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Cuando el Estado se metió en los modos de morir

Como quien mira el viejo negativo de una película fotográfica y pretende recuperar los detalles de lo que fue un momento en la vida de alguien, documentos como las normas producidas por los gobiernos liberales del siglo XIX permiten las prácticas y costumbres que hace más de 150 años incomodaban profundamente a quienes gobernaban en México. Querían, nada menos enseñarle a la gente qué hacer con sus muertos, cómo dolerse de la ausencia de alguien querido y evitar que un funeral cualquiera se volviera un mitote de pueblo

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Panteón de Santa Paula

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A fin de cuentas, la élite liberal que gobernaba México en los albores de 1857 no dejaba de estar impregnada del romanticismo que dominaba las expresiones literarias y poéticas. Eso implicaba que, en el terreno de la vida cotidiana, la manifestación de las emociones podía ser de un enorme dramatismo, al menos entre aquellos que tenían el privilegio de saber leer y escribir y que gastaban parte de su vida en ser escritores, poetas o periodistas. Buena parte de los caballeros que en el Congreso Constituyente instalado en 1856 deliberaban acerca de la nueva Carta Magna que debería regir los destinos del país, tenían alguna de esas ocupaciones en su currículum, si no es que las tres.

Y por eso, acaso creyéndose expertos en asuntos de las emociones, al empezar a instrumentar eso que las generaciones que les siguieron conocimos como “la separación de la Iglesia y el Estado”, quisieron normar la forma de vivir la muerte, el duelo y la sensación de pérdida que trae necesariamente el fallecimiento de un ser querido. Es decir, pretendieron indicar a los mexicanos lo que habían de hacer cuando alguien moría, a quién acudir para cerciorarse de que en efecto ese alguien estaba muerto, y después de eso, convertir la despedida en un asunto solemne, solemnísimo, lejos de los mitotes y fandangos que estaban habituados a presenciar en los cementerios de todo el país.

Naturalmente, fracasaron.

El responsable del encargo

El decreto del gobierno de Comonfort, que promulgaba la Ley para el Establecimiento y Uso de los Cementerios, se dio a conocer en enero de 1857, cuando el Congreso llevaba buena cantidad de semanas peleando y jaloneándose en la escritura de la que sería la nueva Constitución. Ocupado como estaba el presidente Comonfort en el estira y afloja con los diputados más radicales -lo habían acusado de pretender impulsar una “reedición” con arreglos menores de la Constitución de 1824, y eso había provocado un agarrón enorme entre Comonfort y el diputado y periodista Francisco Zarco-, no se dio cuenta de la contradicción inicial entre el contenido y el responsable de llevar adelante la aplicación de la nueva ley sobre cementerios, el ministro de Gobernación, don José María Lafragua.

Solamente la intensa concentración que requería la grilla en el Congreso explica que el encargo lo recibiera José María Lafragua, protagonista del chisme romántico más sonado de la primera mitad del siglo XIX. En 1857, el ministro, hombre del grupo liberal “moderado”, llevaba siete años de “viudez” de Lola Escalante, la novia que se le había muerto, durante la epidemia de cólera de 1850, faltando unas pocas semanas para contraer matrimonio.

Alguien bien podría haberle contado al presidente Comonfort que Lafragua había paseado su drama pasional por toda la ciudad de México durante años, porque, desde que entabló noviazgo con su Lola, en 1841, hasta la repentina muerte de la muchacha, siempre hubo un obstáculo que bloqueaba la felicidad de los enamorados, desde pretendientes chantajistas hasta viajes familiares. Luego, el carísimo mausoleo que encargó a Italia para reinhumar en él a la amada muerta, se volvió un chisme que duró la friolera de tres años. De manera que, en 1857, Lafragua más o menos acababa de pasar por un duelo larguísimo como correspondía a su temperamento de poeta romántico.

Parecía una broma un tanto ruda que el personaje principal del gran dramón sentimental de la época fuera el encargado de vigilar la aplicación de la nueva Ley de Cementerios que contenía un buen conjunto de artículos destinados precisamente a la contención de los sentimientos ante la pérdida de un ser querido. Acaso pensaron aquellos buenos hombres, cuya voluntad de hacer una patria mejor estaba fuera de toda duda, que el estoicismo y la solemnidad eran la mejor forma de instrumentar un funeral.

Naturalmente, se equivocaron.

