
El 25 de diciembre de 1991, la bandera roja con la hoz y el martillo era arriada del Kremlin y un día después se declaraba muerta la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS). Han pasado ya más de 25 años de ese hito fundamental en la historia moderna, pero, como si de la aldea de Astérix se tratase, un reducto minúsculo de ese mundo soviético, que ni siquiera hace frontera con Rusia y se encuentra a miles de kilómetros de Moscú, se resiste a morir.
Con sólo 4 mil 163 kilómetros cuadrados de territorio —la zona metropolitana de la Ciudad de México tiene casi el doble: 7 mil 964 km2—, Transnistria (o en ruso Pridnetrovia) es una pequeña lengua de tierra, del lado oriental del río Dniéster, donde viven poco más de medio millón de moldavos de origen ruso o ucraniano, que se levantaron en armas para dejar de ser gobernados por los moldavos de habla rumana, que viven en el lado occidental del río.
Sin embargo, ese acuerdo, que en principio supo a victoria para los transnistrios, pronto se reveló que tenía candados muy difíciles de abrir. El gobierno moldavo aceptó de mala gana perder el control del este del nuevo país, pero a cambio logró el compromiso de Moscú de no reconocer diplomáticamente a esa “provincia rebelde”.
Desde entonces ha pasado ya un cuarto de siglo, y los transnistrios aún tienen la esperanza de que el Kremlin rompa su compromiso y reconozca esa lengua de tierra, encajonada entre Moldavia y Ucrania como república independiente, o mejor aún, como parte de la Federación Rusa. Hay motivos para el optimismo: el presidente ruso, Vladímir Putin, ha roto en este tiempo cuatro veces su palabra de respetar la integridad territorial de las nuevas repúblicas nacidas de la extinta Unión Soviética.
Este peligroso precedente judicial es un claro ejemplo de hipocresía diplomática, puesto que Moscú lo invoca para animar a la rebelión de las comunidades rusas en otras ex repúblicas de la URSS, pero lo niega a los territorios y pueblos no rusos que quedaron dentro de Rusia. Fue el caso de la separatista Chechenia, a la que el presidente Vladímir Putin declaró la guerra y aplastó sin piedad.
Por tanto, la esperanza de los transnistrios es que Putin vuelva sus astutos ojos a esa pequeña nación sin Estado, que en 2006, en un referéndum no reconocido por Moldavia ni por la comunidad internacional, aprobó la anexión a Rusia con un aplastante 94.2 por ciento de los votos.
Para reforzar aún más esos lazos con la lejana Madre Rusia, Transnistria no renegó de su pasado soviético ni de sus símbolos. Lenin sigue subido en multitud de pedestales y la hoz y el martillo está presente en su bandera y en su moneda. En pleno siglo XXI, Transnistria es una especie de parque temático soviético, una Disneylandia bolchevique, cuya precaria economía capitalista está controlada por un ex agente del KGB, Igor Kazmaly, dueño de un conglomerado de empresas que bautizó con un nombre tan surrealista como poco soviético: Sheriff.
Observadores internacionales han denunciado sin éxito el monopolio de Sheriff, que se beneficia de la práctica totalidad de los contratos y licencias que concede el gobierno, a cambio de apoyar y financiar la independencia de ese país sin Estado. A nadie le extraña allí que el hijo del primer presidente de Transnistria, Igor Smirnov, figure en la cúpula directiva de Sheriff, conglomerado que, además, ha sido acusado de lavado de dinero y de contrabando de alcohol.
Y así, esta república soviética zombie de Transnistria sigue atrapada en su burbuja, esperando pacientemente a que Putin acelere su ambición plan de reconstruir un nuevo imperio donde quepan los millones de rusos que quedaron desperdigados en otros países de la antigua URSS.
Quizá la conmemoración este año del centenario de la Revolución de Octubre (que se celebra en noviembre, porque en 1917 el imperio de los zares aún se regía por el calendario juliano) el ambicioso presidente ruso señale a convertir a Transnistria como su próxima Crimea.
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