Nacional

El cierre de una década: los momentos que hicieron inolvidables los ochenta

En aquellos años ocurrieron cosas insólitas, como el robo al museo más importante del país; volvimos a tener, pese a todos los escepticismos, la sede de un campeonato mundial de futbol. En ese torbellino de emociones colectivas que marcaron la vida de los mexicanos ochenteros hay imágenes que marcaron la memoria. Gestos, gritos, alegrías multitudinarias, duelos y desconciertos que explican mucho de lo que somos hoy.

Mundial de Fútbol México 86
Mundial de Fútbol México 86 Mundial de Fútbol México 86 (La Crónica de Hoy)

Los mexicanos de los ochenta, grandes y chicos, aprendieron en aquellos días a temerle a los sismos, y en esos momentos oscuros aprendieron que podían unirse, en una sola voz, en una sola voluntad, para urgencias y preocupaciones que iban más allá de la alegría de una final de futbol. El país, confirmado en una cultura mayoritariamente urbana, escuchaba a José José como uno de esos que con los años pasarían de la categoría de estrellas consagradas a ídolos clásicos y eternos.

Tocar fondo y regresar, reconstruir, paso a paso lo perdido en las crisis económicas; escribir un capítulo nuevo en las luchas políticas y en el surgimiento de partidos y corrientes que hablaban del desgaste de las viejas estructuras, que ponían en tela de juicio los resultados electorales y que se animaban a emprender batallas, a veces desproporcionadas, contra la entonces todavía apabullante maquinaria priista. De aquellos tiempos, muchos que hoy son adultos recuerdan cuando marcharon por primera vez, cuando de niños vieron pasar multitudes, cuando, en la televisión escucharon una voz que, de alguna manera decía que no todo estaba perdido. Era un México vertiginoso donde las costumbres se renovaron, donde algunas llegaron para quedarse y otras empezaron a desvanecerse; era la vida que seguía y que insistía, terca en crear esperanzas para la siguiente década, la última del siglo.

LOS RETRATOS. Son imágenes imborrables de los ochenta, únicas, en remolino, como disparadas por una Polaroid: allí, Jacobo Zabludovsky, llegando en su auto a las ruinas de Televisa, en la avenida Chapultepec, la mañana del terremoto de 1985; allá, Eugenia León, ganando, entre lágrimas, uno de esos festivales OTI, de los últimos que tuvieron en vilo al país; ese que se transmitió el 21 de septiembre y que llevó al triunfo una canción, “El Fandango aquí”, que sonaba un poco a un “no nos hemos muerto”.

Es el filósofo Fernando Savater, que todavía no arrastraba multitudes en este país, regresando a México en la primavera de 1986, para encontrarse que el hotel donde solía parar, el Finisterre, era un montón de escombros, y con él se iban sus primeros recuerdos que, escribió el filósofo, “sabían a tequila, a huevos a la mexicana —el más enérgico ponte-en-pie del mundo—, sabor imborrable a mi José Alfredo Jiménez”. Y es, también, la foto del tenor Plácido Domingo, con casco y tapaboca, ayudando en la remoción de los escombros del edificio Nuevo León.

Es la imagen de la muchedumbre que atiborra el Palacio de Minería y el Museo Nacional de Arte para homenajear al poeta Jaime Sabines, que cumple sus sesenta años en el verano de 1986: “Mejor ni vayas, no cabe una persona más”, dijo Carlos Monsiváis, porque hay funcionarios, muchachas, estudiantes, cuarentones, cincuentones y la inevitable cuota de funcionarios culturales en esos salones donde, efectivamente no cabe un alfiler más, porque Sabines le está leyendo a su público. Esa veta sensible, que en otras épocas hizo multitudinario el funeral de Amado Nervo, tiene en los ochenta otro tipo de vitalidad. En adelante, los poetas más queridos del país regresarán al catálogo de los ídolos colectivos, y Sabines lee arropado en aplausos, ignorante de que, en la siguiente década, sus leales serán capaces de dar portazo en el palacio de Bellas Artes para escucharlo una vez más.   

