Opinión

Doctrina Estrada e intervencionismo, el caso de Eduardo Iturbide en 1915

Doctrina Estrada e intervencionismo, el caso de Eduardo Iturbide en 1915

Doctrina Estrada e intervencionismo, el caso de Eduardo Iturbide en 1915

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Es un error considerar que la Doctrina Estrada es una simple herramienta retórica de una diplomacia poco comprometida y evasiva, un discurso extraviado en el tiempo que acumula polvo en las estanterías de la historia. Cuando Genaro Estrada la presentó en 1930, reconocer o desconocer a gobiernos extranjeros era una práctica irregular y aviesa de las potencias extranjeras de entonces para imponer sus intereses en el resto del mundo. A ello atiende su formulación:

México no es partidario —nos dice— “de otorgar reconocimientos porque considera que ésta es una práctica denigrante, que sobre herir la soberanía de otras naciones, coloca a éstas en el caso de que sus asuntos puedan ser calificados, en cualquier sentido, por otros gobiernos, quienes de hecho asumen una actitud crítica al decidir favorablemente o desfavorablemente sobre la legalidad de regímenes extranjeros”.

La posición de México será entonces la de “mantener o retirar cuando lo crea procedente a sus agentes diplomáticos y a continuar aceptando, cuando también lo considere procedente, a los similares agentes diplomáticos que las naciones respectivas tengan acreditados en México, sin calificar, ni precipitadamente ni a posteriori, el derecho que tengan las naciones extranjeras para aceptar, mantener o sustituir a sus gobiernos y autoridades”.

“En casos en los que se produce dentro de un Estado un cambio de gobierno a través de una ruptura del orden constitucional o por un golpe de Estado, el gobierno mexicano no emite un acto de reconocimiento, sino que se concreta a mantener o romper, en su caso, las relaciones diplomáticas.”

Tal es el sustento que explica los principios de autodeterminación de los pueblos y de no intervención de la política exterior de México, asentados en el Artículo 89 de nuestra Constitución.

No son, en modo alguno, principios obsoletos. Sería ingenuo pensar que no existen en la actualidad —como en los tiempos del canciller Estrada— fuerzas políticas, grupos de presión e intereses de toda índole en la manera en que se tejen y destejen las relaciones diplomáticas en el mundo contemporáneo.

En todo caso la aplicación de estos principios fundamentales de la política exterior mexicana exige en la actualidad otras formas de aproximación distintas a las del pasado, más activas y menos retóricas, más imaginativas y menos ortodoxas. Acciones que doten de eficacia y sentido a estos principios, y que al mismo tiempo le otorguen a México el peso real y la responsabilidad que tiene como actor internacional.

De manera que la posición de México ante la actual crisis de Venezuela no debe —no puede— pasar por alto este mandato constitucional. Contribuir con las herramientas de la diplomacia a una solución pacífica y negociada —por difícil o aun infructuoso que resulte— es la única salida que se le presenta México dada la complejidad política y legal de la crisis.

Pensar, por lo tanto, que el de México es un apoyo velado al gobierno de Maduro es una conclusión imprecisa que la da la ­espalda a la experiencia histórica. En las primeras tres décadas del siglo XX precisamente fue México víctima de esta práctica nociva, por la cual el reconocimiento o no de nuestros gobiernos por parte de las potencias extranjeras —especialmente de Estados Unidos— dejaba la puerta abierta a la intervención en nuestros asuntos internos e incluso permitió que se consumaran actos atroces como el golpe de Estado que derrocó y asesinó al presidente Madero.

Acudo pues a un ejemplo del pasado para documentar mi alegato.

En 1914, luego de aceptar el cargo de gobernador del Distrito Federal en el gobierno golpista de Victoriano Huerta, y tras la firma de los Tratados de Teoloyucan, que cedían la ciudad de México a las fuerzas vencedoras de Carranza y Obregón, Eduardo Iturbide, entonces de 36 años de edad —y quien había sido senador por Michoacán en el último gobierno de Porfirio Díaz— logró salir a Estados Unidos gracias a los oficios diplomáticos y las presiones del gobierno de Washington en nuestro país, representados —curioso paralelismo de la historia— por el embajador de Brasil.

Meses después, el 6 de junio de 1915, apareció esta nota en el New York Times con el título: “Iturbide es capaz”.

“Eduardo Iturbide ha estado varios días en Washington, acompañado de amigos personales y consejeros políticos. Con gran libertad, y visiblemente con franqueza, habló esta mañana, en muy buen inglés, respecto de los asuntos políticos de México y de sus propias aspiraciones públicas”

“Dice el señor Iturbide que ha estado conferenciando, aquí y en Nueva York, con toda clase de particulares y hombres públicos interesados en que se restaure el gobierno constitucional en México: entre ellos el secretario Bryan y otros funcionarios del Departamento de Estado. Dice que no tiene conocimiento oficial de que el presidente Wilson lo haya favorecido designándolo como el hombre del momento para México, pero que, extraoficialmente, diversas personas se lo han asegurado así”.

Tomo esta cita de un texto extraordinario de Martín Luis Guzmán: La querella de México, publicado en 1995 por el Fondo de Cultura Económica como parte de sus obras completas.

“El valor de esta noticia es inestimable —escribió Luis Guzmán— no tanto para juzgar al señor Iturbide, cuanto para delimitar nuestro asunto”.

De esto hablaremos en la siguiente entrega.

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