Nacional

El principito Iturbide: una extraña intriga del Segundo Imperio

El deseo de trascender, de establecer una dinastía de origen europeo en México, era una de las obsesiones de Maximiliano. Como el heredero que debía darle su esposa Carlota, la princesa de los belgas, no llegaba, ni llegaría, el archiduque austriaco discurrió atraer a la corte a un niñito de tres años, el nieto de Agustín de Iturbide, como una especie de plan B. Ignoraba que la madre del pequeño pelearía por recuperarlo, del mismo modo que no podía adivinar que el imperio que soñaba construir en estas tierras no perduraría

Historia en vivo 

Cuando era un pequeño de tres años, Agustín de Iturbide y Green fue una pieza llamativa en las intrigas, un poco extravagantes de la corte del Segundo Imperio. Pero logró llegar a la vida adulta, alejado de esos recuerdos, y se volvió un crítico de los gobiernos de Porfirio Díaz.

Cuando era un pequeño de tres años, Agustín de Iturbide y Green fue una pieza llamativa en las intrigas, un poco extravagantes de la corte del Segundo Imperio. Pero logró llegar a la vida adulta, alejado de esos recuerdos, y se volvió un crítico de los gobiernos de Porfirio Díaz.

Especial

De entre las muchas historias que contiene la narrativa del Segundo Imperio Mexicano, la de Maximiliano preocupado por fundar una dinastía Habsburgo en México no era de las menores. Pero, como es sabido, nunca hubo un heredero o heredera, y el distanciamiento entre el archiduque y su esposa Carlota es algo que se vuelve a contar, una y otra vez, como una tragedia romántica. Por eso surgieron especulaciones sin cuento, acerca de las maniobras del emperador para continuar la presencia Habsburgo más allá de su propia existencia. Por eso existieron presuntos “príncipes”, “adoptados” para consolidar las ambiciones de aquel hombre que creía haber llegado a México con el respaldo de toda la población.

Y en esas maniobras e historias, lo0 que menos importó fue el destino de al menos dos pequeños a quienes las habladurías señalaron como presuntos herederos adoptivos de Maximiliano. Uno, un bebé recién nacido, de la Sierra Gorda de Querétaro, otro, nieto de Agustín de Iturbide. En torno a uno de ellos, solamente hubo imaginerías. Respecto del otro, la historia tuvo un trasfondo dramático: el amor de una madre, sacrificado por las ambiciones de una familia que, a pesar de los cuarenta años transcurridos desde el fusilamiento del primer emperador de México, seguía soñando con ser una “familia real”.

Lee también

Perlas: gloria y pasión de la Nueva España

Bertha Hernández
A mediados del siglo XVIII y antes de ingresar al convento de Corpus Christi para indias cacicas, doña Sebastiana Inés Josefa de San Agustín se hizo retratar. Traía, como muchas de sus contemporáneas, perlas hasta en el cabello.

CHISMES, HABLADURÍAS Y MAÑAS

En el viaje que Maximiliano realizó por el Bajío mexicano a los pocos meses de su llegada a México, en el verano de 1864, ocurrieron cosas que rayaban en lo esperpéntico. Todo aquel que se consideraba con algún mérito público buscó la forma de que le presentaran al emperador, para intentar obtener algún cargo, un empleo de buena remuneración o un título de nobleza. Acompañaban a esas pretensiones banquetes, saraos, tedeums y mitotes. En su recorrido por Querétaro, le presentaron a Maximiliano un bebé indígena recién nacido, al que, dijeron las lenguas desatadas, el emperador decidió adoptar y convertirlo en su heredero, cosa que no ocurrió porque el pequeño murió bautizado como Fernando Maximiliano Carlos María José.

El chisme perduró mucho tiempo, y solamente hasta el pasado reciente, cuando la correspondencia en alemán entre Carlota y Maximiliano fue traducida al español, se conoció la versión del archiduque: nunca hubo tal proyecto de tener un príncipe heredero de sangre indígena.

Ocurrió, según Maximiliano, que, al pasar por San Juan del Río, le presentan al bebé. Según el archiduque, “se lo regalaron”, pues los padres del bebé habían muerto. Él da la orden de que el pequeño sea bautizado, y sigue su camino. Por quedar bien, quienes reciben el encargo arman una ceremonia a todo lujo, como si en verdad estuvieran bautizando a un príncipe, lo que contribuyó a fortalecer el chisme.

La carta que Maximiliano envió a Carlota desde Irapuato, deshace el equívoco:

“Se me ha olvidado escribirte que en Querétaro me regalaron un indito chiquitín que me mandaron como presente desde la Sierra Gorda… nadie sabe quiénes son sus padres… yo lo recogí y mandé bautizarlo… mandé buscar una buena nodriza… más tarde lo mandaré venir a México”. Pero nada ocurrió, tanto porque el presunto “príncipe” Fernando Maximiliano Carlos María José se murió a los tres días de bautizado, como porque al emperador nunca se le había ocurrido, realmente, adoptar a aquel bebé, y mucho menos, hacerlo heredero del imperio mexicano.

