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El Sapo, un multiasesino insólito

Sin duda, era uno de los personajes más perturbadores que habitaron en la Penitenciaría de Lecumberri. Con desparpajo, narraba un rosario de crímenes, sin el menos asomo de inquietud, vergüenza o culpabilidad. Es más, estaba orgulloso de algunos de aquellos sucesos. Tanto, que hasta ensayó su autobiografía. 

Historias sangrientas

Tanto los documentos del siquiatra que trató con él, como la nota del reportero estadunidense que reseñó su boda, hablan del Sapo como un hombre

Tanto los documentos del siquiatra que trató con él, como la nota del reportero estadunidense que reseñó su boda, hablan del Sapo como un hombre "de rostro monstruoso y repugnante"

Cuando la prensa de la ciudad de México detectó al personaje, ya tenía un largo camino en la ruta del asesinato. Una vez que fue destinado a la Penitenciaría, el “Palacio Negro” de Lecumberri, se volvió una de sus “estrellas”, uno de esos criminales famosos al que los reporteros de la fuente policiaca no le perdían la pista, porque con José Ortiz Muñoz, cuyo apodo de toda la vida era “El Sapo” todo era posible: desde que lo agarraran de buenas y empezara a contar la historia de “sus muertos” o que mandara al otro mundo a alguien, dentro del penal. Así era El Sapo, un multiasesino al que le encantaba hablar.

Tenía una sonrisa torcida, que daba escalofríos. Unos ojillos pequeños, que podían mirar con relámpagos de odio. Para El Sapo, matar era una cosa de todos los días, fuera por encargo, por resolver algo que no le gustaba, obtener lo que quería, o resolver un rencorcillo que le molestaba en algún rincón de sus sentimientos. Para él resultaba igual.

Llevaba la cuenta de los asesinatos que había cometido a lo largo de su vida, y aseguraba que ascendían a 135. El Sapo tenía una memoria que el lugar común no puede sino calificar de prodigiosa: recordaba todas las circunstancias y detalles de cada uno de sus crímenes. El primero de ellos, lo cometió siendo niño, “por envidias”. De alguna manera, para escalofrío de quienes intentaron descifrar el oscuro caldero que bullía en su cabeza, el Sapo estaba orgulloso de sus 135 crímenes. Lo más extraño de todo, es que a José Ortiz Muñoz jamás se le declaró enfermo mental ni se pensó en internarlo en alguna institución de salud, dado su historial.

Era como si las autoridades policiacas mexicanas de la década de los 40 del siglo XX hubieran llegado a la conclusión de que, simplemente, el Sapo tenía, como oficio conocido, el acto de matar. Una chamba como cualquier otra, y un hábito tan natural como escoger los bolillos más dorados en la panadería, o preferir los tacos de carnitas sobre los de barbacoa.

Así de sencillo.

DE LA ENVIDIA AL ENCARGO

José Ortiz Muñoz saltó a la fama en 1941, cuando, si se hace caso de sus propias narraciones, llevaba 24 años matando gente. La policía de la ciudad de México lo buscaba por todo el país, y logró que sus colegas de Coahuila localizaran al Sapo en la ciudad de Torreón. Era octubre, y las notas de aquellos días describían al personaje como soldado, adscrito al Segundo Batallón de Infantería, que tenía su cuartel en la capital del país, en la Escuela de Tiro.

¿Y por qué la policía quería agarrar al Sapo? Se le señalaba como responsable de la muerte de un pandillero llamado Francisco Jarero. El detalle fue que, cuando lo capturaron y lo trajeron a la capital, el Sapo comenzó a hablar, y no hubo manera de pararlo: sí, había matado a Jarero a puñaladas… por órdenes de su superior, el teniente coronel Miguel Aranda Calderón. Aranda, remató el Sapo categóricamente, lo tenía elegido de entre la tropa para que fuera su “pistolero de confianza”.

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El asunto se volvió un escándalo con las declaraciones del Sapo, que se puso lenguaraz: una vez que mató al pandillero, llevó el cadáver ante el teniente coronel, a la voz de “¡A la orden, mi jefe! ¿Es este el que me encargó o me equivoqué?” En recompensa, le regalaron la pistola de su víctima. Como el ruido por el crimen no aminoraba, Aranda le ordenó al Sapo desaparecerse un rato, hasta que pasara el escándalo. Ya le mandarían dinero para sostenerse, cosa que ocurrió. Por eso el alegre desparpajo del Sapo puso al descubierto los peculiares métodos del teniente coronel Aranda.

Y no solo eso: una vez en la ciudad de México, las autoridades y la prensa le rascaron más a la vida del peculiar personaje, que resultó ser el jefe de una banda de delincuentes que, en los alrededores de la Escuela de Tiro, es decir, en las colonias cercanas a los llanos de Balbuena, se dedicaban a asaltar, a matar y a violar.

Ortiz Muñoz permaneció algunos meses en la Penitenciaría de Lecumberri. Luego, por el asesinato de Jarero y todos los crímenes que le pudieron probar, lo sentenciaron a 28 años de cárcel que transcurrirían, en principio, en el llamado “Palacio Negro”.

Ese peculiar rasgo de la personalidad de el Sapo, la capacidad de recordar todos sus crímenes comenzaron a convertirlo en una oscura celebridad de la Penitenciaría.

LOCO, NO ESTABA

No bien el Sapo se sintió cómodo en Lecumberri, empezó a darse cuenta de que en la cárcel también podía ejecutar su oficio de asesino por encargo. Eran los años en que se hablaba de “matonismo” o “pistolerismo”, y buena parte de los hombres, fueran abogados o comerciantes, andaban armados.