Son extremos que hablan de país que se reinventa; son los trabajadores de la refresquera Pascual, boteando en las calles para aguantar la huelga que un día los llevará a convertirse en una cooperativa, en la primera mitad de la década, y es también Umberto Eco, hablando a toda velocidad, en italiano, a un auditorio Justo Sierra-Che Guevara repleto, durante una visita realizada en la primavera decreciente de 1985; son las preferencias literarias y periodísticas que prefiguran los públicos de la siguiente década. Es un joven escritor, Rafael Pérez Gay, que ya tiene su público, dando a conocer su primer libro de relatos, Me perderé contigo, que retrata tanto a los jóvenes adultos de los 80, y también son los días de las primeras novelas policiacas protagonizadas por Héctor Belascoarán Shayne, nacido de la imaginación de Paco Ignacio Taibo II. Qué saben todos ellos lo que serán a la vuelta de diez, de veinte, de treinta años.

LA MORAL, LAS COSTUMBRES Y LOS SENTIMIENTOS. En los ochenta, las mujeres empezaron a entrar en las cantinas, que, salvo algunas excepciones, dejaron de ser reductos masculinos. Más aún: empezaron a verse mujeres en grupo, entrando a tomarse unos tragos. Primero desconcertante, después inevitable, con algunos ribetes de resistencia, las cantinas mexicanas dejaron de ser lo que habían sido hasta entonces.

La moda femenina dejó atrás el conflicto del largo de la falda, y si en los ochenta solían ser más bien largas, ya nadie se extrañaba o se infartaba por una minifalda de más o de menos. Hijos de las rupturas y batallas setenteras, los cabellos se hacen más largos o más cortos; ya nadie se acuerda de aquello de “embellezca la ciudad: córtese el pelo”, de una veintena de años antes, y ya no es taaan raro si un joven se empieza a dejar una discreta coleta, tal vez como la que usa uno de los ídolos de importación, Miguel Bosé.

Finalmente, las políticas públicas de prevención del Sida funcionaron y permanecieron, a pesar de que las buenas conciencias y la Iglesia católica patalearon y se resistieron. Nació, entonces una manera de vivir la sexualidad donde el condón, el multicitado condón ya no era cosa extraña, ni motivo de sonrojo entrar a una farmacia o supermercado para comprarlo. El Estado se encargó de que en los ochenta, cualquiera que lo necesitara, tuviera un preservativo a la mano.

LA CALLE GANADA DE NUEVO. Los jóvenes, que aprendieron una nueva sexualidad, más cauta, pero también más libre, volvieron a las calles para hacerse escuchar. Con el proyecto de reformas a la UNAM propuesto por el rector Jorge Carpizo en un documento que se volvió célebre, “Fortalezas y Debilidades de la UNAM”, los muchachos volvieron a manifestarse, a discutir el futuro de la principal casa de estudios. Pero eran voces que exigían atención. Y la consiguieron. Las discusiones entre los jóvenes representantes de buena parte de la comunidad y las autoridades universitarias se siguieron por radio, por televisión; fueron nota de primera plana, y la breve huelga en un crudísimo invierno de 1987 le dejó muchos recuerdos a los que participaron en ella, desde los comedores colectivos hasta las guardias, con perrillos adoptados por el movimiento, en las puertas de la Biblioteca Nacional, y el insólito, para la época, “sanitario mixto” de la Facultad de Filosofía y letras, al cual, pasada la huelga –pudorosos inconfesos que eran aquellos —jóvenes aún— nadie se metía y que se acabó cuando, sin hacer bronca ni alharaca, el director de la facultad, el escritor Arturo Azuela, lo mandó pintar y recobró su vocación de sanitario para mujeres.

Pero aquella generación que volvió a marchar y consiguió llenar al Zócalo estaba llena de alumnos de todos los niveles de la UNAM, que, a la vuelta de los años, ahí siguen, en la vida pública, para bien o para mal, fruto del lúcido entrenamiento de aquellos días.

