Nacional

Drama en Catedral: un suicida en el Altar de los Reyes

aquella tragedia, ocurrida, nada menos que en el interior del templo más importante de la capital, resultaba incomprensible para quienes vivieron en aquel tiempo, y prefirieron colocar el suceso dentro del mundo oscuro y denso de la locura

Drama en Catedral: un suicida en el Altar de los Reyes

Drama en Catedral: un suicida en el Altar de los Reyes

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy
TEXTO INTRODUCTORIO

Los casos de suicidio siempre estremecían a todos los habitantes de la ciudad de México. Los amores fracasados, ya se sabe, daban para varias planas en la prensa del naciente siglo XX, y se prestaban a cientos de especulaciones, porque, al fin y al cabo,nadie podía explicar las tempestades que los desdichados que optaban por la muerte por propia mano, llevaban dentro. Por eso, aquella tragedia, ocurrida, nada menos que en el interior del templo más importante de la capital, resultaba incomprensible para quienes vivieron en aquel tiempo, y prefirieron colocar el suceso dentro del mundo oscuro y denso de la locura.

&&&&&&

El pequeño Ramón se impacientaba. Era hora de comer y su pequeña panza empezaba a gruñir. Pero tenía que aguardar a su padre, don Máximo Silva, que, seguramente, todavía tenía algunos quehaceres pendientes y no deseaba dejarlos para más tarde. El muchachito se resignó: papá no tardaría, y entonces podrían irse a casa, a comer con sus hermanitas, en ese hogar, inevitablemente triste desde hacía un año, después de la muerte de mamá. Pero, caray, ¡cuánto tardaba! Alguien advirtió al niño, sentado, sin hacer ruido. ¡Pobre chico! Probablemente, a don Máximo se le había ido el santo al cielo, y era necesario recordarle que era hora de los alimentos. No se habría ido sin Ramoncito; ahí estaba todavía su sombrero. ¿Dónde estaba Máximo Silva, sacristán mayor de la Catedral Metropolitana?

Compadecidos del pobre Ramoncito, los otros sacristanes, subordinados del señor Silva, empezaron a buscar al buen hombre. Como correspondía a su cargo, el sacristán mayor contaba con un pequeño espacio para descanso y resguardo de sus pertenencias. Pero don Máximo no estaba ahí.

Los sacristanes recorrieron los diversos espacios adyacentes al enorme templo. Se terminaba mayo de 1906, y afuera hacía calor. Todo mundo empezó a inquietarse: aún cuando don Máximo hubiera salido a la calle, ya había tardado mucho.

Acaso don Máximo estaría ocupado en alguno de los altares, pensó uno de sus subordinados, y penetró en la frescura del templo. Recorrió las capillas, se estiró en las puntas de los pies, por si lo veía en los monumentales órganos. Pero no había rastro del sacristán mayor. ¿Habría bajado a la cripta? El buen hombre avanzó hacia el Altar de los Reyes. Atrás de la espléndida pieza estaba el latoso acceso a la cripta. Ya solo faltaba buscar ahí.

Un grito de pavor llenó la Catedral Metropolitana: el sonido rebotó en techos, bóvedas y muros; no hubo quien no escuchara aquel sonido, empapado de sorpresa y de horror: ahí, junto al Altar de los Reyes, estaba Máximo Silva, sacristán mayor. Daba la impresión de estar arrodillado. Pero las puntas de sus zapatos apenas rozaban el suelo. Aquel desdichado se había ahorcado, y su rostro estaba amoratado, la lengua ennegrecida, los ojos, opacos, mirando algo que ya no era de este mundo.

El aterrado sacristán llamó a las autoridades del cabildo, a sus compañeros; en el alboroto, acaso nadie le evitó al pequeño Ramón la terrible visión de su padre muerto. No había más que hacer, sino llamar a la policía y liberar el cadáver de aquel hombre atormentado, que, de una buena vez, se había quitado de sufrir en este valle de lágrimas.

INTERVIENE LA POLICÍA

El cabildo de la Catedral, no bien se enteró del terrible suceso, envió por la policía, procurando discreción. Pero el cierre precipitado de las puertas del templo más importante de la capital, con un sacristán corriendo como enloquecido sin querer soltar prenda, hizo que los chamacos vendedores de periódicos, los ociosos del rumbo, y los fieles que pretendían entrar, empezaran a hacer preguntas. La curiosidad, como una piedra arrojada al agua, empezó a extenderse e, inevitablemente, llegó a oídos del primer reportero. Luego, a los de los fieles ayudantes del impresor Vanegas Arroyo, siempre prestos para correr hacia donde ocurriera un hecho sensacional.

Estallaron voces y murmullos en torno a Catedral, cuando la multitud de curiosos y entrometidos vio llegar, nada menos, que a don Eustasio Cataño, subcomisario de la 4ª. Comisaría, quien hizo las primeras averiguaciones y comenzó a interrogar a los sacristanes. Con olfato policiaco, Cataño planteó su primera hipótesis: se trataba de un asesinato. Pero al correr de las horas, el subcomisario se dio cuenta de que ahí no había un crimen, sino una historia de dolor inmenso: Máximo Silva se había quitado la vida, y había elegido el Altar de los Reyes como escenario.

