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¡Cayó el Tigre de Santa Julia!

Movido fue el fi n de mayo de 1906: no terminaban los habitantes de la ciudad de México de asimilar la oscura tragedia del sacristán deprimido que había elegido el Altar de los Reyes de la Catedral para quitarse la vida, cuando ya tenían que asimilar la otra novedad que competía en las primeras planas: Jesús Negrete, el famoso bandido y asesino, había sido capturado por las autoridades policiacas y ya no saldría de prisión sino para enfrentarse al pelotón de fusilamiento

Pancho Villa, el revolucionario mexicano
Pancho Villa, el revolucionario mexicano Pancho Villa, el revolucionario mexicano (La Crónica de Hoy)

“Espléndido triunfo de la policía”, dijeron los periódicos de mayo de 1906, con tal entusiasmo, que las notas atraían la atención y competían seriamente con la información sobre el suicida de la Catedral. Y es que el protagonista de aquella nota era, nada menos que el muy famoso bandido Jesús Negrete, el Tigre de Santa Julia, que había caído en manos de la policía, que se ufanaba de la captura sin haber disparado un solo tiro.

Pues ¿Cómo habían ocurrido las cosas? Era bien sabido que Negrete, que se había escapado de la prisión en diciembre de 1905, debía su apodo a la forma brutal en que había asesinado a dos rurales que intentaron aprehenderlo. Desde su celda, Negrete había jurado que, el día que volviera a estar libre, vendería muy cara su vida, y se llevaría por delante a cuantos se le atravesaran.

Aunque la leyenda popular se empeñaba en verlo como un justiciero, la prensa se encargó de recordar que Negrete había cometido varios crímenes sensacionales, como el perpetrado en el arsenal de la ciudad, a donde se introdujo a robar armas: ahí había obtenido la pistola que la prensa calificó como magnífica, con la cual había ultimado a los dos rurales; también era culpable de brutales asesinatos, como el de unos humildes lecheros a los que había atacado en el camino que llevaba a la Villa de Guadalupe.

En compañía de otros cuatro hombres, el Tigre de Santa Julia había conseguido romper las rejas de la bartolina donde se encontraba, y cuando se vieron en la calle, el bandido se rehusó a moverse en compañía de sus cómplices de escape. “A ustedes los van a agarrar en diez días”, les dijo, antes de desaparecer. Extraña premonición: en efecto, los otros fugados fueron recapturados al poco tiempo.

Recapturado después de seis meses de moverse en las sombras, la prensa insistió en mostrar la peor cada de Jesús Negrete, intentando menoscabar la fama heroica que el hombre tenía entre el pueblo: se le llamó cobarde, porque ninguno de los sonados crímenes que había cometido eran obra exclusivamente suya; siempre se apoyó en cómplices y ayudantes, que, en la imaginación popular siempre se desvanecían y le daban al delincuente una extraña y oscura fama de poderoso burlador de las autoridades.

En la calle del Nopalito, en el barrio de Puerto Pinto, en el pueblo de Tacubaya, vivía Guadalupe Guerrero, mujer a la que los informantes de la policía calificaban de objeto de las pasiones del Tigre de Santa Julia.

Embozado, un policía logró hablar con el bandido, y le contó la invención de que algún pelado, muy vivo, estaba cortejando a Guadalupe, aprovechando que el Tigre tenía que mantenerse oculto.

Los celos ofuscaron a Jesús Negrete, quien olvidó sus precauciones y empezó a visitar con frecuencia el humilde jacal, en una calleja estrecha, donde vivía su amante. La treta funcionó, y la gendarmería envió a un nutrido grupo de policías a cercar el lugar, esperando el momento en que el Tigre se apareciese por ahí.

A una sola voz, los gendarmes avanzaron y entraron en los cuatro jacales que formaban la vivienda. Se sorprendieron: ¡Negrete no estaba ahí! Ya temían haberse equivocado. El pájaro había volado y no sería tan sencillo volver a encontrarlo.

Cautelosamente, avanzaron por el patio. Al fondo, se escucharon gritos: los gendarmes que entraron por el patio llamaban a sus compañeros: el Tigre estaba afuera.

¿Dónde? Ahí, atrás de un nopal. La prensa hizo mil piruetas para dar a entender, con eufemismos, que la policía había atrapado al delincuente cuando estaba defecando, con los pantalones abajo. Al levantar la mirada, Jesús Negrete se encontró con cuatro carabinas que le apuntaban. No tenía margen de escape ni de defensa. Por mínima decencia, sus captores permitieron que se vistiera para ser trasladado a prisión. Recogieron los gendarmes la canana con 100 cartuchos y la hermosa pistola con cachas de nácar, calibre 41, con la que había cometido todos sus delitos.

Así se inició el camino de regreso a México. “¡No me amarren, estoy dado!”, se quejó Jesús Negrete. Pero nadie le hizo caso: bien amarrado y con los gendarmes apuntándole en todo momento, fue trasladado a la capital.

Pasarían meses e incluso años; y a pesar de las maniobras de su defensor, la suerte estaba echada desde el 13 de junio de 1908: Jesús Negrete, bandido y homicida, conocido como el Tigre de Santa Julia, habría de morir fusilado.

