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Amores, tragedias, atentados y crímenes: así se conmovió el México de los ochenta

En aquellos años, los mexicanos tenían construida una parte importante de su educación emocional, sus afectos y sus lealtades fuera del país. La televisión ya jugaba el juego de la inmediatez con mucha más intensidad y hacía posible saber, enterarse de lo que ocurría en el mundo ya en vivo, ya en directo, o, con muy poco tiempo de diferencia. Algunos de los grandes sucesos de la primera mitad de la década que impactaron al país, ocurrieron a muchos kilómetros de distancia. Otros, ocurridos puertas adentro del país, eran signo de problemas mal atendidos, ignorados o que iban a crecer con el paso de los años.

En aquellos años, los mexicanos tenían construida una parte importante de su educación emocional, sus afectos y sus lealtades fuera del país. La televisión ya jugaba el juego de la inmediatez con mucha más intensidad y hacía posible saber, enterarse de lo que ocurría en el mundo ya en vivo, ya en directo, o, con muy poco tiempo de diferencia. Algunos de los grandes sucesos de la primera mitad de la década que impactaron al país, ocurrieron a muchos kilómetros de distancia. Otros, ocurridos puertas adentro del país, eran signo de problemas mal atendidos, ignorados o que iban a crecer con el paso de los años.

Amores, tragedias, atentados y crímenes: así se conmovió el México de los ochenta

Amores, tragedias, atentados y crímenes: así se conmovió el México de los ochenta

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Entre los que iban dejando de ser adolescentes al principio de los ochenta, había un amplio grupo de beatlemaníacos mexicanos que se habían nutrido en las discotecas de los papás o de los tíos, y que ya tenían sus discos propios. Habían aprendido con eficacia el dulce hábito de la Hora de los Beatles, que seguía en la Radio Éxitos de siempre, el 790 de la AM y eran ellos, junto con la generación que los antecedía y, con suerte, con sus padres, los que en el último coletazo de 1979 habían podido ver en pantalla grande la mayor parte de las películas de John, George, Paul y Ringo.

Esos muchachos habían llegado a la nueva década con la certeza de que la culpa de todo SÍ la había tenido Yoko Ono. Eran jóvenes que, o bien estaban en algún punto de los diversos bachilleratos nacionales o empezaban a tener sus primeros empleos, porque en esos tiempos todavía no se volvía una obsesión que todo mundo tuviera que ir a la universidad.

Todos ellos, adolescentes, jóvenes y adultos militantes de la beatlemanía se sumaban al acontecimiento musical del año: John Lennon había dejado su vida de ermitaño en el corazón de Nueva York, y había regresado al estudio de grabación. Double Fantasy, el disco que materializaba ese retorno al mundo, sonaba en las estaciones de radio de casi todo el mundo —todavía existía la Cortina de Hierro soviética— y México no era la excepción. Just like starting over era el sencillo —sí, en disco de 45 rpm— que se vendía por montones, y el LP —de 33 rpm— era, sin duda un éxito comercial: se había agotado con rapidez y eran cientos los que esperaban la nueva remesa, en una época en que no había, ni en sueños, ni internet ni mucho menos pedidos on line.

El mundo le agradecía a Lennon haber dejado de “hacer pan y cuidar al bebé”, como declaró en la célebre entrevista que en ese mismo 1980 había concedido a la revista Playboy y que en México llegó entera hasta mayo de 1981, en la versión latinoamericana de la publicación, que navegaba por nuestro país llamándose Signore.

Ese era el mundo en diciembre de 1980. La noche del día 8, a la mitad de un partido de futbol americano, Patriotas de Nueva Inglaterra contra Delfines de Miami, saltó la nota: en la transmisión estadunidense, fue Howard Cosell quien lo dijo. En México, el comentarista deportivo Jorge Berry interrumpió su narración, cerca de las once de la noche, para contar que Lennon había sido baleado a las puertas del edificio donde vivía, el famoso Dakota de Nueva York. Los aficionados al futbol americano fueron los primeros en enterarse. Y la nota empezó a correr. Los que se levantaron la mañana del 9 para ir a la escuela, se encontraron con la noticia en todas partes, con Just Like Starting Over en todas las estaciones, sonando diferente, porque, como apuntaría algún locutor, el sueño se había terminado.

No fueron pocas las escuelas donde aparecieron carteles con el retrato de Lennon —su foto, la que venía en el Album Blanco, corrió por muchas ciudades mexicanas— pegado en las rejas de la entrada. Al Parque de los Venados, en la Ciudad de México, empezaron a llegar, algunos llorosos, otros con cara de que cargaban con el dolor del mundo entero en sus espaldas, todos con retratos, con los periódicos que daban la nota en primera plana, con los radios y suficientes pilas, con las guitarras y los cuadernitos, que se conseguían en las tiendas de artículos musicales, con las letras de las canciones y las instrucciones para ejecutarlas en guitarra.

