
Más emocionante que el anuncio de la visita del cantante británico Tom Jones para hacer una, solo una, presentación en México; más interesante que el agarrón que se traían los cómicos y cantantes conocidos como los Polivoces con Telesistema Mexicano, porque se cambiaban al aparador de la competencia, el Canal 8. La noticia de que el festival Rock y Ruedas se realizaría en la población mexiquense de Avándaro corrió de boca en boca, con una velocidad que el mundo “adulto” del México setentero no se imaginaba. Solo de esa manera puede entenderse que al lugar miles de jóvenes, más hombres que mujeres, movidos por la pura gana de escuchar eso que algunos veían y oían con escepticismo, y otros con franca inquietud: el rock made in México.
Porque el rock ya tenía carta de naturalización en el México de 1971. Apenas iban acostumbrándose los fanáticos a la idea de que los Beatles se habían separado —y ya, desde entonces, todos estábamos seguros de que la culpa era de Yoko Ono—, y las influencias del blues, del rock ácido y de la música psicodélica habían llegado a los jóvenes que en este país también querían hacer música. En el centro del país había una particular avidez por esas nuevas expresiones, que a los jóvenes de la frontera norte ya les eran familiares desde la década anterior. No era gratuito que el tijuanense Javier Bátiz, con sus TJ’s y ya con una buena cantidad de horas de vuelo, fuese una de las figuras líderes del movimiento nacional.
Sonaban ya grupos y rockeros mexicanos como Bátiz, como el Three Souls in my Mind —que aún no convertía su complejo nombrecito en el breve y eufónico Tri—, como Tequila, Peace & Love, la Tinta Blanca y los Dug Dug’s. Gustaban mucho también La Revolución de Emiliano Zapata y La Máquina del Sonido. ¿De dónde habían salido? ¿Quiénes eran? ¿Cómo es que los chavos mexicanos los conocían? En aquellos días, cuando la herida sesentayochera seguía abierta, acentuada por el miedo y la indignación que despertó la represión del Jueves de Corpus, el Halconazo, había espacio para la música. En las explanadas de las universidades, en los salones de fiestas y en los famosos cafés cantantes, se había ido forjando una audiencia, un público que iba en aumento.
El festival de Woodstock, realizado en Estados Unidos en 1969, era ya un referente y una meta: muchos acariciaban la posibilidad de hacer en México un evento en la misma línea, donde los jóvenes pudieran escuchar la nueva música, y, simplemente pasarla bien en un ambiente de libertad, lejos de la vida de todos los días, lejos de las mil y una normas domésticas, lejos del mundo plenamente adulto.
Mercado y público para algo así, desde luego que había. Telesistema Mexicano produjo, en las semanas previas al festival, una serie que solamente tuvo tres episodios: “La Onda de Woodstock”, que se transmitió los domingos por las mañanas, y era conducido por Jacobo Zabludovsky —que ya llevaba un añito conduciendo el noticiero principal de la empresa, “24 Horas”— y Silvia Pasquel. En “La Onda de Woodstock” se transmitieron videoclips de figuras del rock en inglés, desde los Moody Blues hasta la ya eterna Janis Joplin. Los televidentes de aquella transición generacional vieron en “La Onda de Woodstock” reportajes acerca de la moda que gustaban vestir los jóvenes, la ecología —un tema que empezaba a aparecer por doquier, y todo lo que sonara u oliera a “estar en onda”—. Hasta Javier Bátiz llegó a tocar ante las cámaras de Telesistema Mexicano.
“La Onda de Woodstock” importaba porque fue la ventana mediática para anunciar el festival de Rock y Ruedas de Avándaro. El primer programa de aquella serie se dedicó a hablar de los jóvenes y del rock; el segundo, presentó la vertiente afroamericana del rock, y el tercer programa se dedicó a promover, de principio a fin, el festival de Avándaro.
Originalmente, la parte musical de Rock y Ruedas era un mero complemento a las carreras de autos que se celebraban en Avándaro. La parte automovilística se realizaría el domingo 12 de septiembre de ese 1971, de modo que la parte musical se desarrollaría el sábado.
