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Muerte en el Río Bravo: así terminó el general Lucio Blanco

La llegada al poder de los sonorenses dejó un rastro de rencores que, como brasas, siguieron ardiendo por mucho tiempo. Entre esos enconos, estaban los de los carrancistas, que nunca tuvieron temor de señalarlos, en voz alta, como los asesinos de don Venustiano. Álvaro Obregón llevaría adelante su presidencia, con la constante sombra de sus enemigos. A todos, el presidente manco les respondería con violencia brutal.

historias sangrientas

Blanco sobresalía de entre muchos de sus colegas militares por el interés
que siempre tuvo en los repartos agrarios

Blanco sobresalía de entre muchos de sus colegas militares por el interés que siempre tuvo en los repartos agrarios

Morir puede ser algo tan rápido. Aquel hombre, pataleando desesperadamente en el agua, para intentar mantenerse a flote, sintió uno o dos tiros. Estaban disparándole desde el lado mexicano del río Bravo. Los balazos eran el menor de sus problemas, en ese instante del 7 de junio de 1922. Esposado a aquel par de miserables que lo habían traicionado, el general Lucio Blanco ponía todas las fuerzas que le quedaban en su empeño de sobrevivir.

La cabeza empezó a retumbarle; podía escuchar el latido desbocado de su corazón. El mundo se le empezó a oscurecer. Le dolían los brazos, cómo le dolían los brazos. Y cómo iba a ser de otra manera, con un cadáver colgando de cada mano. Infelices, pensó Lucio Blanco mientras empezaba a morir. Se fueron al otro mundo primero que yo, y carajo, a donde vayamos, llegaré con estos hijos de mala madre pegados a mí. Qué manera tan pinche de morirse.

Los tiros de los soldados mexicanos empezaron a apagarse. El mundo empezó a oscurecer. Lucio Blanco ya no escuchaba, ya no veía. Comenzó a hundirse en el agua turbia de sangre, revuelta la del general carrancista con la de los dos hombres que lo habían traicionado. Unas burbujas en el agua fueron la última señal en la tierra del general que había sido uno de los pioneros de uno de los grandes reclamos revolucionarios, el reparto agrario.

Los tres cuerpos fueron rescatados de las aguas, cuando salieron a flote, dos días después.

TRAICIÓN EN LA FRONTERA

Los que querían bien al general Lucio Blanco pensaron que, de entre todos los finales posibles que el militar podía esperar, le había tocado uno de los más indignos: ahogarse, herido de bala, esposado a los hombres que le habían tendido una trampa cuando estaba más que dispuesto de cruzar la frontera de regreso a México, para encabezar una rebelión contra Obregón, el sonorense manco que gobernaba el país.

A la ciudad de México llegaban historias más o menos correctas en lo general, pero que, a falta de un cuerpo que fotografiar, todavía daban para la especulación. Lo que se sabía es que Blanco, Más que dispuesto a internarse en México para organizar una rebelión, había caído en una trampa. Prestó atención a las voces de dos o tres que le juraron lealtad y, siguiendo un guion de lo más sobado, que, ahí nomás, pasandito la frontera, ya tenían gente y armas con los cuales empezar el asunto.

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Pero el lado mexicano del río Bravo no estaban los animosos antiobregonistas que le habían prometido. Aguardaban, en cambio, una veintena de hombres del 40 Regimiento de caballería, que mandaba un tal Jesús Anaya.

El plan original, que se dio por bueno en México, era que, no bien pusiera Lucio Blanco un pie en territorio nacional, se le fusilaría, y a otra cosa. Cuando la noticia de la muerte del general llegó a la capital, ese mismo 7 de junio. Se afirmó que, como rebelde contra el gobierno federal, había sido llevado al paredón.

Muy pronto se conocieron los detalles de aquella muerte.

Al principio se aseguró que Lucio Blanco había muerto fusilado al poner pie en suelo mexicano. Poco después, y ante la ausencia del cadáver del general, se supo que había muerto tiroteado y ahogado.

Al principio se aseguró que Lucio Blanco había muerto fusilado al poner pie en suelo mexicano. Poco después, y ante la ausencia del cadáver del general, se supo que había muerto tiroteado y ahogado.

La de Lucio Blanco era una historia donde hubo un par de exilios políticos. El último empezó en 1920, cuando los sonorenses lanzaron el Plan de Agua Prieta y Carranza, en fuga, acabó asesinado en Tlaxcalantongo. Asentado en Texas, Lucio Blanco rumiaba el rencor que le inspiraban Obregón y Calles. ¿De la Huerta? Bueno, sí, pero los otros dos eran los peores. Algún día tendrían que pagar la muerte de don Venustiano. Conversó mucho con otro exiliado, Francisco Murguía. Se dieron cuerda: pensaban regresar a México, buscar a otros carrancistas y armar la rebelión contra Obregón. Para nadie era un secreto que Lucio Blanco quería venganza, y acaso ese fue el origen del error que le costó la vida. La historia de sus obsesiones alcanzó a llegar hasta el Palacio Nacional

A Blanco le llegó mensaje de un tal Ramón García que tenía el grado de mayor y quien pidió verlo, para contarle que él andaba en lo mismo, en vengarse del Manco. Él, le aseguró al general Lucio, ya conocía a algunos interesados en lo mismo, y era cosa de organizarse para encontrarse con ellos en Nuevo Laredo. Allá, cruzando el río Bravo, se reunirían con un coronel del ejército mexicano que sería el puente para atraerse a más soldado. Entusiasmado, Lucio Blanco acordó la fecha: el 7 de junio regresaría a México.

