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Con el Sábado de Gloria llega la quema de judas y el juicio popular

Judas, símbolo de la traición según la tradición católica de Semana Santa, se convierte en expresión de las antipatías políticas. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, entre los “favoritos” de esta temporada

El fusilamiento de un mexicano
El fusilamiento de un mexicano El fusilamiento de un mexicano (La Crónica de Hoy)

Diablos y virreyes, políticos y presidentes, todos acaban en la fiesta del Sábado de Gloria y sus efigies de cartón acabarán quemadas en la plaza de Santo Domingo: son judas, símbolo del mal y la traición; son fiesta católica y encarnan el juicio popular sobre los hombres del poder.

Este año, como el anterior, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, será quemado en efigie en una fiesta que encuentra su raíz en la fe católica pero que, como tantas otras cosas de la Semana Santa, halla el espacio de maniobra suficiente para que los mexicanos digan unas cuantas cosas más y acaben pasándosela de la mejor manera posible, al tiempo que le acomodan un raspón al personaje del día, ése que concentra simpatías desaforadas, pero también rencores y resentimientos.

Por eso, los Sábados de Gloria del México viejo empezaban muy temprano, con los vendedores de matracas y los “juderos”, vendiendo su mercancía a precio de remate. Todas las vinaterías y las pulquerías, que la tarde anterior habían hecho jornada de limpieza profunda, tenían las puertas entornadas. Asomándose, bien podían verse piezas de jamón adornadas con papel dorado y plateado, para regresar a la vida y al buen diente de todos los días, para acompañar las botellas de licores y aguardientes que, andando la mañana, irían a dar a las casas de los fieles que celebraban, en la medida de sus recursos, la fiesta religiosa. La “gente bien” iría a tomarse una copa o dos a las diversas pastelerías francesas surgidas en los días de gloria del Porfiriato. Los otros, los más pobres, gastarían unas pocas monedas en conseguirse su frasco de aguardiente chinguirito o refino, que pedirían, según el gusto, con lima, con canela o con naranja.

Las pulquerías amontonaban en los mostradores cerros de tunas, de tallos de apio y de jitomates para “curar” el pulque no bien llegase. La señal eran los repiques de la Catedral, hacia las diez de la mañana: se “abría” la Gloria.

Y si el regocijo se traducía en la buena comida y la buena bebida, la quema de los judas, en todos los rumbos de la ciudad, completaban la fiesta del Sábado Santo, con su pizca de ajuste de cuentas.

Por eso son diablos, muchos diablos, de todos tamaños y para todos presupuestos; para exorcizar al mal y desterrarlo. Y puesto que son tan terrenales los defectos que en él se concentran, es inevitable que el pueblo identifique en ellos a personajes poderosos: desde oidores y virreyes hasta el presidente en turno, o el enemigo común, como es, desde el año pasado, Donald Trump.

Cada época tiene su propia idea de la materialidad del mal, de “los malos”, tropel de diablos aparte. Muchos de los judas porfirianos tenían el aspecto de los famosos “rurales”, aquella especie de policía de caminos que don Porfirio había inventado para arrasar con los salteadores de caminos. Y aunque se trate con el mismísimo demonio, la quema de judas no es lúgubre; es fiesta, regocijo, y ajuste de cuentas por agravios reales o imaginarios. Hace un siglo, junto al judas por quemar, los panaderos colgaban un costal retacado de pan, que, al romperse entre el jolgorio y los cohetes, aumentaba el entusiasmo popular al proporcionar alguna golosina.

La transición democrática ha facilitado que en el pasado reciente sean quemados en su advocación de Judas, desde los presidentes de la República, llámese Luis Echeverría o José López Portillo, hasta personajes verdaderamente siniestros como Arturo El Negro Durazo, alguna vez jefe de la Policía capitalina.

Desde luego, el presidente Enrique Peña Nieto ha tenido su representación en los judas de Semana Santa, como la tuvieron en su momento los presidentes Calderón, Fox y Zedillo. Pero también ha habido judas, como el de hace algunos años, que representaba a José Luis Abarca, alcalde de Iguala involucrado en la desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, y que sí se acercan a la real expresión del mal.

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