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Pasiones mortales: el suicidio de la bailarina Téllez Wood

Era otro México. Comenzaban a sonar en el mundo los fragores de algo que se iba a convertir en la Segunda Guerra Mundial. Lázaro Cárdenas gobernaba México y las estrellas de la radio, a quienes adoraban cientos de miles, saltaban a la pantalla de plata persiguiendo la inmortalidad. Se anunciaban los días del cine de oro mexicano. Y en ese mundo se tejía una historia de amores fracasados que terminaron con un tiro que resonó en una calle de Tacubaya.

historias sangrientas

Hoy apenas se habla de ella, Pero Lolita Téllez Wood fue una de las pioneras de aquel fenómeno de los años cuarenta del siglo pasado que los mexicanos llamaron

Hoy apenas se habla de ella, Pero Lolita Téllez Wood fue una de las pioneras "de las rumberas". De no haberse suicidado a los 20 años, habría hecho una larga carrera.

En mayo de 1938 todos los mexicanos que poseían un radio sabían bien quién era Emilio Tuero. Lo habían escuchado y aplaudido. Era una estrella de la joven radio mexicana gracias a su espléndida voz. Los entendidos en el mundillo del espectáculo sabían bien que aquel joven galán había roto, hacía no mucho, con la notoria bailarina Lolita Téllez Wood, quien sentía una pasión arrolladora por ese hombre, como muchas otras mujeres. El problema es que Lolita no podía resignarse a su separación del cantante, y e intentó de las más variadas formas, persuadirlo para que regresara a su lado. Pero eso no ocurrió, y la joven bailarina entró en una espiral de desesperación que la llevó al suicidio.

Un solo tiro, no necesitó más. Un balazo rompió la paz de la noche en el barrio de Tacubaya. Ante el número 25 de la calle Carlos B. Zetina, estaba estacionado un auto verde, convertible. Hacia las dos de la mañana, la delegación de policía recibió una llamada: dentro del vehículo estaba el cadáver de una mujer joven.

La policía se tardó un par de horas en apersonarse en el sitio. Examinaron el auto. No tenía huellas de violencia, pero sí una ventanilla baja. Por ahí alcanzaron a ver el cuerpo de una muchacha, vestida con traje sastre, en el asiento del copiloto. El respaldo del asiento estaba ensangrentado. Ella tenía una herida de bala en la sien, y cerca de su mano, los policías vieron una pistola, que después se sabría, era de calibre 22.

No tardaron en enterarse del suceso las “guardias” de los periódicos. Se acercaba el alba cuando los chicos de la prensa rodeaban el convertible verde. La reconocieron de inmediato: se trataba de Lolita Téllez Wood, y eso, eso ya era nota. La escena hablaba de un suicidio; todos los indicios llevaban a esa conclusión. Pero en la lógica de las “guardias” nocturnas, a las que usualmente les tocaba enterarse de los hechos de sangre que ocurrían al amparo de la noche capitalina, la nota resultó todavía más atractiva, cuando cayeron en la cuenta de que ese auto estaba estacionado a las puertas de la casa del ex novio de la bailarina: Emilio Tuero, el famoso cantante, el llamado “Barítono de Argel”.

Estaba ahí la prensa cuando una ambulancia se llevó el cadáver de la joven bailarina, a quien algunos reporteros describirían como dueña de una delicada belleza, que la muerte no había querido arrebatarle. En el asiento ensangrentado del convertible verde, quedaron dos fotografías de Emilio Tuero, seguramente obsequiadas en los días en que él y la muerta fueron una pareja feliz. También se halló una nota, que, en una sola frase, hablaba de desesperación, de las heridas causadas por un amor fracasado: “Emilio: tú me enseñaste a amar. Yo te adoro”.

Aquella despedida resonaría por todo México.

UNA PASIÓN TORMENTOSA

El suicidio de Lolita Téllez Wood resultó, hace casi 85 años, irresistible para los cronistas de espectáculos y de nota roja: involucraba a dos jóvenes exitosos, cuyos admiradores y admiradoras se contaban por docenas; que seguramente harían larga carrera en el cine, ¡y en lo que llegara después! Pero en los primeros días de mayo de 1938, uno de los grandes chismes de la vida artística de México era la ruptura de Tuero y Lolita, y de los esfuerzos desesperados que hacía ella para recuperar al hombre que idolatraba.