Lo que sí fue cierto es que intentó atraer a la corte a un pequeño, un bebé, nieto de Agustín de Iturbide. Pero aquella estratagema no funcionó.

EL PRINCIPITO AGUSTÍN

Maximiliano se había comprometido a designar un heredero al trono, en el plazo de tres años, en caso de que para entonces no tuviese hijos. En 1865, el emperador estableció con la familia de Agustín de Iturbide, que navegaba por la vida con bandera de “príncipes”, que, en caso de que la emperatriz no tuviese hijos se adoptaría como príncipe heredero al nieto más joven de la familia: un pequeñito de apenas dos años, llamado Agustín de Iturbide y Green.

La familia Iturbide, movida por la ambición y con gana de recuperar glorias pasadas, firmó un acuerdo por el cual recibieron una compensación de 150 mil pesos y no podrían entrar a México sin autorización del archiduque austriaco. El bebé Agustín se quedaría en la corte al cuidado de su tía Josefa, y ambos, además de otro chico Iturbide, Salvador, de 14 años, recibirían el título de príncipes.

Cuando era un pequeño de tres años, Agustín de Iturbide y Green fue una pieza llamativa en las intrigas, un poco extravagantes de la corte del Segundo Imperio. Pero logró llegar a la vida adulta, alejado de esos recuerdos, y se volvió un crítico de los gobiernos de Porfirio Díaz.

Cuando era un pequeño de tres años, Agustín de Iturbide y Green fue una pieza llamativa en las intrigas, un poco extravagantes de la corte del Segundo Imperio. Pero logró llegar a la vida adulta, alejado de esos recuerdos, y se volvió un crítico de los gobiernos de Porfirio Díaz.

Especial

Existe la hipótesis de que esta “adopción” del pequeño Agustín era realmente una treta de Maximiliano para convencer a su hermano, el archiduque Carlos, de que le cediera a uno de sus hijos para, a él sí, convertirlo en heredero de la corona mexicana.

El proyecto salió mal de todo a todo, porque ni el hermano de Maximiliano se dejó convencer de enviar a México a uno de sus hijos, ni se consolidó la maquinación en torno al pequeño Agustín. Su madre, la estadounidense Alice Green, decidió que no le interesaban las negociaciones de su familia política y exigió que le devolvieran a su hijo. Maximiliano la ignoró. Alice bombardeó al emperador con cartas donde exigía a su bebé de vuelta, y se apoyó en la embajada de su país para presionar.

A fines de octubre de 1866, cuando era evidente el derrumbe del imperio, y Carlota ya no se encontraba en territorio mexicano, Maximiliano ordenó que el pequeño fuese entregado a su madre.

Cada quién siguió su camino: Maximiliano y su proyecto monárquico se desvanecieron, y el pequeño Agustín viviría más de sesenta años más.

¿QUÉ FUE DEL PRINCIPITO?

Agustín Iturbide y Green, por insólito que parezca, pudo hacer su vida en México. Incluso, cuando al joven le dio por seguir la carrera de las armas, a nadie le pareció un factor de preocupación, por si a algún nostálgico se le ocurría ponerlo a la cabeza de alguna conspiración monárquica.

Se había educado en distinguidos colegios de Estados Unidos e Inglaterra, cobijado por una familia que seguía sintiéndose de príncipes de sangre real. Por eso resulta todavía más curioso que decidiera regresar a vivir en México en 1888, cuando ingresó al ejército mexicano con el grado de alférez, en el 7º. Regimiento de Caballería Permanente.

Nada ocurrió sino hasta dos años después, cuando el gobierno de Porfirio Díaz se dio cuenta de que el muchacho solía opinar con frecuencia acerca de la vida política del país, pues no eran pocos los corresponsales extranjeros que lo buscaban para entrevistarlo.

Un pequeño escandalo se armó cuando alguna declaración del joven Iturbide fue, en su opinión, sacada de contexto, y el muchacho hizo publicar una carta abierta donde negaba cualquier simpatía con el maltrecho partido conservador.

Al gobierno porfirista no le importaron las aclaraciones del joven y lo sacaron del Ejército. Como Iturbide y Green tenía también nacionalidad estadunidense, decidió que más le valía cambiar de aires y se marchó del país.

El “príncipe” Iturbide pasó el resto de su vida en la Unión Americana, trabajando para ganarse la vida como profesor de español en un colegio de jesuitas en Georgetown. Como ya estaba fuera del alcance de don Porfirio, siguió dando entrevistas, y criticando abiertamente el régimen mexicano cada vez que le preguntaban.

Como quedó algo asustado de los tiempos en que el gobierno de don Porfirio le puso la lupa encima, desarrolló una especie de paranoia que nunca lo abandonó, y con ella murió en 1925: aseguraba que el gobierno mexicano -el que fuera- lo acechaba constantemente, aguardando el momento adecuado para asesinarlo.