Opinión

El corazón del hombre

Pero la vida también tiene su defensa en el eros, en el impulso vital, como dice Fromm, la humanidad se inclina de manera natural por la biofilia, el amor a la vida. Los animales y las plantas tienden a preservarla y en el hombre y la mujer esta fuerza es muy poderosa y transformadora.

El corazón del hombre

El corazón del hombre

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

La declaración universal de los derechos humanos establece en su artículo tercero que “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona” y corresponderá a los diversos sistemas de gobierno garantizar el cumplimiento de estos tres principios esenciales, para el desarrollo físico y emocional de las personas de todas las naciones del mundo.

Sin embargo, la dinámica social, sus enconos, conflictos y polaridades hace prácticamente imposible que se cumpla a satisfacción este sueño fraternal. De hecho, el fenómeno de la violencia cotidiana vulnera la seguridad, la libertad y la vida, y cuando no se manifiesta la agresión de una manera flagrante, pareciera estar contenida o agazapada como una bestia nocturna que acecha al rebaño social en su primera oportunidad.

El afamado terrorista norteamericano Timothy James McVeigh derribó un edificio en Oklahoma donde murieron 168 personas, entre ellos 19 niños; por este delito fue procesado y condenado a muerte el 11 de junio de 2001, pero antes de morir declaró que si tuviera otra oportunidad de vivir regiría una organización criminal. No hubo culpa ni arrepentimiento sino una especie de consolidación de su carácter y destino.

Este esquema pareciera confirmar la frase del viejo Thomas Hobbes: “El hombre es el lobo del hombre” y por lo tanto su maldad es congénita e incorregible, de ahí la importancia de erigir un estado absoluto que pueda enjaular al demonio agresivo que nos habita; en cambio para el judaísmo el hombre tiene la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, según sus propias inclinaciones; mientras que para el cristianismo somos fruto del pecado y debemos redimirlo mediante el sacrificio.

Situada en este dilema se ubica la obra “El corazón del hombre” de Erich Fromm, cuyo punto de partida es el psicoanálisis freudiano, pero ampliado a una dimensión social; para él las figuras paradigmáticas de la maldad humana fueron Hitler y Stalin, pues lograron asesinar a millones de personas, con el apoyo entusiasta de un amplio número de sus colaboradores, que vitoreaban la muerte como un credo religioso.

Para Fromm la consumación de los grandes crímenes tiene su origen en la violencia cotidiana, la cual se manifiesta en el amor a la muerte, el narcisismo maligno y la fijación simbiótico-incestuosa, cuya triada constituye el “síndrome de decadencia”, que es opuesto a la vida.

Al desmenuzar dichas tendencias, Fromm nos recuerda el histórico enfrentamiento de Miguel de Unamuno con el general falangista José Millán-Astray quien arengaba a sus huestes al grito de “¡Muera la inteligencia!, ¡Viva la muerte!”, a lo cual Unamuno contestó: “El general Millán Astray es un inválido de guerra. No es preciso decirlo en un tono más bajo” y la invalidez mental de Astray fue equivalente a la de los fascistas italianos y los nazis alemanes, en cuyas filas el discurso necrófilo fue un instrumento de cohesión y enajenación partidaria, encarnada en el mismo Führer.

La generalización de la guerra empieza, según Fromm, con la suma de violencias como son el juego rudo que se concreta en algunos deportes y en los simulacros bélicos de los jóvenes --añadiríamos también la “violencia artística” que se promueve en el cine, la televisión y las redes sociales--; sigue la violencia reactiva, que es una forma de autodefensa ante un asalto callejero, por ejemplo, y se emplea para salvar la vida; luego aparecen las violencias por frustración y vengativas, propias de los psicópatas y de los individuos a quienes la sociedad les ha impedido, según ellos, la realización de sus deseos o viven desengañadas y consideran que el mundo apesta, como dijera Hamlet, y se vuelven misántropos.

La violencia “compensadora” es practicada por los grandes criminales, ante el sentimiento de inferioridad recurren al cuchillo, la pistola o el músculo para colocarse por encima de la vida, como diría Calígula “Vivo, mato, ejercito la arrobadora capacidad de destruir”, entonces se mira al crimen como una actividad creadora o una de las bellas artes, según lo imaginara el escritor inglés Thomas de Quincey; ejemplos de ello aparecen en el Coliseo romano donde las fieras devoraban a las personas vivas para regocijo de la turba sádica y sedienta de sangre; y algo similar sucedía en la práctica de los sacrificios humanos en los pueblos prehistóricos.

Desde luego, la violencia como manifestación de una enfermedad mental está presente en los vampiros, caníbales modernos y en las sectas que promueven la unción espiritual, mediante la práctica de rituales satánicos donde disfrutan del placer salvaje y tumultuoso de matar. Entre ellos predominan los impulsos sombríos de la necrofilia, del thánatos.

Pero la vida también tiene su defensa en el eros, en el impulso vital, como dice Fromm, la humanidad se inclina de manera natural por la biofilia, el amor a la vida. Los animales y las plantas tienden a preservarla y en el hombre y la mujer esta fuerza es muy poderosa y transformadora. Erich Fromm rechaza la dialéctica del mal o el bien y considera que las circunstancias sociales, la cultura, las tradiciones, moldean el carácter de cada uno. Para él, la violencia extrema es una patología, pero no una esencia del ser humano.

Las fuerzas que fortalecen la vida son el instinto sexual como una forma de perpetuación de la especie, la satisfacción de las necesidades básicas, la seguridad, la justicia, la libertad y, sobre todo, la fraternidad. Erich Fromm concluye: “debemos de adquirir conocimiento para elegir el bien, pero ningún conocimiento nos ayudará si hemos perdido la capacidad de conmovernos, con la desgracia de otro ser humano, con la mirada amistosa de otra persona, con el canto de un pájaro, con el verdor del césped. Si el hombre se hace indiferente a la vida, no hay ya ninguna esperanza de que pueda elegir el bien. Entonces, ciertamente, su corazón se habrá endurecido tanto, que su "vida" habrá terminado. Si ocurriera esto a toda la especie humana, la vida de la humanidad se habría extinguido en el momento mismo en que más prometía.”