
Era el 12 de diciembre de 1776. Por primera vez, resonaron en la ciudad de México repiques jubilosos, y se iluminaron las calles y las ventanas de la capital. Era instrucción directa del rey Carlos III que las campanas resonaran en la víspera y en el día de la fiesta de la virgen de Guadalupe, y hombre elegido por la Corona para cumplimentar las órdenes reales en la Nueva España, don Antonio María de Bucareli y Ursúa traía, como se dice coloquialmente, muchos fierros en la lumbre: mucho que hacer, mucho qué disponer y mucho qué crear. Así de ajetreado, casi no se daba cuenta que ya llevaba en la capital novohispana casi cinco años.
No bien se terminaban las fiestas navideñas y de la llegada del nuevo año, el virrey Bucareli ya tenía qué hacer y no eran cosas menores: el 20 de enero de 1777 se inauguró el que llamaban el “hospital de los locos” junto al templo de San Hipólito, y don Antonio estuvo allí para verificar que la institución renovada fuese todo lo que en aquellos años, expresaba el espíritu de la Ilustración: limpia, funcional y eficaz. Apenas unas semanas antes se había inaugurado, en noviembre de 1776, la Casa de las Mujeres Pobres, destinada a resguardar a las desdichadas que, por azares del destino, carecían de padres o esposos que vieran por ellas.
Era, nada menos, que la idea de progreso manifestada el bien público. Empezaba por tener calles bien empedradas y procurar que los buenos súbditos del rey pudieran caminar por la ciudad de México sin que, de pronto, fueran bañados con las “aguas servidas”, que así se les llamaba en el siglo XVIII, con su mortífero contenido de orinales y bacinicas. Ser virrey no era un mal trabajo, y encima, muy bien pagado. El virrey ganaba ¡nada más! la bonita cantidad de sesenta mil pesos al año –una verdadera fortuna- que, a partir de las noticias llegadas de España el 22 de enero de 1777, se convirtieron en 80 mil pesos, pues su majestad el rey había dispuesto un aumento de salario.
Así eran los días del virrey Bucareli. Un día le tocaba ser padrino de bautizo de un “indio meco”, (así le llamaban a los indios montaraces), que le habían llevado a fines del año anterior. Llevaba el desconcertante apodo de “Capitán Palma”, porque no tenía nombre cristiano y no estaba bautizado. Pero el virrey se encargó se subsanar el asunto, mandando efectuar el bautizo del “Capitán” y otros cuatro indios en la catedral.
Aunque ilustrado, al virrey no le cabía duda de que también importaba estar en buenos términos con la Providencia. Por órdenes de Bucareli, se exhibió en los templos la sagrada Eucaristía y se suspendieron las funciones de teatro para dar gracias de que la Nueva España había librado, sin demasiados daños, los temblores terribles del pasado reciente.
Se dio tiempo don Antonio de Bucareli para terminar dos fortificaciones militares: la de San Juan de Ulúa y la de Perote, y como obras eran amores, inició la construcción del fuerte de San Diego para consolidar la defensa del puerto de Acapulco, y trazó el gran paseo, a las afueras de la ciudad de México, que hoy lleva su nombre. Promovió comisiones de estudios científicos y puso su parte de empeño en la magna obra que era la obsesión de la ciudad: la construcción de un desagüe eficaz.
Al virrey lo llamó la muerte en la semana santa de 1779. Era Sábado de Gloria cuando le dieron la extremaunción y de todos los conventos y monasterios de la capital le llevaron montones de reliquias de santos, para que le hicieran el milagro de curarlo. Pero nada le valió. Se murió un 9 de abril, y cuatro días después llevaron su cuerpo a la catedral, y de allí a la Villa de Guadalupe, la virgen de los novohispanos, para que lo enterraran. Con esa peculiar costumbre de disponer los viajes de sus vísceras, Bucareli mandó su corazón con las monjas capuchinas, en el Sagrario, afirmaron los chismosos, “sus tripas”, y “otras entrañas” en la capilla de san Felipe Neri. Hasta mayo de 1780 se sabría públicamente que el rey Carlos III mandaba suspender el juicio de residencia del virrey muerto, con lo que daba por buena y justa su gestión, como no se había visto con otro virrey “desde que se conquistó el reino”.
Pero no bien deshacía maletas Revillagigedo, cuando ya tenía un escándalo casi a las puertas de su casa, pues a tres cuadras del Real Palacio, el 24 de octubre se dio uno de los hechos de sangre más tremendos de los tres siglos del virreinato: el asesinato del comerciante don Joaquín Dongo y de diez personas más, todos colaboradores o sirvientes del rico negociante.
Revillagigedo decidió que no iba a permitir que le tomasen la medida una semana después de haber tomado posesión del cargo. Puso en marcha un operativo de investigación para dar con los asesinos, que resultó tan eficaz, que cinco días después ya habían dado con los homicidas y catorce días después, se les ajusticiaba en la Plaza Mayor, nuestro Zócalo. Tal fue el debut público de Revillagigedo en estas tierras.
De ahí en adelante todo fue trajinar: Revillagigedo mandó ponerle desagües a las calles y empedrarlas de nuevo. Mandó a numerar las casas y diseñó el primer servicio de limpia y recolección de basura que hubo en esta capital. Y como la ciudad de México era, de noche completamente incierta y oscura, mandó a poner un alumbrado público. en forma.
Como la investigación del caso Dongo había salido tan bien, fue el punto de partida para mejorar a la policía de la ciudad y hasta introdujo el servicio de los coches de alquiler.
No hubo aspecto de la vida pública donde no estuviese la mano del modernísimo virrey, y con buen sentido, expandió sus ideas a otras ciudades del reino. Era Revillagigedo quien gobernaba cuando salieron de las entrañas de la tierra “las dos piedras”, o los “ídolos de la gentilidad”, como en esos días llamó la gente a la impresionante Coatlicue y a la enigmática Piedra del Sol. Y si algo hay que elogiar es que nadie pensó en destruirlas.
Así vivió la Nueva España hasta 1793, cuando el correo de España anunció que sustituía a Revillagigedo el marqués de Branciforte. Se terminaba junio de 1794 y Revillagigedo aún se dio el lujo de inaugurar dos salones remozados en el Real Palacio. Salió de la ciudad la madrugada del 8 de julio de 1974 rumbo a la casa de descanso en San Cristóbal Ecatepec, donde aguardó a su sucesor, para entregarle el dominio de la Nueva España, no así su buena fama. Esa, Branciforte tendría que ganársela.
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