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Bienvenidos a la República Soviética zombie de Transnistria

Centenario. A un siglo de la Revolución Rusa y a 26 años de la caída de la URSS, un territorio minúsculo del Este de Europa se presenta al mundo como un parque temático marxista-leninista, que se separó por las armas de Moldavia. Tiene bandera y moneda propias, pero es un país fantasma que no reconoce ni Moscú… de momento

Centenario. A un siglo de la Revolución Rusa y a 26 años de la caída de la URSS, un territorio minúsculo del Este de Europa se presenta al mundo como un parque temático marxista-leninista, que se separó por las armas de Moldavia. Tiene bandera y moneda propias, pero es un país fantasma que no reconoce ni Moscú… de momento

Bienvenidos a la República Soviética zombie de Transnistria

Bienvenidos a la República Soviética zombie de Transnistria

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

El 25 de diciembre de 1991, la bandera roja con la hoz y el martillo era arriada del Kremlin y un día después se declaraba muerta la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS). Han pasado ya más de 25 años de ese hito fundamental en la historia moderna, pero, como si de la aldea de Astérix se tratase, un reducto minúsculo de ese mundo soviético, que ni siquiera hace frontera con Rusia y se encuentra a miles de kilómetros de Moscú, se resiste a morir.

Con sólo 4 mil 163 kilómetros cuadrados de territorio —la zona metropolitana de la Ciudad de México tiene casi el doble: 7 mil 964 km2—, Transnistria (o en ruso Pridnetrovia) es una pequeña lengua de tierra, del lado oriental del río Dniéster, donde viven poco más de medio millón de moldavos de origen ruso o ucraniano, que se levantaron en armas para dejar de ser gobernados por los moldavos de habla rumana, que viven en el lado occidental del río.

Conflicto en estado de hibernación. Al calor del colapso de la URSS y de acontecimientos como la reunificación de las dos Alemanias, el nuevo gobierno soberano de Chisinau (capital de Moldavia) anunció que se preparaba para la fusión amistosa de Moldavia en Rumania, y prueba de ello fue la prohibición de usar en documentos oficiales y en las escuelas el alfabeto cirílico (usado por las minorías rusa y ucraniana). Esa fue la chispa de un conflicto que estalló en marzo de 1992, cuando los moldavos del otro lado del Dniéster autoproclamaron su independencia, y que acabó cinco meses más tarde, cuando el 14º Batallón del Ejército Ruso entró en Tiráspol (capital de la república separatista) y se puso del lado de los rebeldes. Bastó este aviso de Moscú para que las nuevas autoridades moldavas aceptasen un alto el fuego y la militarización de la nueva frontera entre Moldavia y Transnistria, patrullada conjuntamente por rusos, moldavos y soldados de la nueva república de facto.

Sin embargo, ese acuerdo, que en principio supo a victoria para los transnistrios, pronto se reveló que tenía candados muy difíciles de abrir. El gobierno moldavo aceptó de mala gana perder el control del este del nuevo país, pero a cambio logró el compromiso de Moscú de no reconocer diplomáticamente a esa “provincia rebelde”.

Desde entonces ha pasado ya un cuarto de siglo, y los transnistrios aún tienen la esperanza de que el Kremlin rompa su compromiso y reconozca esa lengua de tierra, encajonada entre Moldavia y Ucrania como república independiente, o mejor aún, como parte de la Federación Rusa. Hay motivos para el optimismo: el presidente ruso, Vladímir Putin, ha roto en este tiempo cuatro veces su palabra de respetar la integridad territorial de las nuevas repúblicas nacidas de la extinta Unión Soviética.

Ellos sí, nosotros no. Casi al mismo tiempo que los moldavos al este del Dniéster proclamaron su independencia, en 1992, las minorías rusas de Abjasia y Osetia del Norte hacía lo propio en la ex república soviética de Georgia. Empezó un conflicto armado que, sorprendentemente iban ganando los rebeldes, a priori, menos preparados que los georgianos, hasta que pronto se descubrió que Rusia mentía con respecto a su neutralidad y enviaba soldados y armas a los dos frentes de batalla. En 1993 se firmó un cese del fuego y en 2008 Moscú reconoció la soberanía de Osetia del Sur y Abjasia, argumentando que los antiguos pueblos soviéticos tienen derecho a decidir su futuro, si no quieren ser parte de una de las nuevas repúblicas independientes.

Este peligroso precedente judicial es un claro ejemplo de hipocresía diplomática, puesto que Moscú lo invoca para animar a la rebelión de las comunidades rusas en otras ex repúblicas de la URSS, pero lo niega a los territorios y pueblos no rusos que quedaron dentro de Rusia. Fue el caso de la separatista Chechenia, a la que el presidente Vladímir Putin declaró la guerra y aplastó sin piedad.

Parque temático. Esta maniobra maquiavélica de Putin de aplicar la fuerza de la ley para los rusos y la fuerza de las armas contra los no rusos, la volvió a repetir hace tres años, cuando se anexionó Crimea y armó a los rebeldes prorrusos que luchan contra Kiev para quedarse con la mitad oriental de Ucrania.

Por tanto, la esperanza de los transnistrios es que Putin vuelva sus astutos ojos a esa pequeña nación sin Estado, que en 2006, en un referéndum no reconocido por Moldavia ni por la comunidad internacional, aprobó la anexión a Rusia con un aplastante 94.2 por ciento de los votos.

Para reforzar aún más esos lazos con la lejana Madre Rusia, Transnistria no renegó de su pasado soviético ni de sus símbolos. Lenin sigue subido en multitud de pedestales y la hoz y el martillo está presente en su bandera y en su moneda. En pleno siglo XXI, Transnistria es una especie de parque temático soviético, una Disneylandia bolchevique, cuya precaria economía capitalista está controlada por un ex agente del KGB, Igor Kazmaly, dueño de un conglomerado de empresas que bautizó con un nombre tan surrealista como poco soviético: Sheriff.

Observadores internacionales han denunciado sin éxito el monopolio  de Sheriff, que se beneficia de la práctica totalidad de los contratos y licencias que concede el gobierno, a cambio de apoyar y financiar la independencia de ese país sin Estado. A nadie le extraña allí que el hijo del primer presidente de Transnistria, Igor Smirnov, figure en la cúpula directiva de Sheriff, conglomerado que, además, ha sido acusado de lavado de dinero y de contrabando de alcohol.

“República zombie". Pero ni el referéndum ni el culto nostálgico al marxismo leninismo de los transnistrios siguen sin convencer a Putin, escarmentado por las sanciones impuestas por Estados Unidos y Rusia por su injerencia en Ucrania. Por tanto, Transnistria sigue estando condenada a ser una república zombie, no reconocida por nadie, sin embajadas de ningún país ni moneda o pasaporte válidos. Peor aún, con sus ciudadanos obligados a dejar en sus casas su documento de identidad transnistrio, para agarrar el pasaporte moldavo, si quieren viajar por el mundo.

Y así, esta república soviética zombie de Transnistria sigue atrapada en su burbuja, esperando pacientemente a que Putin acelere su ambición plan de reconstruir un nuevo imperio donde quepan los millones de rusos que quedaron desperdigados en otros países de la antigua URSS.

Quizá la conmemoración este año del centenario de la Revolución de Octubre (que se celebra en noviembre, porque en 1917 el imperio de los zares aún se regía por el calendario juliano) el ambicioso presidente ruso señale a convertir a Transnistria como su próxima Crimea.

fransink@outlook.com