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Lolita era muy joven: apenas tenía veinte años cuando se pegó aquel tiro a la puerta de la casa del Barítono de Argel. Aunque su nombre hoy es una rareza, hay cinéfilos que la señalan como la pionera de los bailes afroantillanos en la vida nocturna del México de entonces. Es decir, fue de las primeras estrellas de ese conjunto de artistas exuberantes y vitales a quienes se dio en llamar “rumberas”, y que serían las protagonistas de buena parte de los filmes que se rodaron en México en esos años.

Conoció a Emilio Tuero en 1936. Un año que seguramente la muchacha consideró como el mejor de su vida: había actuado en dos películas: “Mujeres de hoy” y “El rosal bendito”. Pequeños papeles, es cierto. Pero, ¿acaso no se empieza por algo? Su carrera de bailarina, de rumbera, pues, se mantenía, crecería. Y además tenía el amor de aquel joven alto y delgado cuya voz conquistaba a todas las mujeres de México.

Había sido un flechazo. Muy poco después de haberse conocido, Lolita y Tuero empezaron a salir. Pronto se hicieron novios. No faltó quien dijera, venenosamente, que Lolita Téllez Wood no era lo suficientemente bonita, que el cantante podía tener rendida a la mujer que se le antojara. Pero si hubo muchachas que aventajaran en hermosura a la bailarina, no había corazón más enamorado que el suyo. Adoraba a Emilio Tuero. Y sí, vivía con el constante temor de perderlo, que él la abandonara, que se fuera con otra. Ese temor afloró en forma de unos celos explosivos que hicieron de aquel noviazgo una sonada y tormentosa relación.

Así transcurrieron dos años, con constantes peleas. Entre las admiradoras, apasionadas y de toda clase que aguardaban a Tuero afuera de las estaciones de radio donde solía presentarse, como la XEB, la XEW y la XEFO, y su carrera artística en ascenso, que ya lo había llevado a participar en unas cinco películas, Lolita se angustiaba: por todas partes había mujeres, tal vez más bellas, tal vez más famosas, tal vez más llamativas que intentarían quitarle a su novio.

Las peleas por celos eran cosa frecuente en aquella relación y todo el mundo lo sabía. Pero cada vez eran más intensas y cada vez más escandalosas. A Emilio Tuero, el Barítono de Argel, lo seguían por todas partes enamoradas admiradoras, y eso desquiciaba a la bailarina.

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Y ocurrió lo inevitable: Emilio se hartó. Según declararía después, fue el 29 de abril de 1938 cuando le dijo a Lolita que eso no podía continuar. A ella le pareció que le caía un rayo. Y se rehusó a romper. Ya no habría pleitos, le prometió. Todo estaría bien. Finalmente, dijo, entendía que era inevitable que las otras mujeres asediaran al joven cantante que había conquistado la fama a través de la radio y del famoso programa “La Hora Azul”.

Pero los celos patológicos ponen en crisis cualquier romance. Tuero se mantuvo inflexible. No podían seguir viviendo así. Y para él, ese 29 de abril, su historia de amor con Lolita Téllez Wood se había terminado.

UNA CADENA DE DESENCUENTROS

Lolita se negó a asumir la decisión de Emilio Tuero. Se convirtió en la sombra del cantante. Estaba segura de que la ruptura se debía a otra mujer y estaba dispuesta a descubrirla y a recuperar a su Emilio a como diera lugar. Todavía hubo más discusiones: en su desesperación, la bailarina le armó al cantante una escena de celos en los pasillos de la XEW.

Eso era Lolita: una sombra tensa, dolorosa. El 3 de mayo Tuero actuó al lado de una cantante argentina, Azucena Maizani, en su despedida de tierra mexicana. Después el cantante comentaría que aquella noche actuó con gran tensión en el alma. ¿Qué tal si Lolita aparecía para echar a perder la presentación?