EL MUNDO UNIDO POR UN BALÓN. Uno de los momentos de los años ochenta, que todo mundo calificó como de pésimo gusto, fue el anuncio de las autoridades federales, a los pocos días de los terremotos de 1985, según el cual las instalaciones deportivas que se emplearían para el Campeonato Mundial de Futbol 1986 estaban en excelentes condiciones para cumplir con el cometido asignado.

Pero el disgusto fue pasajero. Al año siguiente, buena parte de los mexicanos estaba encantado haciendo fila para comprar sus boletos, o mirando los partidos por televisión. La mascota de aquel mundial, un extraño personaje llamado Pique, bastó para que la comisión organizadora fuera acusada de majadera y alburera. Sin embargo, Pique sobrevivió.

Pero aún entre las emociones por los triunfos y los goles mexicanos y los duelos por las derrotas y la inevitable eliminación, aparecieron cosas más perdurables, como la “ola”, que desde entonces ahí está para amenizar reuniones masivas, y una joven modelo, Mar Castro, imagen de la cerveza Cartablanca, se robó la cámara con su amplio escote y su busto generoso. Nadie sabía su nombre, pero sí su apodo, la Chiquitibum. Y entonces, el escenario urbano también se modificó: las victorias futboleras se empezaron a festejar en la columna de la independencia, en torno al Ángel protector de la ciudad: pachanga, relajo, júbilo, y la soledad del monumento cuando llegó la derrota. Era, también, la nueva apropiación de las calles. No en balde la célebre crónica que de ese Mundial escribió Carlos Monsiváis proclamaba con desparpajo: “¡¡¡Gooool!!! Somos el desmadre”.

LO PERDIDO Y LO RECUPERADO.La década se terminaba y no dejó de dar sorpresas: a muchos, la caída del muro de Berlín los tomó desprevenidos, creciendo, haciéndose adultos. Acaso lo vieron reflejado en el comercial de Pepsi que mostraba a los guardias rusos marchando en la Plaza Roja; acaso lo percibieron en la canción del disco que terminó de consagrar al español Joaquín Sabina, “Mentiras Piadosas”. Era la posmodernidad convertida en canción: “Ha muerto Rasputín, se acabó la Guerra Fría/ que viva la bisutería Y uno no sabe si reír o si llorar/ viendo a Rambo en Wall Street fumar/ la pipa de la paz”. Con el tiempo, el personaje de aquella canción, “El muro de Berlín”, se volvió una realidad. No fueron pocos los que en la siguiente década atesoraban un trocito de aquel símbolo político mundial.

Se terminaba la década, y en mayo de 1989 un incendio había dañado seriamente el Palacio Legislativo de San Lázaro, una de esas obras enormes del legendario arquitecto Pedro Ramírez Vázquez. A causa de aquel incidente, el nuevo decenio sorprendió a la Cámara de Diputados sesionando en el edificio de Congresos del Centro Médico del IMSS, y a los legisladores grillando en un Sanborns cercano.

Era junio de 1989 cuando las autoridades anunciaron la captura de los responsables del robo al Museo Nacional de Antropología, la madrugada de la Navidad de 1985. Aquel escándalo, contaba la anécdota, había hecho encanecer en una noche al historiador Enrique Florescano, director del museo. Piezas mayas, olmecas, zapotecas, se habían perdido. Los autores del robo, un par de jóvenes estudiantes de Veterinaria, guardaron las piezas arqueológicas en un clóset, y finalmente fueron localizado y aprehendidos. Con aquella recuperación de algo de lo mucho que se había perdido en la década, se terminaba un período de cambio intenso, duro. Los mexicanos de la siguiente década que eran los mismos, pero con más horas de vuelo y la piel más gruesa, mejorarían algunos logros. En otros, seguirían como hasta ahora, en el agotador mecanismo de ensayo-error. 

Copyright © 2019 La Crónica de Hoy .

Lo más relevante en México