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El vendaval violento de Fidel Corvera Ríos

¿Cómo se llega al mundo criminal? En el México de los años 50, la tentación de la vida fácil y la prosperidad gratuita llamó a un profesor de educación física, que, al ceder, entró en un mundo donde aprovechó formación y capacidades, para convertirse en un peligroso asaltante, y terminar sus días en una oscura guerra carcelaria por el control de la venta de drogas.

Historias sangrientas

Encarcelado, Corvera Ríos quiso ser el jefe de la venta de drogas de Lecumberri. Acabó asesinado en Santa Marta Acatitla.

Encarcelado, Corvera Ríos quiso ser el jefe de la venta de drogas de Lecumberri. Acabó asesinado en Santa Marta Acatitla.

El Buick negro, sin placas, le cerró el paso a la camioneta de la Tesorería del Departamento del Distrito Federal, que circulaba por Paseo de la Reforma, rumbo a Tacubaya. Era día de quincena, 14 de octubre de 1958, y, gente de hábitos, al fin y al cabo, el conductor y sus dos compañeros hacían su camino de siempre. Esa modorra se disipó cuando los hombres armados que bajaron del auto negro los amagaron. Con rapidez, les arrebataron la camioneta. Cuando rindieron declaración, los empleados del DDF dijeron que los asaltantes seguían las órdenes, sonoras y concretas, de un hombre alto, corpulento, fuerte, que portaba un sombrero texano de color negro y portaba en la mano una pistola.

Fue el crimen más sensacional de 1958, tanto por su violencia, como por su extraño final. En una ciudad de México donde el robo de autos era el delito más frecuente, el asalto a la camioneta que transportaba la nómina de los empleados de la dirección de Aguas y Saneamiento sorprendió a los capitalinos y a la mismísima policía: el botín era escandaloso: nada menos que un millón 600 mil 200 pesos. Naturalmente, se volvió nota de primera plana, y de paso, hizo visible a un peculiar personaje, arrojado y astuto, capaz de cometer sonados robos: respondía por Fidel Corvera Ríos, y se convirtió en uno de esos criminales legendarios en la narrativa de la nota roja capitalina. Por astuto, por contundente, por arrojado. Demostraría que confiaba mucho en sí mismo: lo suficiente como para burlarse de las autoridades.

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Aquel hombre se volvería una de las presas codiciadas por la policía capitalina. Resultaría, que, a ratos, los reporteros de nota roja escribían acerca de él con un dejo de admiración, como si fuera un personaje de una historieta de aventuras. Pero ese criminal era un hombre violento, y, decidido a caminar por la ruta de la delincuencia, se encontraría a la muerte en los pasillos de una cárcel capitalina.

EL GRAN ROBO DE LA NÓMINA DE AGUAS Y SANEAMIENTO

Atónitos, los empleados de la Tesorería del DDF no acababan de comprender lo que les ocurría. A jalones y amenazas, los hombres del auto negro los bajaron de la camioneta. Un sujeto moreno, gordo y bajito, se puso al volante del vehículo oficial. Los demás se amontonaron en los asientos. Al chofer y los dos hombres que lo acompañaban, los ataron de manos y pies y los amordazaron. Los arrojaron al piso de la parte trasera de la camioneta. Ahí, sintieron que el vehículo arrancaba dando un brinco.

La camioneta robada, a toda velocidad, se dirigió a Avenida Patriotismo. Quiso el destino que un ciclista se atravesara en la ruta de escape de los asaltantes. Fue arrollado. La ansiedad y la adrenalina aumentaron en el cuerpo del gordo que manejaba la camioneta robada. Desde luego, no se detuvieron para saber qué había ocurrido con el atropellado.

Un camión de redilas que circulaba detrás de la camioneta robada, empezó a seguir a los delincuentes. El chofer tocó varas veces el claxon para llamar la atención del agente de tránsito José Estévez Rosell, quien pensó que se trataba e una de esas pequeñas escaramuzas que ocurrían todos los días en las calles de la ciudad de México. Acaso un cerrón, un golpe menor, un rayón que se solucionaría con un poco de buena fe y un amable jalón de orejas. Pensando esas cosas, el agente Estévez hizo señales a la camioneta del DDF para que se detuviera.

