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Tumulto, fuego y papeles: de cómo Carlos de Sigüenzay Góngora salvó la memoria de la Nueva España

Hubo momentos de especial zozobra y violencia en la vida novohispana: los ánimos exaltados y las diferencias irreconciliables, las malas cosechas y la escasez de alimentos podían desatar la furia colectiva. A veces estaba detrás la zarpa de la manipulación política. Pero en otras ocasiones era algo más sencillo y más violento: el hambre y la desesperación. En esas crisis el Real Palacio, asiento del poder virreinal, se convertía en el objeto a destruir, con todo lo que había dentro

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Los tumultos en lña vida novohispana fueron abundantes y se dieron en diversas partes del reino. Muy sonados fueron los ocurridos en la ciudad de México, grandes y violentos, a grado tal, que algunos, como el de 1624, fueron representados en ilustraciones de publicaciones europeas, como esta. pero el de 1692, sería más dañino y terrible./

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Difíciles habían sido los meses de abril y mayo de 1692: había hambre en la Nueva España, y los habitantes de la ciudad de México padecían la escasez de trigo y de maíz. En los primeros días de junio, la gente común, la más humilde, la más desamparada, bullía en las cercanías de la alhóndiga de la capital, a pocos pasos del Real Palacio, el hogar del virrey. Un zumbido de palabras fuertes e irritadas se podía escuchar a lo lejos.

Los memoriosos no vacilaban en advertir de la inminencia de un “tumulto”, como se llamó en aquellos siglos a los estallidos de furia popular, furia que arrasaba lo que encontraba a su paso, exigiendo la resolución de sus problemas. Uno de esos memoriosos era el sabio, cosmógrafo real y agudo pensador don Carlos de Sigüenza y Góngora, quien, en sus habitaciones de capellán del Hospital del Amor de Dios, se inquietaba por lo que le informaban.

Cuando estallaba un tumulto, la ira colectiva tenía claro a quién reclamarle, y sin darle muchas vueltas, el populacho enardecido, a veces azuzado por los protagonistas del conflicto, iba a hacerle una visita al virrey en turno. Y entonces no era raro que empezaran las fogatas destructoras, las sesiones de pedradas, los insultos a gritos. Bien lo sabía Sigüenza, porque se recordaban al menos otros dos tumultos graves, ocurridos en el pasado, y en aquellas ocasiones -y eso era lo que afligía al buen sabio- la ira de la plebe, que no respetaba nada, muchos papeles valiosos para la historia del reino se habían perdido, pasto de las llamas y la destrucción.

Esa noche, la del 7 de junio de 1692, Carlos de Sigüenza y Góngora, hábil polemista, crítico de la sinrazón y las supersticiones ignoraba que, en pocas horas, se metería en una aventura insólita: iba a convertirse en rescatador de la memoria de la Nueva España.

Archivos y tumultos

Eran los papeles lo que preocupaba a don Carlos: memorias, informes y documentos administrativos que podían narrar lo que habían sido 142 años del gobierno del reino de la Nueva España. Se trataba el Archivo de la Secretaría del Virreinato, formado desde 1550, por órdenes del primer virrey, don Antonio de Mendoza.

También se encontraban ahí los materiales que documentaban los grandes hechos de estas tierras, la sucesión de virreyes, sus glorias, pero también sus grandes yerros. Los papeles de la administración de justicia también estaban almacenados en aquel archivo: los crímenes estremecedores, los que hoy vemos como brutales castigos corporales que se administraban a los criminales. Los claroscuros de la Nueva España estaban ahí, depositados en oficinas del Real Palacio del virrey.

Y Carlos de Sigüenza tenía buenas razones para estar preocupado: la tensión era perceptible en el aire de la ciudad de México; era junio, y la crisis de alimentos se remontaba al verano del año anterior. Las autoridades no acababan de atinar en la solución, y la gente tenía hambre. Aquella noche, hombres y mujeres, irritados, rondaban el almacén de granos de la ciudad, la alhóndiga, seguros de que había trigo y maíz ahí dentro, y las autoridades se los negaban.

Sí, parecía que volvería a haber tumulto. A Sigüenza no se le borraban de la cabeza las historias de los sucesos de otros tiempos. El primero de aquellos disturbios era cosa vieja, a causa de peleas entre las autoridades eclesiásticas y civiles, que azuzaron al pueblo. Mucho más sonado fue el tumulto de 1624, cuando la muchedumbre enfurecida se fue contra el Real Palacio, descontentos por las maniobras del virrey Marqués de Gelves, que había intervenido en la red de abasto de granos de la ciudad, en un intento por resolver los problemas de escasez. Era una época dura: aquel virrey se enfrentó también con las autoridades eclesiásticas por la administración de las doctrinas y el trabajo de los indios. Aquel pleito había llegado hasta el destierro del arzobispo de México, suceso que fue aprovechado para alborotar a los indios en torno al dignatario.

