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Concha Lombardo y Miguel Miramón: un amor entre guerras civiles e invasiones

Ella era distinta a la mayor parte de las jóvenes mexicanas nacidas en la primera mitad del siglo XIX: Desenvuelta, valerosa, habituada a decir las cosas como las pensaba. Tal vez fue eso lo que atrajo a aquel joven cadete del Colegio Militar, de familia de soldados, valiente y ambicioso. Le costó trabajo conquistarla, pero cuando Concepción le correspondió, empezó un romance, a ratos tormentoso y en ocasiones perturbado por el demonio de los celos, y que solo terminó cuando un pelotón de fusilamiento ejecutó a tres hombres y con ellos acabó el proyecto del Segundo Imperio Mexicano.

Ella era distinta a la mayor parte de las jóvenes mexicanas nacidas en la primera mitad del siglo XIX: Desenvuelta, valerosa, habituada a decir las cosas como las pensaba. Tal vez fue eso lo que atrajo a aquel joven cadete del Colegio Militar, de familia de soldados, valiente y ambicioso. Le costó trabajo conquistarla, pero cuando Concepción le correspondió, empezó un romance, a ratos tormentoso y en ocasiones perturbado por el demonio de los celos, y que solo terminó cuando un pelotón de fusilamiento ejecutó a tres hombres y con ellos acabó el proyecto del Segundo Imperio Mexicano.

Concha Lombardo y Miguel Miramón: un amor entre guerras civiles e invasiones

Concha Lombardo y Miguel Miramón: un amor entre guerras civiles e invasiones

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Tal para cual, dirían algunas abuelas. Los dos eran orgullosos, de carácter vivo, y acostumbrados a salirse con la suya en todos los casos y a pesar de todas las circunstancias. Naturalmente, apenas cambiaron algunas palabras, saltaron chispas. Además, ella tenía novio. Pero eso no era obstáculo para el joven Miguel Miramón, hijo de un antiguo soldado trigarante. Es más, ni siquiera lo sabía. Lo único que tenía claro es que aquella joven, visitante del Colegio Militar, le había robado el corazón, así, de golpe, sin camino de regreso. Y ella apenas lo había mirado.

Pero aquel capitán, de buena fama en el colegio, era también muy tenaz. No olvidó a la señorita Concepción Lombardo Gil de Partearroyo, hija de un caballero acaudalado y emparentado con políticos. No podía sacarse de la cabeza la mirada penetrantre de la muchacha: ojos decididos, francos, fuertes. ¿Cómo iba a ser posible no enamorarse de ella?

Así, le dio vueltas al asunto. Recurrió el capitán Miramón a un amigo que también conocía a la señorita Lombardo y a sus hermanas. Lo persuadió de ayudarle para poder acercarse a la joven, que, fuerza era admitirlo, muy cordial no había sido con él en aquella visita al Colegio Militar, donde, después de ser un alumno aventajado y conocido por su valor, era un joven profesor, del cual, el director de la institución estaba muy satisfecho. “Los alumnos lo quieren y lo respetan, y es tan apegado a la disciplina militar como si fuese un soldado viejo”, había dicho el director a las damas. Esperaba Miguel Miramón que, con esa inocente artimaña, podría acercarse en mejores condiciones a aquella muchacha que tanto lo atraía.

No sabía que se acercaba a uno de los mayores retos de su vida.

UN LANCE AMOROSO DESTINADO AL FRACASO. El truco surtió efecto. Su amigo Romualdo Fagoaga accedió a abrirle la puerta de las muchachas Lombardo. Le convenía: él pretendía a Lupe, hermana de Concepción, o Concha, como todos la llamaban. Fagoaga no era muy querido en la casa de las Lombardo: era hermano de Naboramuna cuñada de la chicas. Pero el muchacho era mala cabeza, juerguista y amante de las apuestas y los juegos de azar. Pero, como al fin y al cabo era pariente político, nadie le ponía mala cara y se le admitía en el salón familiar. Pero las cosas no eran tan sencillas como esperaba Miramón.

“¿Sabe que este bravo capitán está locamente enamorado de usted?”, le dijo Romualdo a Concha. Ella, desconcertada, intentó cambiar la conversación. Pero el bravo capitán prefirió hablar claro: “Señorita, es verdad. No crea usted que quiero divertirme; quiero casarme con usted”.

Concha, que no se achicaba ante los audaces, recibió la intempestiva declaración con un dejo de burla. ¿Qué le pasaba a este capitancito, al cual solamente había visto una vez, en las instalaciones del Colegio Militar? ¡Vaya audacia del joven, venir a la casa de una familia decente, en ausencia del jefe de familia, arropado en la complicidad de un amigo común!

