
Cuando los nicaragüenses, que piden desde hace casi tres meses la caída del gobierno, corean en la calle “Ortega, Somoza, son la misma cosa”, no lo hacen sencillamente porque la frase rima, sino porque, efectivamente, los dos son sanguinarios dictadores asombrosamente parecidos.
Esta es la maldición que les ha caído a los nicaragüenses: lucharon a sangre y fuego para quitarse de encima la dictadura de Anastasio Somoza, que convirtió la empobrecida nación centroamericana en un rancho familiar; y ahora, cuarenta años después del triunfo de la revolución sandinista, se ven obligados a tomar la calle para pedir la caída de Daniel Ortega, que se aferra a tiros al poder.
Como buen dictador, Somoza rápidamente entendió que la única manera de saquear las riquezas de Nicaragua y no ser juzgado por ello era aferrarse al poder el mayor tiempo posible y luego heredarlo, a un familiar o a un leal servidor. El método más eficaz para lograr este objetivo era y sigue siendo reprimir a la disidencia y aterrorizar a la población para que no se levante en armas o no inicie una rebelión.
En el caso de Somoza, el símbolo del terror tenía nombre de origen náuhatl: El Chipote.
Durante los 43 años que duró la dictadura de los Somoza (padre e hijo), un cuartel militar a las afueras de Managua se convirtió en centro de detención y tortura de disidentes. Nadie sabe a ciencia cierta cuánta gente murió detrás de esas paredes.
En ese mismo cuartel-prisión estuvo encarcelado en 1968 un joven Daniel Ortega, por haberse unido a la guerrilla del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), que recogió el testigo de la lucha contra la dictadura que inició el comandante Sandino contra el patriarca de los Somoza años antes.
Pasó 7 años en la cárcel, hasta ser liberado junto a otros presos del FSLN en un intercambio por funcionarios del gobierno de Somoza, tomados como rehenes por un comando guerrillero. Fue tras esas rejas donde Ortega y sus compañeros bautizaron ese siniestro centro de detención como El Chipote, en homenaje a la montaña donde Augusto Sandino tuvo su cuartel general en 1927.
Cuatro años después de su liberación y huida a Costa Rica, el éxito de una masiva huelga general, convocada por el FSLN en junio de 1979, doblega finalmente la resistencia del dictador Somoza, que huye a Paraguay, donde fue asesinado en 1980. Daniel Ortega se suma a la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, junto al intelectual Sergio Ramírez y a Violeta Barrios de Chamorro, viuda del director del diario La Prensa, asesinado por los somocistas. Al frente del Ejército Popular Sandinista se puso a Humberto Ortega, hermano de Daniel.
Daniel Ortega ganó sus primeras elecciones en 1984, las perdió cuando se enfrentó a Violeta de Chamorro, en 1990, y recuperó el poder tras ganar las elecciones en 2006. Para entonces, el exlíder sandinista, bajo la influencia de su esposa, se había convertido en un caudillo vengativo, que expulsó del partido, denigró y persiguió a veteranos sandinistas que lucharon contra Somoza, como el poeta y teólogo de la liberación, Ernesto Cardenal.
Pero, más que las peleas internas sandinistas, lo que el pueblo no perdona es que el presidente Ortega quiera seguir los pasos de Somoza. Cuando nombró vicepresidenta a su esposa Rosario Murillo y asesores presidenciales a dos de sus siete hijos, quedó claro que la intención del líder sandinistas era fundar su propia dinastía autoritaria.
Cuando el pueblo se dio cuenta y pidió su cabeza, empezó la represión y lo hizó, irónicamente, usando como centro de detención el mismo cuartel donde fue encerrado y torturado por Somoza: El Chipote.
Su propio hermano Humberto, ahora comandante retirado, le pidió por carta que no cometa el terrible error de atacar a la población, y le suplicó que sacase de las calles a las turbas armadas, que ya han asesinado a más de 300 personas, y el pasado fin de semana empezaron a golpear a a obispos, del mismo modo que hacían los comandos somocistas con la población y con los prelados que se atrevían a denunciar las atrocidades del régimen.
Sergio Ramírez, premio Cervantes 2018, se siente horrorizado por el nivel de crueldad con el pueblo de su antiguo compañero de armas. La también poeta y exlíder sandinista, Gioconda Belli, va más allá: “Nunca habíamos visto una represión a este nivel contra un pueblo desarmado, y eso realmente no representa en absoluto los ideales de la Revolución Sandinista”.
Y todo por negarse a adelantar las elecciones, que las sabe perdidas, pero que, de haberlas aceptado al principio de la revuelta callejera, habría evitado cientos de muertos y se habría podido marchar con la frente alta. Ahora es demasiado tarde y sólo le espera el mismo destino que él decidió escoger: el que acabó con Somoza.
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