Cuando se anunció a la prensa la realización del festival, estaban ya apuntados, además de grupos “teloneros”, las que en esos días eran consideradas las bandas más importantes del rock mexicano: Los Dug Dugs, Bandido, El Epílogo, Tequila, Tinta Blanca, Love Army, El Ritual, Peace and Love y varios más.
El cartel de Rock y Ruedas estaba a la altura del reto: diseñado por Joe Vera, representaba a un joven que, guitarra al hombro, avanzaba hacia un horizonte psicodélico, con un cielo amarillo. Las tiendas de discos como Yoko y Hip 70 se subieron al tren de la promoción del festival. Todo el que tenía algún interés en el rock, sabía, en aquellos primeros días de septiembre de 1971, que en Avándaro ocurrirían grandes cosas.
Los organizadores ¡inocentes! calculaban que a Avándaro llegarían unos 5 mil asistentes.
Llegaron más de 250 mil.
Y LLEGÓ EL DÍA. Entre camiones y aventones, algunos a pie desde donde los hubiera dejado el conductor que los recogió en algún punto de las carreteras mexicanas; en la camioneta del negocio del papá de alguno; amontonados, armados con tiendas de campaña, cobijas y chamarras, fueron llegando, fueron poniendo los cimientos de la leyenda. Llegaban y llegaban y donde veían cancha, ahí se acomodaban. Los primeros grupos empezaron a tocar el sábado por la mañana.
Fue una gran fiesta. Sí, muchos bebieron. Sí, muchos decidieron echarse uno o varios “toques” de mariguana. Todos, todos, estaban allí para escuchar música. Si eran de más o de menos dinero; si eran universitarios o muchachos que habían pedido permiso en el taller para no ir en sábado, eso no importó en Avándaro. A la hora de la hora, no hubo carreras de autos; a la hora de la hora, Javier Bátiz, que tenía contrato para tocar la noche del sábado en el Terraza Casino de la Ciudad de México, siempre sí se lanzó hacia Avándaro, trepado con su grupo en unas limosinas que se quedaron atrapadas en el brutal flujo de autos que se movían hacia el festival. Simplemente no llegó. Igual le ocurrió a Love Army. Rock y Ruedas estaba rebasando, en el curso de unas pocas horas, las expectativas de todo mundo.
Llovió y llovió. Las chamarras, los sarapes fueron insuficientes. Todo mundo estaba empapado, pero feliz de la vida. Miles, miles de chavos, y seguían llegando. En algún momento, un maestro de yoga agarró el micrófono para calmar a la multitud. Todo, coinciden los que recuerdan, era buena onda. La pura buena onda. En otros momentos, alguien decía “rólala”, y claro, la mota rolaba. Pero no hubo ni pleitos, ni heridos, ni muertos. Entre el lodo y el aguacero y la ropa empapada, y la sensación de estar viviendo el Woodstock mexicano, algunos muchachos se desnudaron. Así aparecieron, previa censura de sobrios cuadritos negros en los puntos adecuados, en las primeras planas de los periódicos. En ese punto, una muchacha entró a la inmortalidad de la contracultura mexicana: la famosa “Encuerada de Avándaro”, festejada por miles, recordada por cientos en el momento en que desapareció su ropa, porque, mirar a los otros, simplemente no tenían chiste. Y es que pocas mujeres estuvieron en el festival. No era tan fácil que en 1971, una señorita avisara en su casa que se iba un fin de semana a un festival de rock.
En esos dos días, los muchachos que hicieron suyo Avándaro se acomodaron como pudieron, se bañaron en el río, comieron lo que se logró conseguir. Luego, emprendieron el camino de regreso a casa. Si llegar fue un triunfo, salir de allí fue otro logro. Amontonados, algunos con una cruda memorable, uno que otro con el rastro de alguna otra cosa en el organismo y el ánimo, “a patín”, a fuerza de aventones, en los carros que pudieron llevar. No lo sabían, pero ya eran parte de la historia.
Para ellos, Avándaro había sido, sencillamente, la pura buena onda.
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