Hubo tumulto y motín: los indios, enfurecidos tanto por el destierro del arzobispo como por los problemas de alimentación y de explotación, culparon al marqués de Gelves y arrasaron el real Palacio. Tan sonado fue aquello, que hasta en publicaciones holandesas aparecieron grabados que describían la destrucción de la sede de la autoridad virreinal novohispana.

En aquellos dos sucesos, buena parte del archivo del reino se había perdido. A nadie le interesaban los papeles cuando había que correr y salvar la vida. Casi noventa años después del desastre, Carlos de Sigüenza y Góngora se angustiaba por lo que podía ocurrir.

“¡Tumulto, señor!”

Eso fue lo que escuchó el sabio Sigüenza cuando estalló el motín y un sirviente entró corriendo a avisarle. En realidad, era el resultado de un problema muy conocido. El verano de 1691 había sido terrible para los cultivos. Llovió en demasía, se perdieron las cosechas y la capital quedó inundada. El trigo y el maíz escasearon, aumentaron de precio y el hambre empezó a pasearse por la ciudad. Había poco pan, y pocas tortillas, todo carísimo.

Para colmo, en agosto de ese año, ocurrió un eclipse de sol, y la imaginación popular le achacó al fenómeno astronómico la pérdida de las cosechas. Se racionaron los granos y el virrey conde de Galve, protector de Sigüenza, intentó convencer a agricultores de regiones más alejadas, que vendieran granos para alimentar a la ciudad. Pero los productores rechazaron el precio que ofrecía el virrey, y todo 1691 fue de hambre y carestía. La gente chismeaba que, con seguridad, era el canijo virrey el que tenía acaparados los granos.

En abril y mayo de 1692, las autoridades habían intentado almacenar maíz y trigo en la alhóndiga. Pero la gente, desesperada, tenía rodeado el edificio, exigiendo que le vendieran todo lo que se pudiera, temerosa de que volviera la escasez. En opinión de Sigüenza, el problema no era solamente la falta de granos, sino la especulación. El cosmógrafo real traía entre ojos a las indias vendedoras de tortillas, y opinaba que ellas sí estaban acaparando maíz para luego vender con mayor ganancia.

Pero la noche del 7 de junio de 1692 ya era tarde para preocuparse por eso. A Sigüenza le contaron que el escándalo comenzó cuando un alguacil de la alhóndiga, zarandeado por la multitud apeñuscada, le soltó un golpe a una india, que cayó al suelo, lastimándose de gravedad. La gente, indignada, la recogió y se movieron hacia el Real Palacio para quejarse, pero nadie los atendió.

Con los ánimos exaltados, la muchedumbre fue a tocar las puertas del Palacio Arzobispal, donde intentaron calmarlos, y les aseguraron que habría justicia. Aunque no de buena gana, la multitud se dispersó.

Parecía que los ánimos se calmaban: al día siguiente el virrey pudo ir a misa con toda tranquilidad, aunque al entrar al templo de Santo Domingo, alcanzó a escuchar insultos dirigidos a él. Un enviado suyo acudió a la alhóndiga, para cuidar que el reparto de granos fuera equitativo. Como todo transcurría con tranquilidad, el funcionario se retiró hacia las cinco de la tarde.

De inmediato empezaron las quejas y los reclamos, y los granos ya se estaban agotando. Otra vez, hubo palabras fuertes, empellones. Una india cayó al suelo y fue pisoteada y murió. Sigüenza diría después que la muy tramposa se hizo la muerta. Como el día anterior, recogieron el cuerpo, y los enfurecidos vecinos se fueron al real palacio. Pero nadie les prestó atención.

Entonces se desató la furia. Los indios apedrearon la puerta del palacio. El tumulto era un hecho. Gente de toda clase, españoles pobres, indios, negros, castas, se unieron en una marejada furibunda que saqueó los comercios, los cajones de los vendedores de la Plaza Mayor. Aguantando, la guardia del virrey lanzaba tiros al aire para asustar a la gente. Pero la plebe no se retiraba. “¡¡¡echen tortillas!!!”, reclamaban.

Desde su ventana, Sigüenza vio a la gente correr hacia la plaza para sumarse al botín. “¡Mueran el virrey y el corregidor!” “¡Muera el mal gobierno!” eran los gritos que escuchó con mayor frecuencia.

Entonces, empezó el fuego.

Según Sigüenza, el enorme incendio empezó en los cajones de comercio cercanos a Palacio. Furiosa, la gente pegó fuego a las casas del Ayuntamiento y el Cabildo de la ciudad. Luego, las llamas llegaron a la residencia del virrey que también era la sede del gobierno. Todo era un caos: los presos se fugaron y la guardia del virrey empezó a disparar contra los amotinados. De nada sirvieron los llamados al orden de jesuitas y mercedarios.

De la catedral salió un sacerdote, llevando en alto el Santísimo. Algunos de los rebeldes se arrodillaron por unos momentos y siguieron al cura, que caminó en torno al palacio en llamas. Esa pausa fue aprovechada por Sigüenza para entrar, con algunos amigos y servidores a rescatar los archivos del reino, desafiando el fuego.

(Continuará)