
Se sabe que, en el verano de 1914, en un tugurio de la Colonia de la Bolsa, llamado “El grano de arena”, se dieron cita algunos personajes peculiares. Mexicanos, algunos españoles, un francés. Tenían dos cosas en común: todos eran, esencialmente, delincuentes. Y todos habían escapado de la cárcel aquella mañana de 1913. En esas horas agitadas, cada quien había corrido por su propio camino, pero ahí estaban, reunidos poco más de un año después.
Había de todo en aquella peculiar reunión. Estaba Amador Bustínzar, El Pifas, maestro en el arte de abrir cajas fuertes; tan bueno, que alguna vez había abierto, por encargo de la policía, y para rescatar al jefe de cajeros, la bóveda del Banco Nacional de México. Estaba Ramón Beltrán, El Gurrumino, y Refugio Hernández con fama de audaces y peligrosos.
El francés respondía por Mario Sansí, con fama de inteligente y que se dedicaba a lo que hoy se llamaría trata de personas, explotando y maltratando a prostitutas. Dos de los asistentes a la reunión habían tenido todo para forjarse un mejor futuro: Rafael Mercadante y Manuel Palomar eran vástagos de familias honorables y con cierta holgura. No obstante, ambos ya tenían camino andado en material de robos.
Un español, Santiago Risco, era español. Cruzó el mar en busca de una nueva vida, pero lo cierto es que era huésped frecuente de la cárcel, de la cual salía y entraba con frecuencia. El robo era la menor de sus faltas.
Otro, Enrique Rubio Navarrete, que tenía un hermano militar –que llegaría a general- también estaba en la junta aquella, con la aureola de oveja negra de su familia. Otro en el grupo era Francisco Oviedo, adicto al alcohol y a la mariguana, hijo de una familia pobre pero honorable.
Si se revisara la lista de fugados, se encontraría al que encabezaba aquella oscura reunión: el español Higinio Granda, con un historial de más de 20 ingresos a la cárcel. Había llegado a México con su hermano Juan, pero los hermanos veían la vida de manera muy distinta, y así, mientras Higinio hacía carrera criminal, Juan se enroló en el ejército zapatista, a las órdenes del general Amador Salazar.
Las autoridades policiacas nombradas por Huerta, recibieron la orden de apresar a aquella selecta compañía, no bien se aquietaban las aguas enturbiadas por la Decena Trágica. Al frente de la Policía Reservada, encargada de seguir el caso, estaba Antonio Villavicencio, que, unos años antes, estuvo involucrado en el linchamiento de Arnulfo Arroyo, el infeliz borracho que se atrevió, en 1895, a atentar contra Porfirio Díaz. Pero al iniciar la pesquisa, se encontró con que muchos se hicieron “ojo de hormiga”. Higinio Granda no halló mejor cosa que alistarse en el zapatismo a las órdenes de su hermano, que ya era coronel. Cuando regresó a la capital, Higinio ya tenía el grado de capitán, e, incluso, formaba parte del Estado Mayor del general Amador Salazar.
Así los encontramos en “El grano de arena”.
En su calidad de lugarteniente de un general, Granda tenía acceso a información que hoy llamaríamos privilegiada. Sabía que las fuerzas zapatistas llevaban a cabo cateos, tanto para encontrar a enemigos como para detectar arsenales destinados a fortalecer a los carrancistas. Como los cateos eran considerados una “táctica de guerra”, nadie los consideraba ilegales. Ahí Granda vio la oportunidad: alegando que se trataba de un cateo, podría entrar, con sus cómplices, a todas las casas adineradas de la capital. No le interesaban las armas, aspiraba a encontrar y apoderarse de joyas, de dinero contante y sonante.
Acudió a la puerta el señor Enrique Pérez, quien, indignado, negó tener vínculo alguno con el carrancismo, pero no le valió. A punta de pistola, los ladrones penetraron en su casa. Se llevaron, como denunció después, mil 200 pesos en monedas, 7 mil pesos en billetes y un lote de joyas que valía 10 mil pesos. El atraco fue un éxito. Se llevaron a uno de los dueños de la casa y lo abandonaron en un paraje retirado. Cuando pudo liberarse, la víctima acudió con el alto mando zapatista, quien prometió investigar.
Probada la eficacia de la estrategia, la banda hizo de las suyas durante meses, y sembraron el terror en los barrios acomodados de la ciudad. No conformes, se interesaron por el secuestro. Fue famoso el caso de Alicia Thomas, hija de un acaudalado banquero francés. La banda cobró nada menos que 100 mil pesos oro, una fortuna, por devolver a la joven con su familia.
Muchos fueron los crímenes que cometió la banda del automóvil gris. Se les vio como delincuentes modernos, dinámicos, audaces, ¡que asaltaban en 4 ruedas”. Fueron famosos los asaltos a la casa de Gabriel Mancera, o, atrevimiento entre los atrevimientos, a la Tesorería de la Nación.
Era un secreto a voces que se trataba de militares dedicados al robo. Nadie podía saber que los uniformes no eran sino una pantalla. Pero eran días inciertos, y todo mundo creía a los revolucionarios, de la facción que fuesen, capaces de asaltar y secuestrar.
Granda vendía su botín a un joyero judío. Pero la ciudad era pequeña, y pronto se encontró aquel comerciante, con que a su establecimiento llegaban personas honestas que lo acusaban de tener aquellos aretes o ese broche robados días antes. La anécdota cuenta que María Conesa llegó a lucir un collar espléndido, obsequio de uno de los bandidos, y que fue reconocido por una dama cuando la actriz presumía la alhaja. Zapata llegaría a escribirle a Carranza, culpando a sus tropas de los crímenes para echarle la culpa a los hombres del revolucionario morelense. Pero la banda trabó conocimiento con un “misterioso personaje” que los ayudaba y facilitaba sus escapes, a medida que el cerco policiaco se iba cerrando. Se rumoró que el misterioso cómplice era el general Juan Merigo.
A la mayor parte de ellos se les sentenció a morir fusilados; un par de ellos recibieron indulto, Granda entre ellos. De los que sobrevivieron, ninguno volvió a delinquir.
Tan impactantes fueron los crímenes de la banda del Automóvil Gris, que sus fechorías dieron para una puesta en escena del género chico y para una película silente: El automóvil gris”, que se estrenó en 1919. El filme impactó a la gente: la escena final, de los fusilamientos de los bandidos, era la película real de las ejecuciones de diciembre de 1915.
El sentimiento popular, que nada perdona, ha puesto en las calles un corrido acerca de la banda y sus crímenes:
Señores tengan presente
Lo que les voy a cantar
Sobre esa banda de gente
Que asalta la capital
Será que el Diablo la ayuda
A tanta mala acción
O los mismos generales
de la Revolución.
Dicen que todos salieron
de la cárcel de Belén
y que roban a las casas
por encargo de la Ley
Y andan estos rateros
En un automóvil gris
Robando tanto dinero
Y joyas hay que decir.
Unos son mexicanos
Y otros no lo son
Soldados o policías
¡cristianos sin corazón!
Los bandidos se habían ganado su lugar en la lírica popular.
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