Nacional

Crimen en la Ciudadela: así mataron a Gustavo A. Madero

Los oscuros sucesos de la Decena Trágica se han contado miles de veces, y aún así resultan fascinantes para los habitantes de la ciudad de México, a quienes les cuesta trabajo imaginar las mismas calles por las que hoy caminan, llenas de cadáveres, de caballos muertos y de casas destruidas a cañonazos

Crimen en la Ciudadela: así mataron a Gustavo A. Madero

Crimen en la Ciudadela: así mataron a Gustavo A. Madero

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Corría enloquecido, completamente a oscuras, dominado por el miedo y enloquecido por el dolor que, desde la herida de la mandíbula, causada por el primer balazo que le dieron, le inundaba el cuerpo. Acaso intentaba llegar a la estatua del generalísimo Morelos, única posibilidad de refugio en el flanco norte de la Ciudadela, nido y fortificación de los sublevados. Pero, por más que se esforzaba, aquel hombre alto y robusto sabía muy bien que vivía los últimos instantes de su existencia: el tiempo de Gustavo Adolfo Madero se había terminado.

En el curso de unas pocas horas, arrastró a Gustavo el torbellino de traición y violencia que reventaba el gobierno de su hermano Francisco. No tenía sino nueve días que el desastre había empezado, muy de mañana, con los alumnos de la Escuela de Aspirantes abandonando su cuartel, mientras los conjurados sacaban de sus respectivas prisiones a los generales Bernardo Reyes y Félix Díaz. Todo sería sencillo, dijeron: tomarían por sorpresa a la gente del Presidente Pingüica, del chaparrito, sordo a todos los avisos de que uno diez, cien complots se fraguaban en su contra en febrero de 1913.

No había resultado tan sencillo: el primer intento de asalto al Palacio Nacional se había frustrado por la habilidad del viejo general Lauro Villar, que recuperó para el gobierno el enorme edificio. Cuando Bernardo Reyes y sus seguidores cercanos en la arriesgada aventura del cuartelazo se plantaron frente a Palacio, prácticamente se dieron de narices con Villar, quien, haciendo gala de lealtad, ordenó fuego contra los traidores. Reyes quedó muerto ahí, a las puertas de la sede del gobierno, mientras los generales Díaz y Mondragón salían a escape a a fortificarse en la Ciudadela, en las orillas de la ciudad.

Poco después llegaría a Palacio el presidente Madero. Ya no saldría de ahí sino para morir. Pero el 9 de febrero de 1913 era optimista: la gente, el pueblo le era leal; buena parte del ejército también. Los traidores no podían ganar; él, sus colaboradores, su gobierno, que eran buenos, triunfarían. Casi se le había olvidado a aquel coahuilense, bajito, vegetariano y espiritista, que, en una reciente discusión, Gustavo, su hermano, el más cercano, su apoyo y su cómplice, le había reclamado, alertándole de los muchos rumores de traición que hervían en la capital: “Pancho, nos van a matar; te van a matar, y a mí antes que a ti”.

UN HOMBRE DE NEGOCIOS, UN HOMBRE PRÁCTICO

Gustavo era un hombre de temperamento práctico, el perfecto hombre de negocios, que había preferido abrirse camino por sí solo, e incursionar en diferentes rutas, para probar su talento y sus fuerzas. No entraba en sus planes aguardar plácidamente a que el tiempo y el destino lo convirtieran en uno de los hombres más ricos del país, como era previsible esperar de los vástagos de la familia Madero.

Como buenos norteños, de esos que vencieron al desierto de Coahuila, los integrantes del clan habían trabajado duro, a lo largo de generaciones enteras para construir un patrimonio. Gustavo Adolfo, que tenía nombre de príncipe sueco, y su hermano Francisco Ignacio, habían recibido la mejor educación posible, en las excelentes instituciones de Francia y Estados Unidos. Pero mientras Francisco se deslumbraba con la filosofía espírita que le cambió la vida desde los días de estudio en París, Gustavo se aplicó a desarrollar su talento empresarial y administrativo.

Gustavo hablaba 4 idiomas, y estudió contabilidad, taquigrafía, agronomía, manufacturación, economía política, una curiosa área llamada geografía comercial, matemáticas aplicadas a las operaciones financieras, todo lo que podría necesitar un empresario exitoso de fines del siglo XIX, pero también tenía sensibilidad musical: estudió piano y flauta, y tocaba el violín. Era un apasionado de la ópera y la música de concierto, y era muy aficionado al teatro. Por si fuera poco, era un diestro esgrimista y un competente jinete.

