Opinión

COVID y Antropoceno

COVID y Antropoceno

COVID y Antropoceno

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

*Miguel Rubio Godoy

La pandemia del coronavirus SARS-CoV2, causante de la enfermedad COVID-19 ha demostrado, entre otras muchas cosas, la fragilidad de algunas construcciones humanas aparentemente sólidas como el mundo “globalizado” y la economía internacional.

En cuestión de semanas, ambos cambiaron radicalmente pues algo tan aparentemente inocuo como el cierre de unas cuantas fábricas en China y la limitación parcial de las fronteras acabó de pronto con el comercio mundial y de un tajo borró muchos ceros de las cotizaciones de distintas empresas en las bolsas de valores alrededor del globo. En unos cuantos días observamos la sorprendente volatilidad del dinero y la un tanto incomprensible ficción del valor de las cosas, cuando con todo mundo encerrado en casa (¡casi literalmente!), ahora en las bolsas de valores cotiza más Netflix que una enorme empresa petrolera como ExxonMobil —lo cual es raro si pensamos que semánticamente la palabra “capital” viene del conteo de cabezas de ganado y uno pensaría que al hacer un recuento son menos valiosos unos cuantos servidores y demás aparatos de cómputo y cables que sustentan la cotización de la compañía de entretenimiento que las plataformas, barcos y refinerías y demás bienes concretos que en principio soportan el valor de la petrolera.

En estos días de pandemia, también observamos el increíble reporte de que ¡los productores de petróleo tenían que pagar para que sus clientes aceptaran quedarse con su producto! Cosa de ciencia ficción —o más bien, constatación de que el mundo definitivamente ya no es el mismo que a principios de 2020— fecha que en estos días frenéticos se antoja muy lejana y no lo es.

En el mismo lapso en que desaparecieron los valores estratosféricos de varias compañías transnacionales, para fines prácticos buena parte de los seres humanos desaparecimos de la faz de la tierra y dejamos de surcar los aires, y con ello reaparecieron cielos azules y límpidos por doquier —en la CDMX redescubrieron los volcanes y las serranías que la circundan; en la India, después de décadas de polución, vislumbraron que al norte del país los Himalayas casi tocan el firmamento; al despejarse paulatinamente el humo, China reapareció en las imágenes satelitales—, sin humanos rondando por doquier, animales como los jaguares de Yucatán se estrenaron como huéspedes en los hoteles de lujo de la costa caribeña, las tortugas regresan a las playas desiertas a desovar, las ballenas se recrean en los clubes de yates del Mediterráneo, los pelícanos y flamingos se pasean por los parques europeos, etc.

Todos estos sucesos dan muestra de la increíble capacidad de la naturaleza para reponerse del embate antropocénico —el implacable impacto que como especie ejercemos sobre nuestro planeta—, particularmente a partir de la segunda mitad del siglo XX cuando comenzó un incremento casi exponencial de la cantidad de pobladores en el planeta, aparejada de un incremento constante en el uso de combustibles fósiles y la consecuente liberación de gases de efecto invernadero, así como de la producción de plásticos, concreto y aluminio —algunos de los indicadores más claros del Antropoceno, la era geológica del hombre en la que estamos (¿Cómo Ves? No. 251).

Estando la mayoría de nosotros en reclusión domiciliaria temporal y en medio de una etapa extraordinaria en la historia reciente de nuestro país y el mundo, tenemos el tiempo (¡y la obligación!) de reflexionar y de aceptar que hay muchas cosas que cambiar en nuestro planeta; de reconocer que al cabo de la cuarentena (que durará más de 40 días…), no necesariamente regresaremos a la normalidad de antaño sino que deberíamos crear una nueva cotidianidad —social, económica, sanitaria, ambiental, etc. Nuestra manera de relacionarnos entre humanos y con nuestro planeta tiene que modificarse profundamente habiendo aprendido las lecciones de este brote infeccioso que cimbró al mundo.