Los delincuentes disminuyeron la velocidad, pero no pararon la camioneta. Estévez, decidido a poner orden en lo que suponía aún un incidente menor, saltó sobre la parte trasera del vehículo. No tuvo tiempo para más: el hombre del sombrero texano negro entreabrió la puerta trasera, cortó cartucho y disparó contra Estévez, que cayó muerto al instante. El gordo conductor hundió el pie en el acelerador, dejando atrás el cuerpo sin vida del agente de tránsito.

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Se armó una peculiar persecución: la camioneta del DDF escapaba a toda velocidad, ando brincos y tumbos, pasándose los altos, agarrando ruta hacia el Camino al Desierto de los Leones. El camión de redilas que alertó al agente de tránsito, la seguía. Se sumó un Volkswagen conducido por un hombre, Óscar Méndez Conde, que atestiguó el asesinato del agente Estévez. Si los asaltantes se dieron cuenta de que los seguían de cerca, no les importó. Lo único que deseaban era escapar con su botín. Agarraron el camino a Magdalena Contreras.

Pasaron delante de una patrulla. Óscar Méndez tocó el claxon, desesperadamente, para llamar la atención de los policías. Lo consiguió. Con sirena abierta, la patrulla se sumó a aquella persecución. De repente, la camioneta de los delincuentes se frenó en seco. El camión de redilas se estampó contra la parte trasera de la camioneta, y el Volkswagen no pudo frenar. Acabó encajado en el camión.

La camioneta en fuga arrancó y avanzó. No duró mucho el escape: el vehículo estaba seriamente afectado por la violencia del choque. Se detuvieron en avenida Contreras. Ahí los alcanzó la patrulla policiaca.

Sin dudar un instante, el hombre del sombrero texano negro abrió fuego, e hirió a uno de los policías, que bajaba de la patrulla. Los otros ladrones dispararon contra el otro policía, que se parapetó en su vehículo. Era la oportunidad: los asaltantes se perdieron en las barrancas. Atrás dejaban a un policía herido de gravedad. Lo absurdo: tanta violencia y una fuga caótica y desordenada, y habían dejado el botín. El millón 600 mil pesos fue recuperado por las patrullas de refuerzo que llegaron poco después.

LA BANDA DE FIDEL CORVERA

Muy pronto fueron identificados los asaltantes de la camioneta del departamento del Distrito Federal. El chofer identificó a Hugo Izquierdo como parte de la banda y el mismo que, en ocasiones había sido visto frente a la pagaduría de Aguas y Saneamiento, al volante de un Buick negro. Izquierdo, y su hermano Arturo, tenían carrera delictiva. Veracruzanos, habían sido sentenciados, una década atrás, a 20 años de prisión, por el homicidio del senador Mario Angulo. ¿Por qué estaban en libertad? Habían apelado aquella sentencia, y se dijo que manos poderosas, involucradas en la muerte del senador, habían ayudado a que los ejecutores dejaran la prisión.

Cuando la policía intentó detener a Hugo Izquierdo, resultó que traía en la bolsa un amparo, tramitado cuatro días antes del fracasado asalto, y aseguró haber pasado la mañana del crimen en la Octava delegación de policía.

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Las autoridades no se dieron por vencidas. Dieron con los amigos cercanos de los hermanos Izquierdo. Uno de ellos, Juan Galicia, se dobló en el interrogatorio. Confesó y dio el nombre de todos los integrantes de la banda: Julián Plata, José Luna y Francisco Palma. Había un líder, un jefe: Fidel Corvera Ríos.

Algunos de los integrantes de la banda fueron capturados. Faltaban Corvera, Luna y Palma, quienes escaparon a Veracruz, donde permanecieron ocultos el resto de aquel agitado 1958. Entretanto, la prensa de la ciudad de México se hacía lenguas acerca de la personalidad de Fidel Corvera.

El sombrero texano y la pistola calibre 45 que empleó para matar al agente de tránsito, se volvieron sus rasgos distintivos. Se habló de él para ejemplificar lo que ocurre cuando la tentación de la vida fácil le gana a los escrúpulos, pues Corvera Ríos había sido profesor de educación física, era un consumado asaltante, y7 en el momento de su identificación, la policía descubrió que había seis órdenes de aprehensión en su contra, por robo, asociación delictuosa, disparo con arma de fuego y homicidio. Su última visita a la penitenciaría de Lecumberri había sido por la ejecución de un asalto a una joyería, a pocos metros del mercado Abelardo L. Rodríguez. Aquella vez, el botín había sido una pequeña fortuna: 200 mil pesos. Se acababa el año, y la policía de la ciudad de México se quedó con un palmo de narices: Corvera no salía de su escondite.

