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De los Pitufos asesinos al “bebé Cerelac”: las oscuras leyendas urbanas de los 80

El México ochentero se iba haciendo global. Música de importación, diversiones de importación, comida de importación eran elementos que iban volviéndose cotidianos. Era inevitable que al imaginario colectivo nacional, ya entrenado en materia de rumores, se agregaran historias oscuras y extrañas, con visos de realidad y que tenían que ver con la naciente criminalidad organizada y con el narcotráfico que se convertía en industria. Surgirían seres extraños y terribles, disfrazados de entes bondadosos, que no tuvieron reparo alguno en convivir con las tradicionales historias de fantasmas de la cultura nacional.

El México ochentero se iba haciendo global. Música de importación, diversiones de importación, comida de importación eran elementos que iban volviéndose cotidianos. Era inevitable que al imaginario colectivo nacional, ya entrenado en materia de rumores, se agregaran historias oscuras y extrañas, con visos de realidad y que tenían que ver con la naciente criminalidad organizada y con el narcotráfico que se convertía en industria. Surgirían seres extraños y terribles, disfrazados de entes bondadosos, que no tuvieron reparo alguno en convivir con las tradicionales historias de fantasmas de la cultura nacional.

De los Pitufos asesinos al “bebé Cerelac”: las oscuras leyendas urbanas de los 80

De los Pitufos asesinos al “bebé Cerelac”: las oscuras leyendas urbanas de los 80

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Eran historias salidas de quién sabe dónde, contadas por el amigo de un amigo, por la señora que vendía la fruta, a la que se lo había contado su hermano, el que sí leía periódicos. Alguien creía recordar, lo había revelado Jacobo Zabludovsky en su indispensable noticiero nocturno. Algunos más, estaban seguros de que era una de esas notas llamativas, con las cuales los periódicos vespertinos enganchaban a los  transeúntes que los adquirían, o bien por la cartelera de los cines, o por los hechos de sangre o los sucesos escandalosos que rompían la rutina de los mexicanos que iban aprendiendo a vivir con la crisis.

Historias que corrían de boca en boca, y que a la hora de intentar asirlas, de encontrar la fuente fidedigna, los nombres, las fechas, los lugares, se desvanecían en el aire.

Sin embargo, ahí seguían, perturbando a las buenas conciencias, inquietando a las madres de familia que tras escucharlas, no soltaban ni un instante a sus hijos de corta edad o que veían con recelo los juguetes y las chácharas que entusiasmaban a los más grandecitos.

Fue en los tempranos años ochenta cuando en México se empezaron a contar historias aterradoras, unas asentadas en la criminalidad de la época, que sonaban terriblemente verosímiles, y otras fantásticas y oscuras, que le disputaron terreno a los viejos fantasmas nacionales.

EL TERRIBLE E INEXISTENTE CASO DEL BEBÉ CERELAC. La historia empezó a correr en el salto de los años setenta a los ochenta, cuando uno de los novedosos productos alimenticios destinados al público infantil ganaba mercado: Cerelac, un complemento alimenticio que decía contener cereal y leche, y al que solo le hacía falta agregar agua hervida para convertirse en una papilla que, aseguraba el anuncio televisivo, le encantaría a los más pequeños de la casa: niños de uno o dos años.

Con el producto, la transnacional Nestlé le disputaba compradores a marcas más tradicionales como Gerber, que llevaban muchos años asentadas en la confianza de las madres mexicanas. En los anuncios televisivos e impresos de Cerelac solían aparecer adorables bebés sonrientes que se comían gustosamente su ración de papilla.

Entonces comenzó a correr una historia, salida de quién sabe dónde, pero que le puso los pelos de punta a muchas madres de niños de corta edad. ¿Cuándo? No se sabía con exactitud, pero había ocurrido en el aeropuerto de la ciudad de México, en un vuelo que salía hacia Bogotá. En la fila para abordar, una mujer, con un niño pequeño en los brazos, aguarda el momento de entrar al avión. No lleva equipaje, solamente al bebé que descansa en su hombro.

