Opinión

Crónicas del regreso III: Flores negras del destino nos apartan

Crónicas del regreso III: Flores negras del destino nos apartan

Crónicas del regreso III: Flores negras del destino nos apartan

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Esta semana regresé por tercera vez al teatro a pesar de la pandemia y su tercera ola amenazante. Lo hice porque se puede y porque los trabajadores del teatro a cada función se aseguran de tomar todas las medidas sanitarias para hacerlo posible. Acudí al teatro a fin de presentar la tercera de estas crónicas del regreso a la vida cultural de nuestra ciudad, e invitar a los lectores a recuperar y a ejercer ese derecho —tan nuestro y tan constitucional— que es el de la cultura.

Lo hago también como una manera de reconocer el esfuerzo de nuestras instituciones culturales y sus trabajadores, en este caso del INBA, del Centro Cultural del Bosque y del Teatro El Galeón, pero sobre todo de reconocer y apoyar a la comunidad artística mexicana como uno de los sectores más afectados por la pandemia.

Era el lunes por la noche de un día lluvioso del verano. El Centro Cultural del Bosque lucía casi vacío y desolado, como en los días más dramáticos del confinamiento. Difícil imaginar, rodeado de aquella quietud, que bastaba con cruzar las puertas del teatro para encontrarse con actores, directores, iluminadores, tramoyistas y personal de seguridad, todos listos para arrancar la función. Hay una épica de la resistencia, del tesón y de la dignidad en la escena. Es la tercera vez que asisto al teatro en estas circunstancias y no deja de conmoverme.

Fui al teatro, pero sería más preciso decir que asistí a un territorio interdisciplinario donde literatura, teatro y cine dialogan y se entrecruzan. Flores negras del destino nos apartan es el título elegido para el monólogo protagonizado por José Juan Sánchez y dirigido por Belén Aguilar, que adapta al teatro multimedial la novela de Julián Herbert, Canción de Tumba (2011).

Es un monólogo en efecto, pero no en el sentido ortodoxo. Gracias a los recursos de la cinematografía es posible afirmar que la actriz y cantante Lorena Glinz tiene una constante aparición virtual –a través de una pantalla que forma parte orgánica del escenario– y que su presencia resulta un complemento absolutamente necesario para la propuesta escénica concebida por la joven compañía independiente El Mirador.

El montaje de Flores negras del destino nos apartan ha sido concebido como un espacio multidisciplinario abierto a la palabra y su capacidad de rebautizar al mundo; a la actuación como hazaña de la libertad creativa; y a la imagen en movimiento, el sonido y la luz, que participan con temperamento propio y autonomía del hecho teatral.

En ese sentido no hay menos mérito en el trabajo actoral de Juan José Sánchez (y de Lorena Glinz a la distancia) que en la aportación a la obra del fotógrafo Ernesto Madrigal –responsable de filmar en interiores y exteriores la presencia poderosa de la madre agonizante del personaje–, como meritoria es también la iluminación y la escenografía –a un mismo tiempo íntima y expuesta, desnuda y arquitectónica– de Jesús Giles.

Este año se cumple una década de que Julián Herbert publicó Canción de tumba, probablemente el relato novelado de autoficción más perturbador y conmovedor escrito en México en lo que va del siglo. Premiado y traducido a varias lenguas, esta novela le abrió el camino a un género de la narrativa mexicana que se multiplicado en estos años, no siempre con la misma fortuna, y casi nunca con la misma intensidad, contención e intimidad confesional, tan propias de la prosa de un narrador que es también poeta como Herbert.

Es la palabra, la lírica de la prosa, la intensidad de sus imágenes verbales, lo que permite que un relato desgarrador como el de Canción de tumba se aparte del drama ramplón y lacrimógeno y se alce como una pieza literaria mayor.

La novela narra la vida azarosa de una prostituta y sus hijos, uno de ellos el autor del relato, que puede hacer el recuento memorioso de esa vida –sentado a un lado de la cama agonizante de su madre–, porque con los años se convirtió en escritor, una vocación elegida y construida acaso con el propósito principal de poder contar esta historia. La literatura como recurso de salvación.

Pobreza, violencia y errancia se conjugan en esta suerte de anti Bildungsroman (el nombre en alemán que se le ha conferido a las novelas de aprendizaje). El autor creció entre madrazos –físicos y simbólicos– y los constantes arañazos de la miseria. Entre congales, prostíbulos y proxenetas, a cada nueva ciudad del sur y del norte del país donde debían instalarse siguiendo el oficio nómada de la madre.

Puesto así, parecería no haber hagiografía posible en la vida de una madre, prostituta en su juventud y amargada y violenta en la vejez, y sin embargo la hay: es también el relato de una forma amorosa, radical y casi incompresible de la maternidad, la dignidad irrenunciable de quien recuerda el momento en que su madre le enseñó a leer y a escribir.

La adaptación de la novela la realizaron a cuatro manos José Juan Sánchez y Belén Aguilar. Acaso el principal acierto de su trabajo es que captaron la veta poética en la prosa de Julián Herbert y así la reprodujeron. Se cuidaron también de buscar el difícil equilibrio entre un drama brutal y su contraparte: una historia que es también un relato del amor, un anti himno de la maternidad y una metáfora de la dignidad y de la piedad filial.