó para defenderla, estaba -otra vez- el famoso Querido Moheno, con su atinado sentido del drama. A la distancia, es muy probable que algunos de los sucesos que acompañaron al proceso, hayan sido idea de los defensores, como el hecho de que surgiera un espontáneo que ofrecía pagar la fianza de la chica; otro, que se ofreció a tomar su lugar en la prisión, para ahorrarle los horrores de la cárcel de Belem. Ella rechazó la opción de la libertad bajo fianza y fue internada en la Escuela Correccional, de donde se le permitía salir, dos veces por semana, para llevar flores a la tumba de su padre. De más está decir que esa escena hizo las delicias de los reporteros policiacos, que se dieron vuelo cronicando el asunto.

El proceso caminó muy lento. Al final, en 1924, el jurado estimó que el primer crimen, origen del cometido por María del Pilar, había sido causado “por la pasión política”, y que el asesinato de Francisco Tejeda Llorca era el resultado de la “viril actitud” de la muchachita. En un sistema judicial absolutamente masculino, se elogió la valentía y el arrojo de la adolescente, que, no obstante su corta edad, decidió, a falta de un hermano varón, vengar a su padre.

El jurado popular acabó mirando a María del Pilar Moreno como a una rara joya en el México de los años veinte: hija modelo, amorosa y fiel a la memoria de su padre; valiente y resuelta. En un fallo que ignoró las contradicciones y los puntos oscuros, aquel jurado absolvió a la muchacha, por unanimidad. Al día siguiente, la prensa contó cómo aquella niña salió de los juzgados caminando sobre la alfombra de flores que cientos de entusiastas arrojaron a su paso.

Al conocerse el fallo, una organización de obreros tamaulipecos emitió un comunicado que resulta el corolario del caso: aquella muchacha logró lo que ninguna de las novedosas instituciones revolucionarias había conseguido: castigar a un político.