El 5 de mayo hubo otro desencuentro. Emilio Tuero llegó a un centro nocturno, el Río Rita, que estaba en la calle de Oaxaca. Iba con algunos amigos y llevaba del brazo a una bella muchacha. Pero Lolita departía con amistades en una mesa del sitio. Cuando vio a Tuero acompañado, sin acordarse de ella, empezó a alterarse. Sabiendo del difícil momento que ella pasaba, sus amigos la persuadieron de retirarse. Y se la llevaron. Pero, al poco rato, ella regresó sola. Se obligaba a la dolorosa visión de aquel hombre al que adoraba, acompañado de otra mujer. Se plantó ante la mesa del cantante. Tuero, irritado la tomó del brazo y la llevó a la salida. En el camino se les atravesó un hombre, un admirador que deseaba estrechar la mano del Barítono de Argel. Sin dar tiempo a nada, Lolita le propinó una fuerte bofetada que le hizo sangrar la nariz.

Emilio Tuero, exasperado, llevó a Lolita a casa de unas amigas. Para que no se quedara sola y dejara de hacer barbaridades. Volvió al cabaret por su invitada de aquella noche, pero esa muchacha ya se había retirado, sin duda, inquieta por un posible retorno de la agresiva Lolita. El cantante regresó a donde había dejado a su ex novia. Habló con ella largamente, pidiéndole una separación tranquila. Ella, aparentemente, se tranquilizó. A la mañana siguiente, Tuero descubriría que la muchacha había pasado toda la noche estacionada frente a su casa de Tacubaya, vigilándolo.

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Quiso Tuero salir hacia la radiodifusora. Al arrancar, Lolita, con su auto, le cerró el paso. Volvieron a discutir. Él la citó para la tarde en la XEW. Volverían a hablar. Pero ella no llegó. Cuando el cantante volvió a su casa, ahí estaba ella, esperándolo en el convertible verde.

Sí, era otra de esas conversaciones circulares, que no llevaban a nada. Tuero, cansado, quería terminar aquella historia. Ella seguía haciendo promesas: contendría sus celos, volverían a ser felices. En la bolsa abierta de Lolita asomaba una pistola. Con presteza, el cantante se la arrebató la guardó en su bolsillo. Ella, conciliadora, le pidió que la llevara a cenar, “como antes”, resignada a que todo se había terminado. Que fuera de manera cordial, agregó. Fueron a un sitio de moda, el Acapulco. Se movían por la ciudad en el convertible verde. Cuando volvieron a la casa de Tuero y él se marchaba, ella le pidió que le devolviera la pistola: “es de mi hermana, tengo que devolvérsela”, explicó.

Tuero se la devolvió después de quitarle las balas. Entró a su casa. Escuchó una o dos detonaciones. Juzgó que era uno más de los accesos de rabia de Lolita, pues en ocasiones desahogaba su ira haciendo disparos al aire. Sin querer saber más, se fue a dormir.

A las pocas horas sabría que, a la puerta de su casa, Lolita Téllez Wood había convocado a la muerte.

UNA TUMBA SOLITARIA

El suicidio de Lolita Téllez Wood fue un gran escándalo en el México de 1938. Hoy día casi nadie habla de ella. Con trabajos se le encuentra en las fichas de las películas en las que participó. A Emilio Tuero, el drama le persiguió durante días. En dos ocasiones fue detenido como parte de las investigaciones, pues brotó la sospecha de que la bailarina no se había suicidado, sino que, exasperado por la persecución, Tuero pudo haber disparado contra ella. Pero finalmente la investigación demostró que Lolita se había suicidado. El Barítono de Argel continuó su carrera fulgurante. Hoy todavía la televisión mexicana transmite las películas que lo hicieron famoso.

A Lolita la sepultaron en el lote de actores del Panteón de Dolores. Ahí sigue. El tiempo ha borrado los nombres de muchos de los que ahí reposan. La tumba de la bailarina que amó demasiado es de las pocas que se conservan más o menos enteras. Pero nadie la visita nunca.