
Justo como suele pasar desde tiempos inmemorables: los mayores descubrimientos de la ciencia están a ojos de los niños. No sólo los científicos yacen en un laboratorio sofisticado esperando a la musa de la inspiración, también nos encontramos en el comedor, en oficina o inclusive en la fila de las tortillas.
En cierta ocasión con mis amigos de la colonia nos cooperamos y juntamos 10 pesos para comprar una pelota de plástico, y fuimos los pequeños más felices del mundo, hasta que pateamos tan fuerte la pelota que la volamos a un terreno baldío y se ponchó con una espina. Después de esto tuvimos que “parcharla” y lo hicimos con un poco de cinta adhesiva pero naturalmente, como las cicatrices en la piel, además de ser muy visible este defecto también tenía el problema de que pasado el tiempo se volvía a desinflar como si estuviese ponchada.
Juanito, el de la casa amarilla, se dio cuenta que si dejábamos la pelota a pleno sol ésta aumentaba de volumen sin necesidad de echarle más aire, literalmente se hinchaba y así podíamos volver a jugar. Por lo que antes de jugar por las tardes primero inflábamos la pelota con el Sol. Y así le hicimos durante un tiempo considerable hasta que todos los chiquillos nos separamos.
Hoy en día con los conocimientos adquiridos en diversas clases de universidad sé que dicho fenómeno es la dilatación del gas contenido en la pelota por el aumento de temperatura provocado por el Sol, a la par me doy cuenta que experiencias como la anterior testifican que de niños somos científicos, no completos porque no reportamos los hallazgos pero indudablemente observamos un fenómeno físico quizás porque nos cautiva a simple vista y luego nos apropiamos de ello, es menester volver a lo simple y cautivador, es decir, volver a ser científicos como los niños.
Por ello, nunca pierdas la mirada de cazador, pues puede haber un científico al acecho y tú ni en cuenta. Hasta la próxima, cuate.
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