Cuatro años y siete meses duró el cautiverio de Jesús Negrete en la bartolina 67 de la cárcel de Belem. Una vez que el maleante fue recapturado, sabía muy bien que no volvería a poner un pie en la calle, y que, más tarde o más temprano, acabaría en el patio donde se fusilaba a los criminales.

La hora le llegó cuando en el país se empezaba a escuchar el sordo rumor de la rebelión armada a la que había convocado Francisco I. Madero. Cuando Jesús Negrete, que ya era reconocido como uno de los más célebres bandidos de aquellos tiempos acudió a su cita con la muerte, faltaban dos días para la Navidad de 1910, año bullicioso e inolvidable, después de las complicadas elecciones, en las cuales había vuelto a triunfar don Porfirio, quien cumplió nada menos que ochenta años, y había encabezado las brillantes Fiestas del Centenario, llenas de desfiles, peculiares visitantes extranjeros, develaciones de estatuas, actos y ceremonias masivas y que, faltaba más, habían dejado muy en claro que México era una nación moderna, que bien podía estar, sin desdoro, en el catálogo de las naciones modernas.

A esas alturas, el Tigre de Santa Julia ya se había convertido en una figura muy popular, y no faltaba quien lo viera como una especie de bandido justiciero, que a veces daba algo de lo que arrebataba a los mexicanos más pobres; esos que no habían estado en las fiestas del Centenario. Eso explicaba, en parte la leyenda que sustentaba su populridad; el impresor Vanegas Arroyo le había dedicado no menos de tres hojas volantes que se habían vendido muy bien. Desde luego, la noticia de su fusilamiento iba a ser igualmente aclamada y ambicionada. Toda la ciudad tenía ganas de enterarse de los detalles de las últimas horas en la tierra del Tigre famoso.

Y así fue: tanto las hojas volantes como los periódicos procuraron contarle los detalles a todos los capitalinos: desde el pomadoso caballero que desplegaría El Imparcial en el Jockey Club hasta el humilde mecapalero al que, en el mejor de los casos, le alcanzaría para pagar unos pocos centavos por la hoja de con Toncho Vanegas, eran clientela asegurada. Aunque los más pobres de los compradores no supieran leer. Ya encontrarían a alguien que sí supiera, y que con un poco de buena voluntad informara no a uno ni a dos, sino a diez o quince, pendientes en la plaza o en la pulquería, del destino del delincuente famoso.

Así fue como en todos lados se supo que el Tigre tenía ganas de morir vestido de negro, y su voluntad le fue cumplida: el alcaide de la prisión de Belem lo obsequió con un muy decente y elegante traje de charro, completado por un sombrero de buena calidad, también negro.

Un día antes, el 21 de diciembre, se le condujo ante el agente del Ministerio público, quien haría entrega del reo al gobierno del Distrito Federal para que se cumpliera la sentencia de muerte. Cuando se le pidió que firmara el acta, se rehusó: “¡No, señor! ¡Yo no firmo mi muerte!”

Tan contento estaba Negrete con los obsequios de ropa, que incluían camisa limpia y corbata también negra, a pesar de que sabía bien que ese sería el traje con que lo enterrarían, que hasta brindó con cognac con las autoridades de la prisión. Reflexionó un poco en lo que había sido su existencia en prisión. Hasta había aprendido a leer y a escribir. El Imparcial reveló, en su edición del 22 de diciembre, algunos de los versos que el bandido había llegado a escribir:

Fui hombre de gusto, no puedo negarlo.

Y solito di suelta a todas mis pasiones

Este mundo ingrato que me ha desechado

Me hizo juguete de sus ilusiones.

Se montó la capilla donde pasaría sus últimas horas: correcta y sencilla, la presidía una gran imagen de la Virgen de Guadalupe, y en una mesa, a la mano para consuelo espiritual del condenado, un crucifijo de buen tamaño. Había sillas para el que iba a morir y para el padre Julián Villaláin, que pasó toda la noche ahí.

Como si fuese una tertulia cualquiera, el Tigre de Santa Julia pasó toda la noche en amena conversación con los centinelas a quienes se había encomendado su vigilancia, a ratos en oración y confortado por el sacerdote. También lo acompañó su abogado defensor, el licenciado Justo San Pedro, y algunos periódicos hablan de “algunos otros”, presentes también en la capilla.

Así llegó el amanecer. Jesús Negrete, el Tigre de Santa Julia, fue llevado al patio de la cárcel, y a las 6:25 de la mañana -algunos diarios aseguraron que fue a las 6:27- todo terminó para el célebre criminal.

Tal vez sea cierto que violencia llama violencia. En las mismas páginas en que se detallaban los últimos minutos de vida del Tigre de Santa Julia, se publicaban los malos resultados de una acción armada en el cañón de Malpaso, en el estado de Chihuahua: se trataba de una tropa armada enviada por el gobierno federal para enfrentarse a unos “revoltosos”: eran ya grupos que respondieron al llamado de Madero para sublevarse contra el orden porfiriano, y que entraron en combate contra el Sexto Batallón de Infantería, comandado por el coronel Martín Luis Guzmán Rendón, quien había caído herido (moriría poco después, a resultas de complicaciones de esa herida), y algunos de sus hombres murieron en la acción. Se trataba de los primeros muertos de la revolución.

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