LA CAÍDA, LA GUERRA CARCELARIA, LA MUERTE

Fidel Corvera se pasó de confiado. Después de algún tiempo, juzgó que ya había pasado el peligro, y que podría volver a sus actividades criminales en la capital. La soberbia lo perdió.

En enero de 1959, tres meses después del asalto fracasado y la fuga enloquecida, un humilde policía auxiliar presenció cómo un auto se estrellaba contra un poste. Dentro, había un hombre en completo estado de ebriedad. Sin dudarlo, el policía se acercó a mirar al autor del desaguisado. Estaban en las cercanías del Panteón Español. El borracho bajó, tambaleante, del auto. Traía en la mano una pistola, e intentó escapar a pie.

El policía no dudó en cumplir con su trabajo, a pesar de que iba vestido de civil, pues apenas iba a iniciar su turno. Miró al borracho: alto, fuerte, de bigote. Llevaba un sombrero texano de color negro. Fue reconocido casi de inmediato: se trataba del asaltante Corvera. Con un golpe de audacia, el policía auxiliar logró quitarle la pistola 45 y someterlo. A poco, los periódicos vespertinos rodaban por las calles: ¡Cayó Corvera Ríos!

Las investigaciones demostraron que el jefe de la banda de asaltantes manejaba un auto robado cuando se estrelló contra el poste. No hubo modo de negar nada: todos los testigos lo identificaron y lo señalaron como el jefe de la banda y como el asesino del agente de tránsito José Estévez. La violencia del asalto cometido en octubre le garantizó a Fidel Corvera una sentencia de 40 años de prisión.

Si en aquellos días las madres y abuelas que regañaban a los chamacos rebeldes y mal portados buscaban un ejemplo de “mala cabeza”, bien podían recurrir a usar como ejemplo a Fidel Corvera Ríos, que fue enviado a purgar sentencia en la Penitenciaría de Lecumberri. Pero una vez que el antiguo maestro de educación física estuvo en el penal, decidió dedicarse a algo interesante: se involucró en la venta de droga, no muy disimulada, que era cosa cotidiana en el Palacio Negro.

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Corvera aspiraba a convertirse, al precio que fuera, en el controlador de la venta de drogas: heroína, cocaína, marihuana. En aquella cárcel, una nueva “escuela del crimen” no faltaba quien, atenazado por la adicción hiciera lo que fuera por su dosis diaria de mota o de “tecata”, el mote de la heroína. Naturalmente, era un fenómeno de corrupción permitido por las autoridades de la penitenciaría, que se llevaban su buena tajada de beneficios.

Así empezó Corvera su negocio: se atrajo la colaboración de un par de carceleros, contrató mujeres para que introdujeran marihuana escondida en sus cuerpos. Naturalmente, le disputaron el negocio. Corvera no vaciló en cometer algunos homicidios y ordenar otros. Nadie se escandalizaba: era cosa menor en la vida diaria de Lecumberri.

Pero Fidel Corvera Ríos quiso picar muy alto: parecía que todo lo podía. Participó exitosamente en un intento de evasión del que salió herido, ocultándose en los márgenes del Gran Canal del Desagüe. Traía una pierna en mal estado, pero aún así inspiraba miedo. Logró amedrentar a los habitantes de una casa de las colonias aledañas a Lecumberri. La policía peinó la zona en busca del asaltante. Lo encontraron, maltrecho y convaleciente, oculto en un ropero. Las manchas de sangre de unas sábanas, inexplicables, dieron la pista.

Corvera fue devuelto a Lecumberri, pero no pasó mucho tiempo antes de que lo transfirieran a Santa Marta Acatitla, donde también quiso hacerse con el control del tráfico de drogas. Pero sus nuevos rivales conocían su fama y no estaban dispuestos a darle margen de operar.

Hubo una racha de homicidios de gente de Corvera y de sus rivales. Nadie admitía traiciones o vacilaciones. Pero cuando le mataron a dos de sus hombres, durante una función de cine, Corvera sintió el aliento de la muerte en la nuca. Se encerró en su celda, casi nunca salía de ella. No importó: lo asesinaron con una “punta”, mientras dormía. Había caído en la brutal guerra soterrada de las cárceles mexicanas.