Concha no era una frágil y tímida muchachita decimonónica. Con aplomo, le hizo frente a la sinceridad del capitán Miramón: “¿Se quiere casar conmigo? ¿Para llevarme a la guerra a caballo, cargando en brazos al niño y en el hombro al perico? Ahora es usted capitán; cuando sea usted general, entonces nos casaremos”.

Apareció en eso el padre de las muchachas, y la presencia del caballero ahuyentó a los jóvenes pretendientes. No, las cosas no parecían sencillas con esa Concha, que, sin la menor timidez, estaba dispuesta a poner en su lugar al desmesurado y echado para adelante capitán Miguel Miramón.

Concha no era el prototipo de frágil señorita que uno podía pensar en el México de mediados del siglo XIX. Hija de un santannista prominente, dio muestras, desde muy niña, de tener carácter, y, si la ocasión lo requería, podía ser curiosa, audaz y hasta transgresora, de manera que aquel primer lance con el que se convertiría en su esposo, no era una rareza para la familia.

Cualquier otro, apenado por la respuesta de la muchacha, habría desaparecido del escenario para no volver. Pero Miguel Miramón, que en aquel 1852 tenía apenas veintidós años, no era cualquier pollo enamoradizo. Hijo de un militar del Ejército Trigarante, formó parte de aquel puñado de cadetes que en la invasión estadunidense de 1847 resolvió quedarse en el cerro de Chapultepec a defender su escuela, el Colegio Militar. Si hoy no lo recordamos como un “niño héroe” más, es porque vivió para contarlo y para adoptar una militancia política que no triunfó en la hora final.

LA ESPOSA DE UN MILITAR. Concha arrojó al olvido el reto petulante con el que paró las pretensiones del capitán Miramón. Miguel, por el contrario, conservó el reto de la muchacha muy cerca de su corazón. La vida siguió. Concha y sus hermanas quedaron huérfanas en abril de 1855, cuando la revolución de Ayutla había derrumbado el régimen de Santa Anna. En uno de esos ires y venires, se enteraron del progreso de Miramón: ya era teniente coronel y tuvo el descaro de apersonarse ante Concha para reiterarle su amor. La muchacha lo despidió con cajas destempladas.

A la muerte de su padre, las hermanas Lombardo vieron perderse la mayor parte de su herencia. Nada quedaba del capital cuantioso del que hablaba el testamento de su padre. Habían desaparecido los documentos que amparaban una fortuna depositada en el Banco de Londres, y ni vendiendo casas, alhajas y carruajes, podían resolver deudas que aparecieron súbitamente.

De su gran casa en la calle de la Cadena (hoy Venustiano Carranza), se mudaron a una casita en un rumbo alejado del centro de la ciudad para vivir con enorme modestia. Allí llegó un día el tenaz enamorado para darle una sorpresa a Concha, que, olvidada del asunto, estaba concentrada en deshacerse de Perry, un inglés protestante al que, en un momento de emoción se había prometido, y al que en realidad no amaba, sin contar el gran problema que significaría para ella tener un esposo no católico.

¡Sí! ¡Allí estaba de nuevo el dichoso Miramón! Pero Concha se quedó de una pieza: el joven venía a reclamar lo prometido: llevaba en las manos su banda de general y quería fijar fecha de boda. Concha quiso disculparse; dijo que aquella promesa había sido una broma. Miguel solo respondió: “pues yo me la he tomado muy en serio”. La chica le habló de su conflicto con el inglés Perry. Miramón dijo: “usted prometió casarse conmigo antes de conocer a ese inglés”. El joven general no daría su brazo a torcer. Tanta tenacidad fue ganando el corazón de Concha, quien, finalmente accedió, después de deshacerse, ¡por fin! del latoso inglés.

Ya corrían los primeros tiempos de la guerra de Reforma. México tenía dos presidentes: el liberal Juárez, y, en la capital, el conservador Félix Zuloaga. Miramón propuso una boda relevante: los apadrinaría Zuloaga, y la boda sería en Palacio Nacional.

Pero Concha se opuso terminantemente. Siendo huérfana, dijo, saldría de su casa como una muchacha honesta. Se casaría en su casa o no lo haría. De nada sirvieron los ruegos y los gritos de Miguel. A Concha no le importó. Se mantuvo en sus trecem y Miramón cedió. La boda fue en el hogar de las Lombardo y la misa en la capilla del Palacio Nacional.