La mujer denota nerviosismo. Tal vez eso es lo que llama la atención de los funcionarios aeroportuarios que supervisan el abordaje. Le preguntan por el estado del pequeño. La presunta madre levanta un poco el cobertor con el que arropa al bebé. Está dormido, pero intensamente pálido. Le ofrecen ayuda médica a la mujer, que la rechaza. Solo está resfriado, explica.

Aquí,  las versiones se multiplican: alguien cuenta que la mujer pierde el equilibrio y se le cae el niño; otros cuentan que la gente del aeropuerto insisten en atender al pequeño. El resultado es el mismo: todo mundo se da cuenta de que el bebé está muerto, y que el cuerpecito ha sido rellenado de droga. Unos dicen que es cocaína, otros aseguran que es heroína.

La historia corre por toda la ciudad y tiene diferentes protagonistas: en una versión se asegura que la mujer es una madre falsa a la que narcotraficantes han contratado para que transporte al niño muerto, al que los criminales han secuestrado y asesinado para convertirlo en un macabro saco de droga.

Otra versión asegura que el pequeño es hijo de una argentina radicada en México, que le encarga el bebé a la vecina, que se dedica al tráfico de droga. Cuando la madre regresa por su niño, no hay nadie en el departamento de la vecina, que ha tomado  un taxi para el aeropuerto, según afirma el portero del edificio. Desesperada, la madre llega a tiempo para ver a la mujer formada para abordar el avión, pero su hijo ya está muerto.

Pero la historia necesita materialidad, referentes, para que la gente la haga suya. En el tejido de la terrible historia se agrega, a falta de nombres, a falta de datos precisos, una referencia: el bebé muerto es, nada menos, que uno de esos pequeños del anuncio televisivo de Cerelac.

Corren los primeros meses de 1980 cuando se empieza a contar, por aquí y por allá, la espantosa historia del “bebé Cerelac”, aunque hay quien cree recordar que la historia comenzó en algún momento del año anterior, es en la primera mitad de la década cuando la narración se repite una y otra vez, en diferentes sitios, en diferentes momentos. Siempre igual de triste, siempre igual de aterradora.

LA PERMANENCIA DE LA LEYENDA URBANA. Con el tiempo, hasta la referencia misma se desdobla. Habrá quien escuche la historia, pero el bebé muerto es el protagonista de un anuncio de Gerber o de los pañales desechables Kleenbebé. Se dice que el caso ha sido atendido por el noticiero 24 Horas, que conduce Jacobo Zabludovsky, pero nadie recuerda la fecha.

Calificado de rumor o de leyenda, el suceso, se repite en la frontera con Estados Unidos, aunque nadie puede dar el sitio exacto. En los estados del norte, la narración muta a extremos aún más oscuros: una familia estadounidense cruza la frontera, está de paseo. Un pequeño de dos años se suelta de la mano de la madre y da vuelta en una esquina. Cuando la familia va tras él, el niño ya no está. La policía envía a los padres al aeropuerto. Allí verán a un hombre que lleva en brazos a su hijo. En cuanto ve a la policía, el sujeto tira al niño al suelo e intenta escapar. Pero la historia ya empieza a volverse imaginería desbordada: en poco menos de una hora, el secuestrador ha matado al niño, lo ha eviscerado y lo ha rellenado con droga. Poco a poco, la historia, el rumor, se desgasta y es puesto en tela de juicio por estudiosos del rumor, por periodistas y algunos sociólogos. Y sin embargo, no desaparece. Incluso, se ubica en aeropuertos de países sudamericanos donde el narcotráfico es también un azote.

A la par que el narcotráfico se convierte en una industria criminal, la historia del bebé Cerelac, lejos de desvanecerse, se transforma y se cuenta, una y otra vez; cualquier aeropuerto mexicano puede ser el escenario. Cuando, andando los años, se sepa de las mulas, personas que el narco contrata para transportar droga dentro de sus cuerpos, la narración del pequeño asesinado cobra fuerza por temporadas. Casi cuarenta años después, la historia ochentera resurge cada tanto, adoptando vertientes aún más estremecedoras.