Junto con García, se reunió, el día acordado con un coronel, Aurelio Martínez. Los tres hombres se aprestaron a cruzar el Bravo en una pequeña embarcación. Cambiaron algunas palabras, el general carrancista se veía entusiasmado y optimista. En cuestión de minutos, pensaba, estaría de vuelta en su patria, y en pocos días encabezaría un buen grupo de seguidores.

Pero la muerte llegó en un parpadeo. Ramón García subió primero a la lancha, y le extendió la mano a Blanco para ayudarlo a abordar. Cuando el carrancista le dio la mano, con rapidez. García lo esposó y se colocó en el propio antebrazo el otro aro. A su vez, Aurelio Martínez tomó a Blanco por el otro brazo para esposarlo. También se colocó el otro aro. Era una trampa.

Repuesto de la sorpresa, Lucio Blanco empezó a forcejear con sus captores. El plan de los traidores era, esposado como estaba el general, sin posibilidad de escape, porque no tenía las manos libres, aunque se resistiera podrían cruzar el Bravo y lo entregarían en el lado mexicano, donde ya estaba el comandante de la aduana, Jesús Anaya Terán, con una veintena de sus hombres. No bien pusiera Lucio Blanco el pie en México, lo fusilarían, y luego se anunciaría que el exiliado, de regreso en el país para intentar derrocar al presidente Obregón, había sido pasado por las armas.

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Pero las cosas acabaron en tragedia no solo para Lucio Blanco. Decidido a vender cara su vida, el general se arrojó al agua, arrastrando consigo a sus dos captores. Si aquel par apreciaba en algo el pellejo, podrían nadar de vuelta al lado gringo.

Pero el comandante Jesús Anaya fue más rápido. Dio orden de que se disparara contra el fugitivo, sin importarle la posibilidad de herir a sus cómplices.

Sonaron los balazos. Lucio Blanco se esforzaba por mantenerse a flote. Los dos hombres, que luego se sabría eran obregonistas encubiertos, encargados por el mismísimo Manco de buscar y engatusar a Lucio Blanco, recibieron heridas mortales. Murieron casi de inmediato, y se convirtieron en el lastre que llevaría a Blanco a morir ahogado.

UN CARRANCISTA LEAL

La vida de Lucio Blanco bien podría ejemplificar aquella era de contradicciones, peleas y reconciliaciones que fueron los años revolucionarios. Hijo de labradores de Coahuila, Banco se había entusiasmado con el antirreeleccionismo maderista, y en 1912 le había tocado mandar a las tropas que se enfrentaron a un antiguo compañero inconforme por el gobierno de don Pancho, Pascual Orozco. También fue de los primeros en sumarse al llamado de Venustiano Carranza para rebelarse en contra de la presidencia de Victoriano Huerta. Fue uno de los firmantes del Plan de Guadalupe, firmado en la remota hacienda, en el desierto de Coahuila. Llegó a destacar por méritos propios y era el delegado carrancista ante la soberana convención de Aguascalientes. De hecho, resultó secretario de Gobernación del gobierno convencionista de Eulalio Gutiérrez.

La relación entre Lucio Blanco y Venustiano Carranza fue compleja, y atravesó por varios momentos de crisis. Uno de ellos, el derivado del reparto agrario que por su cuenta, hizo Lucio Blanco en 1913, en la Hacienda de los Borregos, propiedad de Félix Díaz, sobrino de don Porfirio. Aquello le acarreó mucha popularidad, pero no le gustó mucho a Carranza, y devino el distanciamiento, porque don Venustiano, enfurruñado, puso a Blanco bajo las órdenes de Álvaro Obregón. Los dos norteños se midieron mutuamente, y simplemente no acabaron de entenderse. No se hicieron amigos y recelarían, con razón, uno del otro.

Luego, cuando Blanco se alió al convencionismo, surgió un rencor más entre los dos coahuilenses. Pero, finalmente, se habían perdonado mutuamente todos aquellos grandes y pequeños desacuerdos. Blanco era uno de los generales revolucionarios más prestigiados, pionero de los repartos de tierras en el norte del país, donde él había labrado su poderío militar, como jefe de operaciones en Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas.

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Cuando sobrevino la embestida sonorense, en 1920, y Carranza salió de la ciudad de México, con objeto de refugiarse en Veracruz y fortalecerse, Lucio Blanco iba con él. Pero la suerte quiso que el viejo se muriera baleado en Tlaxcalantongo, y él quedara vivo, pero en el exilio. Aguantó dos años, rumiando su rencor, esperando el momento de vengarse. Tal vez su prisa fue la que lo mató. Escuchó a quienes no debía.

EPÍLOGO.

Mientras a Lucio Blanco se lo llevaban a enterrar a su tierra, del otro lado de la frontera, en Texas, Francisco Murgía continuó pensando en el desquite. Ya no solo era vengar a Carranza, sino a Lucio.

Meses después de la muerte de Blanco, Murguía también cruzó el río Bravo. Según él, lo esperaba un grupo de antiguos carrancistas, que a la hora de la hora no llegaron o no respondieron como Murguía esperaba. Tuvo que moverse a salto de mata. Lo agarraron en Tepehuanes, Durango, y le hicieron consejo de guerra. Lo fusilaron el 1 de noviembre de ese mismo 1922. Cuando se enteró un viejo enemigo, Pancho Villa, y en una de esas puntadas que solía tener el Centauro del Norte, le mandó un telegrama al secretario de Hacienda de Álvaro Obregón, Adolfo de la Huerta -con el que de verdad se llevaba bien- para felicitarlo por la muerte de aquella alimaña.