
Las ganas de vivir, de mirar el mundo con el desenfado del cosmopolita, se tradujeron, en el México de la posguerra en un universo donde convivían las diversiones más inocentes con aquellos entretenimientos que todas las noches brillaban con el oscuro resplandor de lo inquietante y tentador.
Las familias con niños pequeños bien podían gastarse una tarde en el gran terreno de la esquina de Cuauhtemotzín y Niño Perdido —hoy Fray Servando Teresa de Mier y Eje Central— donde destacaba la enorme carpa del circo Atayde. Diversión popular e inocente, tanto como correctos y de cierta categoría resultaban los “Tés danzantes” (por aquello de que empezaban a las 5 de la tarde y se terminaban hacia las 9 de la noche), donde, en un “ambiente distinguido”, se podía bailar a gusto.
Tales eran las virtudes de establecimientos como el Belmont, de la calle de Amsterdam, o de Las Tullerías de la calle de Londres, donde, a partir de las 2 de la tarde, los visitantes podían imaginarse que viajaban por Europa, pasando del baile en el “Salón de los Espejos” a la cena en el “Salón Napoleón” y después tomar un par de copas en la “Petite Cantine” del “Salón Champagne”.
La larga tradición del teatro y el género chico, con un pie en los chismes políticos y los sucesos del momento, y otro en la comedia ligera, daba trabajo y auditorio a muchos escenarios: el Ideal, el Lírico, el Esperanza Iris, el Follies, el Tívoli, el Arbeu, el Fábregas,y el novedoso Margo, levantado en la calle Aquiles Serdán, donde alguna vez estuvo el circo que vio triunfar al payaso Ricardo Bell.
A los teatros se iba a ver a los mismos ídolos que llenaban los cines, como Cantinflas y Pedro Infante, pero también la gente iba a entretenerse con la picardía de Borolas, el Panzón Soto, Resortes y Mantequilla; de repente aparecían las “temporadas del recuerdo”, y María Conesa, sí, la Gatita Blanca, reaparecía para actuar en Chin-Chun-Chan, un éxito… de los tiempos de don Porfirio. El Tívoli presumía de lograr la hazaña que el cine aún no podía concretar: tener cantando, en el mismo escenario y al alimón al Barítono de Argel, Emilio Tuero, y a Pedro Infante.
Claro que estaban también los centros nocturnos, entre los cuales destacaba el famoso “Patio”, o el del Hotel Regis o el del nuevecito Hotel del Prado, en las cercanías de la Alameda, y donde se cenaba y se bailaba y se escuchaban a las orquestas importantes o a los cantantes destacados como Pedro Vargas. Para bailar, allí estaba el clásico nocturno, el Salón México, en la calle del Pensador Mexicano, que ofrecía, sábados, domingos y lunes, las mejores orquestas del momento.
Pero también, ésos, los primeros años del sexenio de Miguel Alemán son también los años del resurgimiento de los cabarets, de todos niveles, para todos los presupuestos, desde el muy renombrado Waikikí, “club de media noche”, en Paseo de la Reforma 13, hasta la multitud de establecimientos de segunda, de tercera y hasta de cuarta y de quinta, dispersos por toda la ciudad.
Los cabarets eran los barcos en que los insomnes podían navegar las horas de oscuridad. Abrían a las 10 de la noche y cerraban a las cinco de la mañana, con algunas excepciones, que le apostaban a “cazar” a la clientela tempranera, como el antro al que se entraba por el número 27 de la calle de López, el Catacombe, que después decidió castellanizar su nombre de guerra para transformarse en el legendario “Catacumbas”: allí se abría a las 7 de la noche y se cerraba a las 2 de la mañana.
Muchos y de muy variada categoría eran los cabarets: el Río Rosa, el Regis, el Castillo, el Habana, el Mocambo, el Molino Rojo, el Macao, el Club Verde; algunos, en las cercanías de lo que aún era la zona roja de la calle Cuauhtemotzín; en la calle de Palma, en la Plaza de Vizcaínas. Curioso debió haber sido el centro de la capital, con esos lugares donde el mambo y el swing resonaban entre las viejas piedras virreinales. Aún sobrevivía el Smyrna, con sus ventanas que evocaban las de una mezquita, en la esquina de Isabel la Católica y San Jerónimo, nada menos que en los restos de lo que, siglos atrás, había sido el hogar de Sor Juana Inés de la Cruz.
A fines de los años 40 del siglo pasado, reinaron en los cabarets las bailarinas “exóticas”, cuyas danzas, en ligerísimos trajes, alborotaban el ánimo y las hormonas de un público que se sacudía el conservadurismo e intentaba eludir los embates de la Liga de la Decencia.
Kalantán, Su Muy Key —china, por cierto— o Tongolele eran estrellas de aquel mundo, pero no eran las únicas. También había “exóticas” nacionales: Carmen del Carmen, Krumba, o Tailuma —el Volcán de Cuba— Tal era el éxito de aquellas mujeres, que hasta los públicos menos audaces pagaban por verlas en el horario adecuado: Kalantán llegó a tener presentaciones por la tarde y la noche temprana en el Tívoli, y luego se marchaba a sus presentaciones en el Waikikí. Tongolele, que fascinaba a su público por llegar al escenario bailando por los pasillos de luneta, llegó a interpretar a ¡Doña Inés! en lo que se conoció como El Tenorio Atómico —todo era “atómico” después de los ataques nucleares que destruyeron a Hiroshima y a Nagasaki— Si recordamos que Tongolele era el nombre de batalla de la estadunidense Yolanda Montes, muy curioso debe haber sido escucharla en un español no muy fluido, recitar el parlamento creado por el inmortal Zorrilla.
Así pasaban las noches los mexicanos de hace ochenta años; gastaban sus domingos en los toros, y los que tuvieron memoria para contarlo, vieron torear a Manolete, un año antes de que muriera en un ruedo español. Dos hermanos destacaban en la lucha libre, Black Guzmán, y su hermano, que se volvería un auténtico héroe nacional, El Santo, quien, a la larga, y junto con personajes como el Cavernario Galindo o el Tarzán López, serían las estrellas de los grandes programas de la arena principal, la Coliseo. Y, en aquellos días, un estadunidense ofrecía, a vuelta de correo, su concepto de “tensión dinámica”, para convertir a cualquier alfeñique de 44 kilos en un hombre nuevo que nada tuviera que envidiarle a los hombres del cuadrilátero. Muchos jóvenes mexicanos de aquella época, seguramente, le escribieron al famoso Charles Atlas en lo que era un pasito más hacia la felicidad.
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