
Vivir para ver. El Barbazul mexicano, el Vampiro del Mar del Norte, Gregorio, Goyo Cárdenas, era ovacionado por el pleno de la Cámara de Senadores, ante la mirada complacida del secretario de Gobernación. Era septiembre de 1976, el Palacio Negro, la cárcel de Lecumberri había sido cerrada apenas un mes antes, y se perfilaba, al menos eso creían los abogados que habían impulsado la clausura del viejo penal para impulsar un nuevo modelo carcelario, una estrategia que conseguiría, verdaderamente, la reintegración de los reclusos a la sociedad, convertidos en ciudadanos útiles. Goyo parecía ser la encarnación de esos anhelos setenteros.
En 1942, cuando se descubrieron cuatro cadáveres femeninos enterrados en el patio de su casa, Goyo acaparó los titulares de la prensa, antes que el seguimiento de la Segunda Guerra Mundial. En la disputa por determinar si Cárdenas era o no un enfermo mental, se le había recluído en el viejo manicomio de La Castañeda, de donde se había escapado, “de vacaciones”, una
Navidad. El suceso puso al descubierto que las autoridades policiacas consideraban un derroche ponerle un guardián a Goyo, que lo vigilara dentro del manicomio. Para evitar una nueva fuga, finalmente lo habían llevado a Lecumberri.
Allí, Goyo se transformó en un personaje peculiar: estudió Derecho, pudo titularse y ayudaba a algunos reclusos con sus procesos. Colaboraba en los talleres de oficios que mantenía la prisión, y hasta se dio tiempo para conseguir novia, casarse y tener cinco hijos. Pasaron los años. Al iniciar la década de los setenta, costaba trabajo ver en el sesentón afable al asesino serial que había aterrorizado al México de los años 40. Ahora, un indulto del presidente Echeverría lo devolvía al mundo de los hombres libres, directo desde el Reclusorio Oriente, a donde había sido reubicado cuando se decidió el cierre de Lecumberri.
Desde los años 60 se discutía la efectividad de las prisiones mexicanas, y se proponía a la educación, a la capacitación para el trabajo como “los medios para la readaptación social del delincuente”.
Goyo, por lo tanto, era lo que hoy se llamaría “un caso de éxito”, y la prueba de que las cárceles mexicanas sí eran centros de readaptación. “Tanto en su conversión de hombre a monstruo como de monstruo a hombre”, dijo el secretario de Gobernación, Mario Moya Palencia, “había habido una fuerte influencia de los aparatos económicos, políticos y culturales”.
Goyo también habló. Entre otras cosas pidió que no se cerrara Lecumberri, aquel lugar cargado de historia, donde había pasado 34 años en relativa felicidad.
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