Los primeros tiempos del matrimonio Miramón, se parecían a aquella profecía de Concha: ahí andaba ella, protegida y todo, pero siguiendo la fulgurante carrera militar de su marido. El embarazo de su primer hijo cambió las cosas: Concha se volvió la esposa que aguardaba la vuelta del general, y aunque las cartas de Miramón estaban llenas de juramentos de amor y de añoranza y de preocupación por el hijo, ella desarrolló unos celos feroces que explotaban ante cualquier detalle que ella juzgara sospechoso.

Sus preocupaciones se agravaron cuando Miguel Miramón se convirtió en Presidente de la República, según el partido conservador. Sin importarle la feroz guerra civil en que se debatía el país, Concha reclamó: “¡se acabó mi tranquilidad! ¡La política me lo ha robado, ya no volveré a tener paz!” No le preocupó mayormente convertirse en “Presidenta”. Para ella, el poder político le había arrebatado a su esposo.

DERROTA, IMPERIO Y MUERTE. La derrota del partido conservador, en 1860, llevó a los Miramón al exilio. De lejos, vio cómo el invasor francés creaba un imperio encabezado por un príncipe austriaco, Maximiliano de Habsburgo. La familia resolvió volver a México, y Miguel ofreció sus servicios al imperio. Pero el emperador desconfió de aquel joven y pujante general: lo sacó de la corte y lo envió a Alemania, con todo y familia, a estudiar táctica militar. Los Miramón regresaron al país en 1866, cuando el imperio ya estaba en crisis, y Napoleón III retiraba el apoyo francés. Sólo entonces, Maximiliano se resolvió a reorganizar el ejército imperial y puso a tres hombres a la cabeza de las tropas: Leonardo Márquez, el Tigre de Tacubaya; el indígena Tomás Mejía, y Miguel Miramón, y sólo dos de ellos morirían junto a él en el Cerro de las Campanas.

El sitio de Querétaro terminó con la rendición de lo que quedaba de las fuerzas imperiales. Márquez logró salir de la ciudad para traer refuerzos, y nunca volvió. A Maximiliano, Miramón y Mejía, los enjuiciaron en el Teatro de Iturbide y los sentenciaron a muerte. Hasta el último minuto, Miguel rechazó el cargo de traición que le costó la vida. Concha estaba a su lado, en su cárcel queretana. Audaz, comenzó a planear una fuga: cambiaría de ropas con su Miramón, él saldría vestido de mujer y ella se quedaría en la celda en uniforme. Miguel se negó en redondo.

Los fusilarían un 16 de junio; una gracia inesperada les dio tres días más de vida, que los reos calificaron de una crueldad innecesaria. Miguel aprovechó la circunstancia y envió a Concha a San Luis Potosí, a solicitar al presidente Juárez un indulto. Concha partió ligera, pero Miramón sólo lo había hecho para ahorrarle el sufrimiento de presenciar la ejecución. Estaba lejos Concepción Lombardo cuando su esposo moría, en el lugar de honor cedido por Maximiliano, la mañana del 19 de junio de 1867.

EL EXILIO FINAL. Concha salió de Querétaro con el cadáver de su Miguel, embalsamado con eficacia. Lo enterró en el panteón de San Fernando, y partió para Europa, en busca del amparo de la corte austrohúngara que Maximiliano le había prometido. Nada consiguió, y con trabajos logró sobrevivir en Europa.

Volvió a México diez años después, solamente para enterarse de que, a unos pocos metros de la tumba de su Miguel, descansaba ya el presidente Juárez. Furiosa, armó un escándalo y desenterró a Miramón, ignorando ruegos y llamados a la sensatez, y se lo llevó a sepultar a la catedral de Puebla donde aún permanece. Al único que escuchó fue a un sacerdote, que la convenció de dejar, junto al cuerpo del general, su corazón embalsamado, que, resguardado en un frasco, ella había acarreado por media Europa.

Concha murió en 1921, en Francia. Hasta el último minuto cumplió la promesa escrita en el cofre donde guardaba los recuerdos de su esposo: “Péguese mi lengua a mi boca si llegara a olvidarte”. Procuró criar a sus hijos conforme a las instrucciones de su esposo, cuidando que no crecieran guardando rencor a los liberales que lo habían mandado al paredón. El empeño fue en vano. A fines del siglo XIX, Miguel Miramón hijo participó en un par de duelos, defendiendo la memoria de su padre.

Concha dejó escritas unas voluminosas memorias, que son un detallado relato de uno de los más conocidos romances del México decimonónico. Le sobrevivió a Miramón más de medio siglo, y con ella se fue una historia que lo tuvo todo: pasión, felicidad enome, lágrimas y muerte; todo entreverado con la construcción de nuestro país.