Esa circunstancia le planteaba un doble problema al honorable cabildo catedralicio. Ya bastante dramático y escandaloso era que el sacristán mayor se hubiera suicidado; encima, ¡lo había hecho dentro del templo! Por primera vez en su historia, la Catedral Metropolitana había sido, en opinión de los canónigos y los sacristanes, profanada, y era necesario proceder al rito conocido como “de reconciliación”, para devolver a la iglesia a su estado original, como se encontraba antes de que el desesperado Máximo Silva decidiera escapar de este mundo, a sabiendas que, como suicida, su alma quedaba condenada. Lo que no se habían atrevido a hacer los liberales comecuras en los turbulentos días de la Reforma, lo había hecho un hombre

La policía descolgó el cadáver del pobre sacristán, y se le envió al Hospital Juárez, allá en el barrio de San Pablo, para que se le practicara la autopsia.

A esas alturas, ya no era posible ocultar el hecho. Muy pronto, la ciudad de México supo que Máximo Silva se había suicidado dentro de la Catedral.

El suceso le planteó otro problema a la prensa capitalina: ¿cómo contar esta historia, sin lastimar las sensibilidades religiosas? ¿Cómo narrar la historia de Silva sin meterse en líos con el cabildo y con el arzobispo?

Mientras los dioses del periodismo iluminaban a los directores de los diarios, para generar una cobertura adecuada y sin consecuencias, El Imparcial decidió no “perder la nota”: Silva se ahorcó el 28 de mayo, y el famoso periódico publicó, al día siguiente, una nota pequeña, en la página 2, y, desde luego, sin ilustración.

Los suicidios eran hechos que sorprendían a toda la ciudad: no era extraño que la prensa de la época le dieran vuelo a aquellas notas, y que, además, salpimentaran las notas con adecuadas ilustraciones que recreaban el suceso. Pero no era lo mismo dibujar a una neurótica señorita arrojándose desde el campanario, que recrear al pobre sacristán junto al Altar de los Reyes. Y quién sabe cómo se lo iban a tomar las altas autoridades eclesiásticas.

Además, la nota se multiplicaba: no solo era ya el suicidio, sino la gran ceremonia de reconciliación que le devolvería a la catedral su calidad de recinto sagrado. ¡Esa sí que iba a ser noticia!

LOS MOTIVOS DE MÁXIMO SILVA

Con menos resquemores que la prensa formal, la Imprenta de Vanegas Arroyo puso toda la carne en el asador: un grabado de don Lupe Posada, impresa en una leve hoja azul inundó las calles. El trabajo era bueno, y acaso Vanegas tomó mucho de lo que ahí imprimió de las notas que los periódicos publicaron los días 29 y 30 de mayo y el primero de junio. A esas alturas, era más que sabido el espeluznante suceso, de modo que los periódicos ya no tuvieron pudor en hablar del “Suicidio típico y sensacional”. Los periódicos católicos como El País, evidentemente, prefirieron llevársela leve. Total, para ruido y escándalo, estaba El Imparcial El Popular y todos esos.

Conflictuados, los periódicos católicos se planteaban otro problema: ¿cómo tratar el asunto? ¿Cómo hablar de unhombre cuya alma ya ardía en los infiernos?

Poco a poco, la ciudad conoció los motivos de Máximo Silva para ahorcarse. El año anterior había enviudado, y ahora estaba solo, con sus tres pequeños hijos: Ramón, el mayorcito, y dos niñas. Desde la muerte de su esposa, Silva se quejaba: no podía con la crianza de los niños, y después de sus días de duelo, empezó a cavilar. Se le veía meditabundo, y, al correr de los días, empezó a preguntar por hospicios donde pudiera dejar internados a los hijos. Seguro, decía, que estarían ahí mucho mejor que con su pobre padre.

Poco a poco empezó a hacer arreglos, en particular para las niñas. Ramoncito podía esperar un poco más. Pero, si sus compañeros de la sacristía hubieran sido más atentos a las conversaciones de Máximo Silva, habrían adivinado hacia dónde iba aquel desdichado.

Porque empezó a preguntarle a sus conocidos cuál era la mejor forma de morir; la menos dolorosa, la más suave y benigna. Distraídos, sus compañeros a veces seguían el hilo de la conversación. Otras veces no le hacían demasiado caso. Llegó Silva a la conclusión que morir por arma blanca sería feo y terrible; que morir ahorcado era lo mejor, lo más rápido y acaso lo menos terrible.

Hoy día, sin duda el dolor de Máximo Silva habría sido llamado depresión, y probablemente, con la adecuada terapia habría podido continuar su vida y mantener a sus hijos a su lado. Pero en 1906, una decisión tan oscura, y tomada por un sacristán no podía ser sino señal de locura, y así lo publicaron los perióicos católicos, que entraron en leve tensión con los diarios como El Imparcial, que lo veían como un caso criminal teñido de tremendas emociones.

Asumiendo el diferendo, el Imparcial publicó un editorial donde reflexionaba sobre el asunto: ¿todo aquel que se suicida, está loco? ¿Todos los sacristantes que optaran por darse muerte, estarian en las garras de la locura? No muy convencidos, los directivos del famoso diario miraron hacia la reconciliación del templo, que se efectuó con gran ceremonial, encabezado, nada menos que por el Arzobispo don Próspero María de Alarcón, quien, junto con el cabildo y numerosos sacerdotes dio tres veces la vuelta a toda la Catedral, rociándola con agua bendita. Bendijo también todas las capillas, y se detuvo largo rato, entre oraciones, en el Altar de los Reyes, sitio del suicidio de Máximo Silva.

La vida siguió su curso: los fieles volvieron a entrar a la Catedral a resolver sus asuntos de fe, y muchos años después, el Altar de los Reyes se incendió. Con su rescate y restauración, desapareció el último vestigio del dolor de Máximo Silva, sacristán mayor, que prefirió el infierno del suicida a una vida de desdicha y soledad.