Escenas similares se vivieron en muchas partes del mundo, y los maratones musicales con Lennon-Beatles llenaron la radio. Cuando Double Fantasy volvió a venderse, tenía, en la funda, un agregado: un marbete violeta que decía “Disco Póstumo”, lo cual no era estrictamente cierto, pero que volvió a aquella edición una pieza de coleccionista.

Las secciones de revistas de los Sanborns estaban llenas de revistas importadas de emergencia con recuentos biográficos de Lennon, repetitivos hasta el cansancio, pero que en la marejada emocional apenas si se notaba. En México, desde la longeva Revista de Revistas hasta las publicaciones musicales que consumían los jóvenes, como Conecte y Sonido, dedicaron ediciones y ediciones a John Lennon, a intentar descifrar al asesino, Mark David Chapman y, en peculiar catarsis, a contar y recontar la historia —que todos los interesados se sabían— de los muchachos, de la beatlemanía que cambió el mundo para siempre.

Ocho días después de la muerte de Lennon, Gabriel García Márquez escribió, recordando aquel día de 1963, en que escuchó a los Beatles por primera vez, y aseguró haber visto en televisión a una anciana hablando de sus canciones de Lennon preferidas. En otros sitios, la brecha generacional hacía lo suyo, y regañaban a alguien, en un hogar mexicano cualquiera, por esas lágrimas y ese montón de revistas -una verdadera lana gastada en Sanborns- porque ni que el Lennon ese fuera de la familia.

OCASIONES DE CONTENTO, ASOMBROS Y SUSTOS. Sí, asombro era lo que sintieron los televidentes mexicanos, con algunos de los sucesos de aquella primera mitad de década: incredulidad de contemplar, en el noticiario nocturno, algunos de los sucesos que estaban cambiando el curso de la historia o estuvieron a punto de hacerlo.

En ese sentido, 1981 fue un año extraño, de extremos. El 13 de mayo, no bien corrió por el mundo la noticia de un atentado contra el papa Juan Pablo II, México, que era un país mucho más católico de lo que es hoy, y que mantenía un peculiar romance con el Papa polaco desde aquella visita de 1979, se estremeció. Se rezó en muchos templos católicos, en las misas dominicales y en los rosarios vespertinos para que Karol Wojtyla saliera con bien de aquel trance, y la televisión privada mexicana, que había cubierto con tanto ahínco los viajes papales, no hizo menos en la cobertura de la operación de seis horas que salvó al Papa polaco, de su convalecencia en el Hospital Gemelli de Roma, y de su vuelta al palacio vaticano.

El año corrió como montaña rusa, material y emocional. Los vaivenes económicos de la fallida abundancia petrolera no impidieron que unos cuantos millones de mexicanos con ganas de ver la materialización de ese cuento de hadas del siglo XX que fue la boda de lady Diana Spencer, la popular Lady Di y el príncipe de Gales.

Aquella historia iba a terminar de muy mala manera años después, pero en ese verano, en julio de 1981, volvió a darse, en algunos rumbos de la ciudad, aquella vieja costumbre, que llevaba a los escaparates de algunos locales un televisor encendido, para que nadie, a no ser que así lo decidiera, se fuera a perder el momento en que aquella muchacha de 18 años, que caía tan bien porque, a pesar de ser la hija de un conde británico, trabajaba en un jardín de niños y conducía un cochecito compacto. Entre esos 750 millones de televidentes que vieron en vivo la ceremonia, había bastantes mexicanos.

El pulso del mundo llegaba ya a un país muy urbanizado; en principio, ninguno de los grandes acontecimientos nos era ajeno. A veces con sorpresa, a veces con desconcierto, como el que produjo el video, presentado por los noticieros nocturnos, del asesinato del presidente de Egipto, Anwar el Sadat, frente a las cámaras de los corresponsales, que asistían —eso pensaban— a un desfile militar meramente protocolario. En un anuncio de lo que iban a ser a la vuelta de unos pocos años, los camarógrafos de agencias noticiosas, en lugar de ponerse a cubierto, corrieron hacia la grada donde había quedado el cadáver de Sadat, ametrallado por un comando que descendió de uno de los vehículos que pasaban frente a él.

Los años ochenta aún deparaban duras lecciones para México. Y algunas eran el inicio de fenómenos criminales que después agobiarían al país entero, y otras hablarían de una de las muchas caras de uno de los defectos nacionales: el descuido y la mala planeación.