
(Fragmento)
Un filósofo, cuyo nombre no recuerdo, dijo que la vida se resumía en nacer, comer, defecar y morir. Está parcialmente en lo correcto. De hecho, la vida comienza cuando nace el bebé. Después come, toma leche del pecho de su madre o de alguna donadora, y defeca; los bebés defecan sin parar y, aunque existen pañales desechables, aquel que sea pobre tendrá que limpiar la caca de las nalgas y del pañal del bebé, lavar y secar, un trabajo constante. Pero el bebé no muere, ¿no es así? Algunos mueren, pero la mayoría sobrevive, tantos que cada vez hay más personas en el mundo, somos ya algunos miles de millones esparcidos por la Tierra. Sí, el bebé nace, come, defeca y después quiere caminar. Primero gatea, pero quiere caminar, y cuando camina le gusta dar saltos, pequeños saltos, le gusta elevarse por encima del piso con el impulso de sus pies y de sus piernas. (Creo que todos los animales son así, les gusta usar las piernas, sobre todo a los cuadrúpedos). Quieren moverse, y muchos —estoy hablando de los llamados seres humanos— quieren viajar por el mundo, el vasto mundo del que hablaba aquel poeta que no era raimundo. El hombre (o la mujer) también quiere usar la cabeza, y no hablo de usar pelucas o tener un cabello rubio de salón de belleza; hablo de usar la cabeza para pensar. Cogito ergo sum, dijo otro filósofo: pienso, luego existo. Pensar hace que la persona sea. Para el dramaturgo, y para todos, esa es la cuestión: ser o no ser. La persona quiere ser y para eso también tiene que pensar. Cuando nace, además de defecar, comer y caminar, el ser humano también piensa. Y pensar hace que la persona vea; no ve las cosas como son, sino como le gustaría que fueran.
Bien, basta de regodearse en prolegómenos. Quien no entienda lo que quiero decir, que se vaya a plantar papas. (Como todos saben, la expresión «Vete a plantar papas» surgió en Portugal, probablemente en la época de las navegaciones, pero el motivo por el que se ha utilizado, y todavía se utiliza, es que transmite una idea irónica, y no despectiva, de la actividad del agricultor. La ironía viene del hecho de que, en Portugal, no se dice «plantar papas», sino «sembrar papas», pues «plantar» solo se usa para vástagos de árboles, mientras que las legumbres, los granos, las calabazas, los melones, etcétera, se siembran, porque la semilla se echa o se entierra en la tierra. Entonces, mandar a alguien a «plantar papas» significa «déjame en paz y ve a hacer una cosa imposible o sin pies ni cabeza». Me estoy acordando de una canción para niños que dice: «La papita cuando nace extiende las ramas por el suelo, la niñita cuando duerme se pone la mano en el corazón, el bolsillo se rompió y papá se cayó al suelo, y mamá, que es más querida, se quedó en el corazón»).
Este texto es largo, y tiene una función introductoria. Quiero hablar del amor, de la mujer de la que estoy enamorado, y sigo dando vueltas con las palabras como un trompo, aquel juguete coniforme, de madera y con punta metálica que, al desenrrollarse la cuerda con la que es lanzado, gira rápidamente.
Basta de dar vueltas. mi nombre es José y ella se llama Maria. somos vecinos en una calle de casas grandes con un jardín al frente y un patio en la parte trasera. Estoy enamorado de ella, pero Maria ni siquiera voltea a verme. Soy rico, soy joven, no soy guapo y tampoco feo. Maria también es rica, es decir, su padre es rico.
Un día me la encontré en la calle. Me armé de valor, me paré frente a ella y le dije:
—Me llamo José.
—Yo soy Maria.
Tenía una voz bonita, melodiosa. Sentí algo dentro de mí, cerré los ojos e inhalé, aspiré el aire profundamente. Cuando abrí los ojos, Maria había desaparecido. Inquieto, miré para todos lados. Se había esfumado.
Me fui a mi casa, taciturno. Dida, la criada de la casa que me cuidó desde que nací, me preguntó:
—¿Por qué esa carita triste?
—No es nada, no se preocupe —respondí.
—Zezinho, a mí no me engaña —me dijo.
Tengo veinte años y ella me sigue diciendo Zezinho. Pero no voy a discutir con dida, ella es mi segunda madre. Es negra, muy, muy, muy negra, de una negrura deslumbrante. La quiero tanto como a mi propia madre.
Mi padre y mi madre nunca discuten. La razón de esta cordialidad puede explicarse con la teoría de ese filósofo, o quien sea, que dice que para que un matrimonio funcione, el hombre debe vivir en una casa y la mujer en otra. Si eso no es posible, que duerman en cuartos separados. Si eso no es posible, que duerman en camas separadas. Dormir en la misma cama acaba con cualquier matrimonio. Mi madre dice que duerme en un cuarto separado, por los ronquidos de mi padre.
—Tu padre, Zé, ronca de una manera tan escandalosa que dudo que alguien consiga dormir con él en el mismo cuarto.
Mi padre lo encuentra gracioso. A los dos les gusta la champaña, francesa, evidentemente. Algunas veces duermen en el mismo cuarto, ya sea en el de él o en el de ella.
Estábamos en la sala. Mi madre, mi padre y yo. —Zé, dida me contó que estás muy triste —dijo mi madre.
—¿Triste? ¿Yo? no, no, se lo ha inventado.
Mi madre accionó una campañilla que suena en los aposentos de Dida; tiene un cuarto, una sala y un baño para ella sola.
Dida apareció en la sala.
—Dida, repite lo que me dijiste.
—Doña Marta, Zezinho está muy triste. Yo sé la razón. ¿La puedo decir?
—Claro, dida, dila, por favor.
—Está enamorado.
—¡Qué maravilla! —exclamó mi padre.
—Zezinho está enamorado de la vecina, la niña Maria.
—Me voy a mi cuarto —dije, enojado, mientras salía de la sala.
Al día siguiente mi madre dijo:
—Zé, no llegues tarde a comer. Hoy vamos a tener una comida especial.
Copyright © 2020 La Crónica de Hoy .