Se casó muy joven con Carolina Villarreal, su prima, y tenía apenas 20 años cuando quiso ganarse la vida por su cuenta y se convirtió en socio de la fábrica de hilados La Victoria, en Jalisco. Desplegando una capacidad de trabajo enorme, al mismo tiempo dirigía La Estrella, una de las fábricas de su abuelo Evaristo, y un año después, también operaba una empresa tipográfica de la que era dueño, El Modelo, con sede en Monterrey. Una fiebre por vivir y emprender lo invadía: asumió la gerencia de otra empresa familiar, la Compañía Exportadora Coahuilense, que explotaba el guayule.

Iba y venía, desde sus diversos negocios, a Monterrey, donde estaba su hogar y crecía su familia. Tuvo siete hijos, de los cuales solamente tres llegaron a la edad adulta. La vida se transformó cuando su hermano Francisco le anunció a la familia que se lanzaría a la política, y que haría campaña para aspirar a la presidencia en 1910. Gustavo siguió con atención el curso de los acontecimientos, y cuando su hermano Pancho se convirtió en un candidato perseguido, que debió enfrentar la cárcel y la derrota, a causa de algo que tenía todas las trazas de un fraude electoral, lo ayudó a evadirse del país. Y como no había otra forma de librarla, se unió a eso que al cabo de unos meses sería conocido como la revolución maderista.

DE CEREBRO FINANCIERO DE LA REVOLUCIÓN A “OJO PARADO"

Gustavo, con enorme amor filial, pero también con la certeza de que en la persecución de Francisco toda la familia perdería todo cuanto tenía, respaldó a su hermano. Todos los Madero se unieron al proyecto y, de un día para otro, estaban aportando buena parte de sus herencias o sus capitales para financiar la rebelión a la que Francisco convocaba en lo que llamó el Plan de San Luis.

Gustavo se volvió el cerebro financiero del movimiento: negoció empréstitos estadunidenses con los cuales financiar la rebelión y, al mismo tiempo, vendía las acciones de las empresas familiares, pertenecientes a sus hermanas, para el mismo propósito. La revolución maderista necesitaba mucho dinero, y Gustavo lo consiguió, involucrando casi todo su patrimonio. Él era el encargado de comprar el armamento al otro lado de la frontera, y aún se daba tiempo para ser el operador logístico de la actividad estrictamente política de su hermano.

Así vencieron en Ciudad Juárez, así vencieron en las nuevas elecciones de 1911, y así asumieron la tarea de gobernar.

Pero Francisco Madero tenía muchos malquerientes. Cuando llegó al poder, menudeaban las críticas y los ataques, las odiosas comparaciones con don Porfirio. También, es cierto, se cometieron errores; en ocasiones el presidente creía que bastaba con los “acuerdos de caballeros” para inducir cambios. Esperaba transformar el país poco a poco, por medio del trabajo de gobierno y legislativo. Naturalmente, entró en colisión con algunos de sus aliados norteños y con el zapatismo, que no hallaban una explicación sólida para justificar la lentitud.

Por consiguiente, Gustavo se convirtió en blanco de los ataques de los adversarios del maderismo. Desde la revolución lo habían apodado “Genio del Mal”, acusándolo de guardar para sí un beneficio de los préstamos que obtenía. En la capital, y con puesto de diputado, Gustavo se convirtió en un hermano muy incómodo. Tuerto desde niño, usaba un ojo de vidrio que le valió su apodo: “Ojo parado”, rasgo con el que la despiadada prensa antimaderista lo caricaturizó hasta el cansancio.

En el Congreso, se volvió el blanco preferido de los opositores. Pero Gustavo sabía hablar fuerte y duro: respondía a todos los ataques, defendía el gobierno de su hermano. Para ofrecer resistencia a los ataques de la prensa, fundó un periódico, la Nueva Era. Lo acusaron de ser el líder embozado de un grupo de choque conocido como “La Porra”, que amedrentaba a los rivales del maderismo.

A pesar de todo, Gustavo era un leal crítico de su hermano. En ocasiones, le recomendó destituir a algunos integrantes del gabinete. Por eso, él sí se dio cuenta del complot que se fraguaba en contra de su hermano; por eso, se exaltó cuando le contó a Francisco del cuartelazo que se fraguaba y se disgustó cuando el presidente le dijo que tal vez exageraba.

Por eso, Victoriano Huerta, que dominó con facilidad a los primeros sublevados, los generales Mondragón y Díaz, sabía que de quien tenía que cuidarse era de Gustavo Adolfo Madero, a quien, para disminuir las presiones, se le había nombrado enviado especial a Japón. El 4 de febrero, la prensa daba cuenta del gran banquete con el que se despedía al hermano incómodo. Pero, dándose cuenta de que el cuartelazo era inminente, Gustavo se devolvió del ferrocarril, a defender a su hermano. La madrugada del 9 de febrero, había estado recorriendo la ciudad. Detectó a los aspirantes avanzando, a los oficiales preparando el asalto a Palacio. De hecho, lo apresaron y lo encerraron con Adolfo Bassó, el intendente. La libraron cuando Villar y sus hombres recobraron Palacio Nacional.

