Opinión

Almas atormentadas, tristes suicidas

Almas atormentadas, tristes suicidas

Almas atormentadas, tristes suicidas

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Hay quienes, incluso al escapar por lo que los lugares comunes del periodismo llaman “la puerta falsa”, eligen proceder de manera inolvidable. Eso fue lo que hizo la joven Sofía Ahumada, que el último día de mayo de 1899 se lanzó de la torre poniente de la Catedral Metropolitana, convirtiéndose en una suicida de lo más notorio en los recuerdos que, al respecto, tenían los habitantes de la Ciudad de México.

Los periódicos “de a centavo”, de manufactura industrial, vendieron ejemplares como nunca, revelando desagradables detalles acerca del aspecto del cadáver de la desdichada mujer. Eso sí, sus compradores se contaron por miles. A medio camino entre el horror y la curiosidad morbosa, los capitalinos querían saber los detalles del suceso.

Desde el funcionario más empingorotado hasta las chinas más humildes y los léperos más desarrapados, todos deseaban enterarse de los dolores y la desesperación que habían llevado a la señorita Ahumada a poner fin a su vida. Muchos de aquellos capitalinos conocieron los detalles del caso por medio de la hoja volante producida por la Imprenta de Antonio Vanegas Arroyo, en el número 1 de la calle de Santa Teresa. La hoja aquella fue muy demandada. Para quienes no sabían leer o lo hacían con dificultad, el trabajo del grabador José Guadalupe Posada, añadido al breve texto contenido en el papel, era mucho más explícito que todos los textos escandalosos de la tierra: la imagen de la mujer, con los ojos desorbitados y los cabellos sueltos, precipitándose al suelo, conmovió a la ciudad entera, que se deshacía en especulaciones. Como la suicida iba elegantemente vestida, se dijo que un descuido, un lamentable descuido la había hecho perder el equilibrio y, en vez de disfrutar la hermosa vista de la ciudad, se había encontrado con la muerte.

Pero muchos eran escépticos. ¿Accidente? ¿Cómo cree? Seguro que la muchacha sufría de mal de amores; seguro que todo era culpa del novio de la señorita Ahumada… porque… tendría que tener novio, ¿no?

Poco a poco, empezó a fluir la información. Sí, Sofía Ahumada tenía un novio, de oficio relojero y que daba mantenimiento al reloj de Catedral. Se llamaba Bonifacio Martínez. Con él, con el asistente del relojero, Vicente Estrada y otras dos personas, Sofía había subido al campanario, a encontrarse con su destino. Aparecieron la hermana y el cuñado de la suicida; contaron que ella era obrera en una fábrica que estaba en la colonia Guerrero, y llevaba días con el carácter cambiado: triste, llorosa, sin apetito ni voluntad de hacer nada. Tres amigas de la difunta aseguraron que Sofía había perdido las ganas de vivir.

Uno de aquellos periódicos modernos, El Imparcial, puso a uno de sus repórters —nombre que en aquella época se daba a los reporteros— a indagar lo que ocurrió. El periodista dio orden al rompecabezas y contexto e historia a aquellos pobres restos –el cráneo deshecho, la masa encefálica dispersa, los ojos saltados. Se supo que, después de que el relojero hiciera su trabajo, discutió con Sofía. Ella, exaltada, reclamaba que tal vez el novio quisiera terminar la relación. “¡Pues terminemos!”, gritó ella, lanzándose al vacío.

Se terminaba el siglo XIX, y en el suicidio de Sofía Ahumada hubo quienes vieron una mala señal, acaso relacionada con los rumores y consejas acerca del inminente fin del mundo.

Pero, finalmente, el mundo no se terminó; la ciudad habría de conocer, en los años que siguieron, suicidios tanto o más escalofriantes que el de la señorita Ahumada y, al paso de los años, el grabado que la representa en el momento de su muerte, se convirtió en una curiosidad, en una de esas huellas de la truculencia narrativa de los hechos de sangre. Al iniciar el siglo XX comenzaba una era en que, acaso, el periodismo se había hecho un poco más frío para contar historias de amores malogrados que terminaban en funeral.

Pero la centuria que terminaba se llevaba esa angustia que invadía a algunos serios intelectuales cada vez que algún desesperado o desesperada ponía fin a su existencia.

LOS SUICIDIOS EN TIEMPOS DE ALTAMIRANO. Desde fines de la Guerra de Intervención (1867), el suicidio era un asunto sumamente inquietante. En aquellos días, cuando el presidente Juárez había encargado a Gabino Barreda el proyecto educativo de la Escuela Nacional Preparatoria, parecía que la razón y la ciencia eran los caminos adecuados para conseguir la paz y la felicidad colectiva anheladas, después de tantos años de pronunciamientos, invasiones, guerras civiles y violencia. Pero he aquí que el espantoso impulso de los suicidas hablaban de un lado oscuro, muy oscuro en la condición humana, que no hallaba ni explicación racional ni justificación religiosa. Contra ese rapto autodestructivo se estrellaban las mejores expectativas de la élite intelectual de aquellos días.

Nadie parecía, en 1869, estar a salvo del impulso suicida. Eso atormentaba a Ignacio Manuel Altamirano en febrero de aquel año. Conmovido por una racha de suicidios, el escritor se preguntaba, en las páginas de su periódico literario, El Renacimiento, por los secretos motores de la muerte por propia mano.

En el curso de unas pocas semanas, el escritor Ernesto Masson, anciano septuagenario, dos muchachas heridas de amor despreciado; una humilde cocinera de una fonda, que, sufriendo por un galán ingrato, se enteró de los suicidios de estas jóvenes, y, entre verduras picadas y manteca fundiéndose en la sartén, decidió que la muerte era el mejor camino para poner fin a tanta desdicha e hizo lo propio, para no ser menos, eran los desdichados que tanto perturbaron a Altamirano. El colmo fue enterarse de que una anciana de sesenta y cinco años se había envenenado en la Villa de Guadalupe. ¿Qué pasaba? ¿Qué espantosa enfermedad era ésa?

No podía atribuirse a la corta edad y a la falta de experiencia, argumentaba el escritor, pensando en los suicidas ancianos; tampoco al cansancio por edad, consideró, reflexionando en los motivos de las jóvenes. No necesariamente eran las desdichas amorosas, porque ni la anciana de la Villa ni el escrito Masson, pensaba el bueno de don Ignacio, eran ya, dadas sus avanzadas edades, esclavos de la irreflexión. No podían haberse suicidado por amores mal correspondido, como sí había ocurrido con las muchachas. ¿Qué era, entonces, lo que los había arrojado al mundo de los muertos?

En ese 1869, Ignacio Altamirano no pudo responder a cabalidad la montaña de preguntas que le rebotaban en la cabeza. Cuando, cuatro años después, en 1873, uno de sus discípulos literarios predilectos, el coahuilense Manuel Acuña, se suicidó en su humilde celda de estudiante en la Escuela de Medicina, Altamirano, conmovido, no vaciló en echarle la culpa a la musa de los escritores liberales, Rosario de la Peña: “¿¿Qué ha hecho?? ¡¡Acuña se ha matado por usted!!”. Pero los años corrieron, el joven poeta suicida se convirtió en leyenda romántica literaria y Rosario tuvo el suficiente valor para declarar que Acuña ya traía en el temperamento la atracción por la muerte, y que dos de sus hermanos, en el lejano Saltillo, también se habían quitado la vida. Altamirano, que sólo conocería la nostalgia del hogar en sus días de diplomático, nunca encontró la clave de las oleadas de suicidios.

Twitter: @BerthaHistoria