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Lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer

Hay partes de esta Ley de Cementerios que son muy comprensibles, dentro de la ruta política para hacer de México un país laico. La presencia del Estado en algo tan íntimo como como una muerte en el seno de una familia era algo verdaderamente novedoso. Hasta enero de 1857, la tarea de consignar ante la comunidad el fallecimiento de alguien, era competencia de los párrocos, que asentaban en sus libros la muerte de Fulano o Zutano, en las mismas páginas donde años antes, se había consignado su bautizo, su confirmación y su boda.

La nueva Ley mandaba que era necesario que un médico diera fe del fallecimiento de una persona cualquiera, el médico familiar, de preferencia. Si no, se llamaría a un médico del cuerpo policiaco.

También debería de contarse con la autorización del Estado para sepultar a una persona en los cementerios. En contraparte, los encargados de los camposantos no podrían autorizar los sepelios si no se contaba con el permiso correspondiente. Si procedían sin tal permiso, serían multados, y no era poca cosa: de 50 a 200 pesos, según las dimensiones de la falta. A la tercera reincidencia, se les despediría.

La ley intentaba hacerse de recursos para empezar a llevar una estadística social. Ese era el objeto de establecer la obligación de que todos los fallecimientos fueran reportados a la policía. Si era necesario, más adelante, y a partir de los datos iniciales, se podía llamar a familiares o testigos a rendir testimonio sobre el deceso. Esos datos se deberían almacenar y entregar, cada seis meses, al ministerio de Gobernación.

No le faltaba sentido a la ley. Lo que se intentaba era redondear las nuevas normas de vida civil. Unos pocos días antes de promulgar la ley de cementerios, se había anunciado otra ley, con la cual se intentaba generar un Registro Civil que tomara nota de nacimientos, muertes y matrimonios, sustituyendo radicalmente la práctica parroquial.

Toda la parte que corresponde a las autorizaciones emitidas por el Estado mexicano funcionaron bien. Costó trabajo, pero poco a poco los mexicanos se habituaron a esa parte de la norma, donde las instituciones laicas estaban atentas a los grandes sucesos de la vida. Lo que no se entendía en enero de 1857 era la prohibición de las sentidas despedidas en los cementerios.

Era, ciertamente, una ley muy moderna. Tanto, que tuvo que describir cómo deberían ser los cementerios donde se aplicaría, porque no existían en el México de 1857: lejanos a las ciudades, con orientación favorable a los vientos, para que los “miasmas” que se generaran en las ciudades de los muertos no llegaran hasta las poblaciones. También deberían contar con calles trazadas, con árboles “de poco follaje” sembrados a lo largo y ancho de los terrenos destinados a camposantos. Ignoraban que la norma del “poco follaje”, que remitía a la siembra de cipreses -árboles que desde hace mucho se plantan en cementerios- no era sino una derivación de una vieja superstición de la Europa del Este, porque siendo “de poco follaje” los vampiros -sí, los vampiros- no podrían ocultarse en ellos. Pero esas cosas como que no despertaban a curiosidad de quienes en 1857 redactaron la ley mexicana.

Azorados debieron quedar los habitantes del país cuando se enteraron de que no podían meter animales a los cementerios; que no se podía enterrar a la tía o al abuelo en la capilla aquella que le gustaba tanto o en el templo del que era tan devoto, que de ninguna manera se podía enterrar a nadie en un sitio que no fuera un cementerio regulado por el Estado.

La lista de prohibiciones era, por decir lo menos, llamativa: no podían llevar música, ni podía haber “bailes y otros jolgorios (?)” en los funerales de niños. Probablemente por “jolgorios” se entendía todo lo que rebasara la idea de un duelo solemne, porque la ley sí permitía que los deudos adornaran las tumbas como les pareciera conveniente, y realizar las “pompas fúnebres” que fueran adecuadas, eso sí, pagando un pequeño arancel por ello.

En fin, que en el agitado 1857 se echó a andar una ley que pretendía quitarle al acto de morir las manifestaciones de duelo más estridentes, y también más arraigadas en el sentimiento popular. El estallamiento de la guerra de Reforma impidió que se vigilara el cumplimiento de la norma, por lo menos hasta 1861, cuando, después de tres años de conflicto civil, el gobierno de Benito Juárez regresó triunfante a la capital.

Lo que nunca pudo hacer el gobierno de Juárez, ni sus sucesores de todo color e ideario, fue sofocar las manifestaciones del duelo según el sentimiento popular. Ya se volverá a ver, los próximos 1 y 2 de noviembre, el tamaño del fracaso de aquel lejano intento.