Opinión

Así mueren las democracias

Así mueren las democracias

Así mueren las democracias

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

El 11 de septiembre de 1973, aviones de la Fuerza Aérea chilena bombardearon el Palacio de la Moneda, sede del Poder Ejecutivo. Allí se encontraba el presidente Salvador Allende. Antes de morir en ese sitio, el mandatario pronunció un discurso de despedida. Reproduzco aquí un fragmento: “Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.” El golpe de Estado fue encabezado por: Augusto Pinochet, comandante en jefe del Ejército; Gustavo ­Leigh, comandante en jefe de la Fuerza Aérea, José Toribio Merino, comandante en jefe de la Armada, César Mendoza Durán, director de los Carabineros.

Se instaló una dictadura sanguinaria cuyo cometido fue, según lo dijeron los propios militares, “extirpar el cáncer marxista”: encarcelamientos, torturas, ­desapariciones, exilio. Los chilenos padecieron toda clase de sufrimientos hasta que, en 1988 se realizó un referéndum en el que ganó el “no” a la continuación de régimen de Pinochet. El autócrata entregó el poder el 11 de marzo de 1990 a Patricio Aylwin. La democracia regresó al país andino.

El 27 de febrero de 1933 hubo un incendio en el Parlamento alemán (Reichtag). Ese evento fue utilizado por los nazis como “prueba” para acusar a los comunistas de conspirar contra el gobierno de Adolfo Hitler, quien había tomado posesión como Canciller cuatro semanas antes, es decir, el 30 de enero de 1933. Violando la inmunidad parlamentaria, los nazis metieron a la cárcel a los legisladores comunistas. Con las curules de la oposición vacías, Hitler amplió su poder. Ya no había obstáculo que le impidiera imponer el sistema dictatorial en Alemania, que luego desembocó en la Segunda Guerra Mundial.

No obstante, ahora los métodos para echar abajo a la democracia han cambiado: ya no se da por medios violentos como los aquí descritos, sino a través de mecanismos más sutiles. Es decir, los enemigos de la democracia se disfrazan de líderes carismáticos, seducen a los votantes con discursos pomposos, ganan las elecciones y luego, ya instalados en el poder, comienzan una obra de vaciamiento de las leyes e instituciones para deshacerse del estorbo que representan: el estado de derecho, el equilibro de poderes, los partidos de oposición, los órganos autónomos, el sistema federal, la prensa libre, los disidentes, y, en fin, todo aquello que le haga sombra a su proyecto autocrático.

Los líderes populistas llegan a la cúspide usando los mecanismos constitucionales; pero, en cuanto pueden, socaban la república: “La trágica paradoja del sistema electoral respecto del autoritarismo es que los asesinos de la democracia usan las instituciones de la democracia—gradualmente, sutilmente y de manera legal—para quitarle la vida a esa forma de gobierno.” (Steven Levisky & Daniel Ziblatt, How Democracies Died, New York, Crown, 2018, p. 8)

Los demagogos, para hacerse del respaldo ciudadano declaran ser políticos anti-establishment, es decir, dirigentes antisistema, dicen ser la “voz del pueblo”, entienden a la política como conflicto (no como conciliación que es lo propio de la democracia). En consecuencia, declaran la guerra a la élite corrupta (“la mafia del poder”); restan credibilidad y validez a los demás partidos políticos. Incluso, los atacan por ser antidemocráticos, vale decir, por representar los intereses de esa élite emponzoñada que se ha enriquecido desmesuradamente a lo largo de muchos años gracias al modelo neoliberal. Según el país del que se trate, tildan a sus oponentes de ser conservadores, ­pro-imperialistas, aristócratas, etcétera. En sus mítines argumentan que el sistema prevaleciente en realidad no es democrático; más bien fue diseñado para favorecer a unos cuantos. Por ese motivo, ellos van a construir una verdadera democracia, donde los mecanismos de “consulta popular” prevalezcan sobre las instituciones de la democracia liberal.

Eso explica el motivo por el cual Viktor Orban, el autócrata húngaro, ha dicho que está implantando en su país una democracia “i-liberal”, o sea, que no respeta los derechos humanos ni la supremacía de la ley. Él dicta lo que es la justicia por encima de la norma jurídica.

En la revista The Economist (May 11-17th, 2019) hay un artículo titulado “Latin America: Under the Volcano” en el que se lee: “Muchos votantes ­latinoamericanos han abandonado a los moderados en favor de los populistas. Brasil, de Jair Bolsonaro, y México, de Andrés Manuel López Obrador, comparten una posición ambigua sobre el poder disperso y la tolerancia de sus opositores que es un tema ­esencial para la democracia… Los ciudadanos eligieron a populistas como Bolsonaro y AMLO no para reemplazar a la democracia por la dictadura, sino porque los votantes quieren que los políticos hagan las cosas mejor…Sin embargo, estos autócratas elegidos, han empeorado la situación, al cooptar al poder Judicial, intimidando a los medios de comunicación, y debilitando a los sectores de la sociedad civil que quieren que los nuevos gobernantes sean transparentes y rindan cuentas. Sin embargo, para cuando los ciudadanos descubran la realidad será demasiado tarde.”

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