Madero permaneció en sus oficinas durante los combates en la Ciudadela: había nombrado a Victoriano Huerta jefe de la plaza, y por eso no se percató de que el general indígena preparaba otro golpe, que no fallaría. Gustavo, que era ojos y oídos para el presidente, descubrió la traición. Madero dio a Huerta 24 horas para probar su lealtad. Fueron suficientes para desencadenar el golpe, aprehender al presidente, y también a Gustavo, en la trampa que le tendieron en el restaurante Gambrinus.

EL ASESINATO BRUTAL

Victoriano Huerta recibió un mensaje del general Manuel Mondragón, que permanecía en la Ciudadela. Allí, todo era algarabía: El presidente estaba preso, y Huerta había pactado el apoyo del embajador estadunidense. El maderismo había caído, y, exaltados por el alcohol, oficiales y tropa querían sangre, querían vengarse de sus rivales. De hecho, le pedían a Huerta que les entregara a los hermanos Madero.

Huerta, que fraguaba la maniobra con la que se haría del poder, no les dio a Francisco. Pero sí a Gustavo, y al intendente Bassó. Con eso fue suficiente para que en la Ciudadela se despertara el hambre de violencia. A los ojos de Mondragón y Díaz, Bassó era el responsable de la muerte de Bernardo Reyes, al dirigir la ráfaga de ametralladora aquella mañana aciaga del 9 de febrero. Gustavo… a Gustavo, si acaso, solamente lo quería su hermano.

Gustavo no era ningún blandengue: abundan las fotos de él en la campaña de 1911, a caballo junto a Villa, entre los dirigentes de la revolución. Pero entregado a la tropa comandada por un capitán Zurita, no tenía ninguna oportunidad. Después, corrió el rumor de que había ofrecido buen dinero porque lo liberaran. Lo llevaron a rastras a un patio; se aferró al marco de la puerta. En el forcejeo, le dieron un balazo en la mandíbula. Desquiciado por el dolor, gritaba desesperado.

“¡Ojo Parado, cobarde!” “¡Ojo Parado, llorón!” era la gritería que lo envolvía. Lo arrastraron a la puerta norte, al campo donde solamente estaba la estatua de Morelos. Los testimonios dicen que un tipo que había desertado del bando leal, apellidado Melgarejo, le hundió la bayoneta en el ojo sano. Hay quien segura que Manuel Mondragón observaba el drama. Al intendente Bassó, lo fusilaron sin mayores preámbulos. Le concedieron la gracia de elegir el sitio de su muerte, ahí, donde pudiera ver la Osa Mayor, guía de los marinos.

Ciego y aterrado, Gustavo corría por su vida. Cayó cerca del monumento. Se acercaron soldados y oficiales y lo acribillaron. Con una linterna, lo examinaron. Ya estaba muerto. Agregaron la befa a la violencia: le mutilaron los genitales, lo cubrieron de estiércol y tierra. Desvalijaron el cuerpo: le quitaron 63 pesos, un cuadernito de apuntes donde la última frase era “Todo está perdido”. Lo enterraron casi a flor de tierra. Luego, los traidores continuaron su fiesta.

TREINTA Y SIETE HERIDAS

Al día siguiente, la prensa dio la noticia: Gustavo A. Madero había sido “fusilado” nada se sabía de aquellos horribles momentos. Tampoco se sabía dónde estaba su cuerpo. En Monterrey, Carolina, su esposa, nada sabía, y sus parientes en la capital ya se movían, intentando hallar el cadáver.

Preso el presidente Madero, y luego asesinado, la calma parecía retornar a la capital. Huerta era presidente, ya nadie le importaba el destino de Gustavo. La familia Madero había salido del país después de enterrar a Pancho, dejando una fosa pagada en el panteón Francés de la Piedad, para dar descanso a Gustavo, en cuanto se le encontrara.

Fue Alberto J. Pani quien dio con él. Lo desenterraron de la Ciudadela y lo llevaron al depósito de cadáveres del Panteón de Dolores. Estaba irreconocible; Pani lo identificó por un trozo de camiseta con sus iniciales bordadas, y por el ojo de esmalte. Tenía 37 heridas de bala. Los parientes de Carolina se encargaron de enterrar a Gustavo junto a su hermano Francisco y junto al vicepresidente Pino Suárez. A los pocos meses, en una obra del género chico, “El país de la metralla”, uno de los actores cantaba, regalando “postales de la Porra, que de nada sirven ya”. La muerte empezaba a rondar a los últimos maderistas.