Opinión

Crónica del terror

Sergio González, el hombre que cambió la forma de hacer periodismo en México
Sergio González, el hombre que cambió la forma de hacer periodismo en México Sergio González, el hombre que cambió la forma de hacer periodismo en México (La Crónica de Hoy)

Ésta no era la columna que yo quería escribir ayer y publicar hoy. En la original, alegaba que la CDMX está de nuevo a la vanguardia, ahora  en el combate a la corrupción… pero mientras revisaba ya por última vez mi texto original para este miércoles, sentí el primer jalón en mi oficina del primer piso allá en Xochimilco.

De inmediato entendí que no era un sismito más. La estructura completa crujía como si el edificio entero se fuera a caer. Verdaderamente consternado salí hacia las escaleras pero la tierra se agitó de una manera estruendosa. Vi a mis colegas alcanzar las escaleras grandes, pero justo cuando yo empezaba a apretar el paso para llegar con ellos, el estrépito arreció y vi rodar a algunos de ellos como juguetes en su caída hacia la planta baja. Vi volar vidrios y plafones con un ruido ensordecedor; algunos cayeron a mis pies y tuve que cambiar de ruta e intentar salir por otra vía, la de las escaleras chicas. La tierra se remecía con un furor terrible. A mi izquierda, agazapados en cuclillas junto a un muro, unos colegas me gritaban que me les uniera: “¡Véngase! ¡Acá es más seguro!”.

Me negué; calculé que podría llegar en una sola carrera a las otras escaleras. Me di cuenta que sería imposible y me acuclillé junto a mis compañeros. Un poco más acá, dos o tres compañeras lloraban aterradas; todos intentábamos calmarlas pero la madre naturaleza no cedía. El maldito terremoto seguía sin parar.

Me resigné. Me convencí que moriría ahí, junto a mis libreros, al lado de mis colegas, a un lado de un extinguidor. Me indigné también; me pregunté: “¿Así se va a acabar mi vida? ¿De veras?”. Justo cuando empezaba a rezar pensando en mis hijos Uriel, Jock y Dany, exactamente cuando en mi corazón me estaba despidiendo de mi compañera y cómplice de vida, mi esposa América, pidiéndole perdón a los cuatro y a mi mafer y mi very por todas mis fallas y acogiéndome a la voluntad de Dios, aquello empezó a amainar.

Había bruma de polvo de los plafones que anunciaba una tensa calma. Nos incorporamos todos y corrimos hacia abajo. Ya afuera, en pleno arroyo vehicular, me preocupé por mi equipo y los busqué, y a todos encontré en buen estado aunque algunas de las colegas en muy mal estado y, como buenas mexicanas, más preocupadas por sus hijos, esposos y papás que por ellas mismas. Me sentí orgulloso de ellas.

“Ya estamos afuera” les decía a todos al encontrarme con ellos, “hablen a sus casas y empezábamos todos a reponernos. Abracé y saludé a gente que nunca había visto y nos sonreíamos exhaustos y nos decíamos “Estamos bien, estamos bien”. Al regresar por mis cosas para irnos, pude presenciar los enormes estropicios. Me estremecí, era una vista horripilante. Tardé dos horas y media en llegar a casa y ya estoy acá, escribiendo esta nueva versión de la columna del miércoles, horrorizado de la devastación de mi entrañable CDMX, que tanto padecemos y que tanto amamos. No perdamos la fe; de peores hemos salido. Ya verán.

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