A fines de 1942, con la aparición en la vida pública del asesino serial Gregorio, “Goyo” Cárdenas, culpable de tres asesinatos de mujeres, revivieron los afanes médicos para desentrañar el mecanismo del mal y determinar qué factores podían convertir a un hombre o una mujer cualquiera en asesinos despiadados. Pero, si en el porfiriato este afán se expresaba en medirle las cabezas a los delincuentes, examinar las circunvoluciones de los cráneos y trazar perfiles que asociaban a los indígenas y mestizos con las tendencias al crimen y a la violencia, treinta años más tarde estaba de moda echar mano de las evaluaciones siquiátricas. Esa tendencia, que duró muchos años, fue la que se aplicó sobre Goyo Cárdenas para encerrarlo varios años en el manicomio de La Castañeda, y se emplearía para estudiar a criminales con claros signos de enfermedades mentales, como un famoso asesino de mediados del siglo XX, Higinio “El Pelón” Sobera de la Flor.

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En el caso del Sapo, encarcelado meses antes de los crímenes de Goyo Cárdenas, pasó mucho tiempo antes de que a alguien se le ocurriera acercarse a estudiarlo desde la perspectiva siquiátrica, cosa que ocurrió en 1953. Para entonces, y con ocasionales entrevistas concedidas a la fuente policiaca, el Sapo llevaba una docena de años encerrado. A los reporteros que se le acercaron, no sólo les contó sus andanzas, sino que se puso fabulador. En 1947 le contó a un reportero de El Universal, novato, seguramente, que él había matado, con una metralleta, a 120 personas en la manifestación sinarquista de enero de 1946. Eso era imposible, porque el Sapo estaba en la cárcel desde 1941.

Lo que sí ocurrió fue que el 7 de septiembre de 1950, el Sapo mató dentro del penal a un ladrón cubano, Isidro Martínez García. En una mezcla de impunidad y orgullo, el asesino empezó a gritar: “¡Con este, ya son 143 los que he matado…! ¡Qué importa uno más! ¡Hacía ya cuatro años que no me echaba a nadie al pico!”… lo que quería decir que el cubano no era la primera víctima del Sapo dentro de la penitenciaría.

El crimen puso al descubierto los mecanismos de violencia con que el director de Lecumberri, el coronel Francisco Linares gobernaba la prisión. Un grupo de presos aseguraron que Linares planeaba matarlos, empleando al Sapo como sicario.

Dos años después, el Sapo volvió a aparecer en la prensa: peleó con otro recluso apodado “El Caballo” por ver “quién era mejor para los puñetazos”, y recibió varias heridas de navaja.

Es natural que, a esas alturas de los años 50, el Sapo llamara la atención de los siquiatras. Edmundo Buentello, siquiatra, se acercó al personaje. Le llamó la atención el hecho de que nadie hubiera intentado analizar al asesino múltiple y mucho menos que nadie hubiera intentado declararlo “loco”, paranoico o sicópata, para enviarlo a una institución siquiátrica. Por los escritos de Buentello sabemos que al Sapo no le perturbaba matar y que llevaba en la memoria el registro de todos sus asesinatos, con nombre circunstancia y fecha.

Su primer muerto era un recuerdo infantil: él y otro compañerito eran los preferidos de su profesora, en si Durango natal. El Sapo, que entonces se llamaba solamente José Ortiz Muñoz, mató al chiquillo hundiéndole varias veces la punta de un compás en el corazón. El pequeño asesino tenía 9 años y como en Durango no había prisión para menores, permaneció encarcelado junto a adultos hasta que cumplió 14 años. El padre de José, un militar, dejó que su hijo se quedara encerrado para que “aprendiera la lección”. Lejos de eso: cuando salió, en 1922, se fue a Monterrey, se hizo soldado y siguió matando.

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Fue el siquiatra Buentello el que se enteró de la afición del Sapo por leer novelas policiacas, pero como en la cárcel no tenía acceso a lecturas, el criminal empezó a escribir ¡su autobiografía!

HASTA LOS SAPOS TIENEN SU CORAZONCITO

Aquel 1953 fue un año especial para José Ortiz Muñoz: no solo quedó testimonio de que perfil de “máquina de matar”. ¡Se casó! La novia era María de Jesús Torres, encarcelada por robo de joyas. La chica, de 18 años, fue audaz: el sapo era una celebridad en Lecumberri y ella pidió permiso para conocerlo. Se dijo que aquello fue amor a primera vista. Se casaron a mediados de agosto y el director de Lecumberri les dio un regalo de bodas: ¡dos días de luna de miel, encerrados en la celda del asesino!

La boda del Sapo fue tan notoria que hasta en la prensa de Estados Unidos se publicó la información.

La boda del Sapo fue tan notoria que hasta en la prensa de Estados Unidos se publicó la información.

Tan famoso era el Sapo, que la nota del matrimonio apareció en la revista estadunidense Time, el 31 de agosto de aquel año, titulada “Boda en la crujía”. Que el novio habló con el reportero, es claro: en la nota está su primer crimen, sus días de asesino de revolucionarios de la revuelta de Saturnino Cedillo, algunos de sus asesinatos en la cárcel. Indiscutiblemente era mucha tentación para un reportero gringo hablar con aquel hombre de “rostro repugnante”.

EPÍLOGO DE VENGANZA

María de Jesús purgó una pena de dos años en Lecumberri. Cuando salió, visitó a su marido, sin fallar una sola vez, mientras el Sapo permaneció en la Penitenciaría.

En 1960, el Sapo fue trasladado al penal de las Islas Marías. A los pocos meses, se informó que había muerto en una riña. Alguna cuenta pendiente había dejado el hombre, que no alcanzó a prevenir: la anécdota asegura que el cuerpo del Sapo tenía un machetazo por cada uno de los asesinatos cometidos en su vida.