Algo casi incomprensiblemente pequeño como el coronavirus SARS-CoV-2, del cual cabrían un millón de ejemplares adentro de UNA célula humana, resultó un enemigo formidable: COVID-19 puso al mundo en jaque en semanas, pues le pegó al centro del quehacer humano: las finanzas y la economía globales. Es decir, el coronavirus al infectar y matar personas afectó algo a lo que le damos mucha (¡desmedida!) importancia, pero que como magistralmente ha apuntado Yuval Noah Harari, es una ficción: el dinero. El que estemos inmersos en el Antropoceno en buena medida obedece a lo mismo: como especie, hemos privilegiado a la dupla finanzas-economía y su incesante crecimiento por encima de todo – nuestra salud, nuestro prójimo, nuestro entorno, nuestro planeta…

Poner la economía por encima de prácticamente todo es en el fondo una de las razones por las cuales un virus de murciélago originalmente inofensivo acabó infectando a un ser humano en el centro de China y ahorra arrasa el planeta. Como oportunamente han alertado desde hace años los científicos, entre otros los integrantes de los Paneles Internacionales de Cambio Climático y de la Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos de la Organización de las Naciones Unidas, el fin de lucro desmedido ha conducido a nivel mundial a una deforestación rampante, una desbordada expansión de la agricultura y la ganadería intensivas y de la minería, al crecimiento descontrolado de ciudades e infraestructura, y a la explotación irracional de especies silvestres —todo lo cual sienta las bases para una “tormenta perfecta” de salto de patógenos a nuestra especie: el más reciente es el coronavirus SARS-CoV-2, pero lo han antecedido muchos otros infames congéneres virales, como el SARS de principios de este siglo XXI, ébola, zika, nipah, hantah, VIH… Y para dispersarse, estos patógenos emergentes han aprovechado los afanes y los medios de transporte humanos: si a inicios del siglo XX el VIH, causante del Síndrome de Inmunodeficiencia Humana Adquirida salió de las selvas de África ecuatorial en canoas y luego llegó a otros continentes en barco, en estos tiempos el SARS-CoV-2 avasalló el planeta viajando en avión.

Aunque los científicos alertaron hace años sobre la probabilidad y el riesgo de que surgieran nuevos virus que afectaran al ser humano, no encontraron suficiente eco como para detener al mundo, hasta que cual asaltante, el coronavirus nos enfrentó a un clarísimo dilema: ¡la cartera o la vida! Ante esta disyuntiva, afortunadamente, la mayor parte de los gobiernos del mundo se han dejado orientar por la ciencia para definir las mejores estrategias para sobrellevar el brote epidémico, privilegiando la vida de la población sobre la economía y las finanzas. Ojalá esta renovada o recién estrenada atención a las predicciones y propuestas de la ciencia conduzca la salida de la cuarentena y la reinvención de la nueva cotidianidad —que por el bien de todos debiera seguir el principio rector de la sustentabilidad en el más amplio sentido.

Sería bueno que como sociedad global comenzáramos a tomarnos en serio el enorme peligro que implica el Antropoceno; en ello nos va la vida —por lo menos como la conocemos. Si el coronavirus ha trastocado la vida humana pues ha matado a miles de personas y ralentizado la economía global, es forzoso considerar que la huella del ser humano sobre el planeta es mucho más perniciosa y afecta la capacidad del mismo para sustentar la vida; nada más y nada menos.

Si bien es esperanzador el retorno de los cielos límpidos y la reaparición de muchos animales, la ciencia claramente nos dice que una golondrina no hace verano: por ejemplo, el volumen de gases de efecto invernadero que ya hemos liberado a la atmósfera propiciará el aumento de la temperatura promedio del planeta durante los siguientes siglos (leíste bien: ¡siglos!), lo cual como hemos experimentado en carne propia trae una cauda de calamidades, como olas de calor mortíferas, incendios incontrolables o lluvias y meteoros descomunales. La ciencia también nos indica que aunque todavía no termina la primavera, este año ya pinta para ser el más caliente desde que se llevan registros meteorológicos confiables. Es por ello que la construcción de una nueva normalidad no debería (¡no puede!) transitar a través del apoyo para reconstruir el andamiaje que propició que nos encontremos en este punto de la historia. No se puede reactivar la economía relajando las exigencias de respeto y protección del medio ambiente, apuntalando a las aerolíneas y las empresas contaminantes, restableciendo nuestra prácticamente total dependencia energética de fuentes fósiles —aunque sea lo más sencillo y políticamente palatable.

Nadie escarmienta en cabeza ajena y la humanidad parece no aprender ni de su propia historia. Esperemos que la llamada de atención que implica la pandemia de COVID-19 nos haga entrar en razón.

*El doctor Miguel Rubio Godoy,

es Director General del Instituto

de Ecología, A.C. (INECOL).

Las opiniones expresadas son del autor, y no necesariamente reflejan las del INECOL ni el CONACYT

Todos estos sucesos dan muestra de la increíble capacidad de la naturaleza para reponerse del embate antropocénico.