“¿Tienes un Pitufo? ¿Y no te da miedo?"

Los Pitufos, los simpáticos y amistosos “suspiritos azules”, llegaron a México con los años 80. Eran personajes muy conocidos en España, en Francia y en Bélgica desde los años 50. Pero cuando uno de los gigantes estadunidenses de la industria de los dibujos animados, Hanna Barbera, puso sus ojos en ellos y los convirtió en una serie, los duendecillos ganaron el territorio latinoamericano. A partir de 1981, todos los días, los niños podían verlos en la televisión, siempre pitufando algún asunto entretenido, o defendiéndose de las acechanzas de su eterno enemigo, el malvado Gargamel, y su constante secuaz, el gato Azrael.

Fueron días de pitufimanía, ciertamente: la serie animada daba para mucho, y gracias a la buena acogida el público, se convirtió en un asunto muy rentable. En las estaciones radiofónicas con programación infantil, sonaba todo el día “Ring, Ring”, el exitoso sencillo de un disco LP con diez canciones en español, interpretadas por un cantante belga que se hacía llamar “Padre Abraham”. En la canción, los pitufos aporreaban la puerta del buen hombre que, después de un rato de desmemoria, recordaba que él había creado a los duendecillos. Entonces, les franqueaba la entrada para cantar “las canciones que una vez nos dieron la felicidad”.

Se vendieron, en esos días, montones de pitufos de todos tamaños. Grandes y de peluche, de fabricación nacional, para regalarle a la novia, o a los niños pequeños. Importados de Bélgica llegaron las miniaturas, de hermoso detalle y unos 5 centímetros de altura, caracterizadas con múltiples trajes o accesorios, al gusto de cualquier comprador. Carísimos, eran producto exclusivo de Sears, y lo mismo se podía tener a un pitufo vestido de policía o de bombero que a un pitufo esgrimista, con careta y florete, o un cantante o un actor, o un hechicero. Como no eran nada baratos —más caros que un disco LP o un libro de moda— muy pronto aparecieron las desvergonzadas imitaciones mexicanas: mucho menos detalladas, generalmente mal coloreadas, pero que, para el efecto tenían el mismo éxito que la chuchería de importación.

Pero, de repente, se empezó a hablar mal de los pitufos.

Corrió el rumor, y creció hasta volverse historia de miedo: por las noches, se dijo, los duendes azules cobraban vida y degollaban a sus pequeños propietarios. Algún padre, inquieto por el ruido en el cuarto de sus hijos, había visto al que unas horas antes era juguete querido, convertido en un espantoso ser con las fauces ensangrentadas. El suspirito azul era, en realidad, un ente perverso y asesino de niños.

Entonces, se tejió alrededor de los pitufos una extravagante explicación: que si los principales protagonistas de la historia, como Pitufo Filósofo, Pitufo Perezoso o Pitufo Fortachón y la mismísima Pitufina eran la encarnación de los pecados capitales, que si Papá Pitufo, con su pantalón y gorro rojos no sería una encarnación  de Satanás, que si, paradoja de paradojas, en la historia el verdadero personaje bueno era Gargamel, que vestía de hábito, como si fuera un monje de alguna orden católica y que todos sus trucos eran parte de una tremenda lucha contra el mal.

En este caso, los Pitufos lograron salir airosos de la campaña en su contra. Tan lo lograron, que en el siglo XXI se volvieron protagonistas de dos películas animadas con lo más nuevo de la tecnología del ramo. Ya nadie parece temerle a los pitufos, pero, para los que no olvidan las historias de miedo de su infancia, en algunos círculos y páginas electrónicas, se repiten, una y otra vez, los mismos consejos: no tengas pitufos, matan a los niños. (Bertha Hernández).