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El mágico mundo de la infancia setentera: aquellas niñas

Las niñas de los años setenta vivían en un mundo que se movía a velocidad de vértigo. Heredaron de sus madres y sus abuelas los juegos tradicionales, pero también tuvieron juguetes muy modernos, para ser pintoras, ¡o periodistas!; cantaron canciones que ya no eran solamente las de Cri-Crí y siguieron siendo fieles seguidoras de la industria de los objetos de deseo del eterno femenino.

Super Horno Mágico LILI
Super Horno Mágico LILI Super Horno Mágico LILI (La Crónica de Hoy)

Jugaron al avión en el patio de la escuela, con gises, o con tejas hechas con papel mojado; saltaron a la cuerda, en solitario, o con reatas enormes a las que entraban a brincar una, dos y hasta tres chiquillas. Jugaban “coleadas”, para preocupación de sus padres y de sus maestros. Casi todas tuvieron muñecas, a cual más extravagante, y numerosos conejos y osos de peluche. Pero también tuvieron zapatillas de tacones altos, espejos con foquitos, como de estrella de cine, y el mundo que veían en los nuevos libros escolares era rápido, cambiante y les ofrecía una vida completamente distinta a que otras generaciones habían tenido.

Porque estas Niñas de los Setenta lo mismo jugaron con muñecas de papel, a las que se les encimaba el vestuario, que llevaban de la mano a la Miss Carolinda, que enseñaba inglés en el kínder y que tenía la estatura de un niño real de uno o dos años. A muchas les asombraba Títí la Mamá, que arrullaba a un diminuto bebé al ritmo de la cajita de música que traía incluida; otras acabaron aburridas con la misma muñeca, porque… no hacía nada más. Las amigas de las emociones fuertes prefirieron a la Lagrimitas Lilí, que “llora y llora, y mueve sus manitas; sólo se contenta llevándola a pasear, a comer, a bañarse…” y hubo otra a la que, para aprender que la vida podía ser dura, había que cambiarle el pañal.

Buena parte de los juguetes de las niñas setenteras seguían reforzando el rol materno que, se suponía, casi todas ellas reproducirían en algún momento de sus existencias; parecía, en vista de ello, una de las actividades preponderantes del mundo femenino, consistía en arrullar recién nacidos, con o sin canciones de cuna, y en muchos casos, en ese México que poco a poco decía que avanzaba hacia un progreso impresionante, esa opción de vida se reprodujo y se repitió.

Estaba ese otro mundo, el de los objetos de deseo: los tacones altos como los de la mamá o la tía, el de las pelucas, como las que la inglesita Pixie anunciaba; el de  los perfumes –hubo quienes tuvieron aquel perfume de Avon, en frasco con forma de conejito-. Tuvieron gran éxito en esos tiempos las Zapatillas Mi Alegría, de plástico duro y transparente, verdaderamente altas, y que, en otras circunstancias podían convertirse en peligrosos objetos contundentes. Eran normales y abundantes juegos de cepillos para el pelo, de peines y espejos. Pero el juguete que eclipsaba a toda esa parafernalia era el Tocador de la Señorita Jeanette, que constaba no de uno, sino de ¡dos! tocadores, con focos en el marco del espejo, montones de reproducciones miniatura de adminículos y chácharas que podían encontrarse en un tocador femenino de la época, cepillos, muestras de perfumes y jabones, y una pe-lu-ca rubia.

 A ese mundo estaban asociadas las Barbies –todavía de fayuca o contrabando- que andaban en México desde hacía por lo menos y, en el mundo de la mercancía legal, con la Señorita Lilí, y sus muchos y diversos guardarropas; cuyo defecto esencial era que, andando el tiempo, el “alma” de sus piernas, un delgadísimo alambre,

Las reproducciones a escala pequeña, de la vida diaria, eran también juguetes muy solicitados por las niñas de los setenta: supermercados –porque acuérdense que los supermercados eran aún cosas muy modernas- con diminutas cajitas de cereal, pequeñísimas latas de conservas y su correspondiente caja registradora; el Horno Mágico Lily-Ledy, que SÍ horneaba y sí producía pasteles, era un clásico en las pautas comerciales de cada temporada navideña, Día de Reyes o Día del Niño, aunque los pasteles que salían del horno parecían más bien galletas grandecillas y  ni de chiste se parecían a los que –esponjosos, altos y con su usual y semibarroca decoración- aparecían en los comerciales.

En cualquier mercado o almacén, hay que decirlo, se conseguían, por muchos menos pesos de lo que costaban estos juguetes, juegos de cacerolas y ollas, de alumnio, de peltre –en una época en que el peltre era barato y cosa popular- y, desde luego, de barro, pero en reproducciones, de pequeñas a pequeñísimas;  socorridísimos eran los “juegos de té” para un país donde nadie estaba pendiente de la hora del té, y en donde los restaurantes solamente tenían, en el mejor de los casos, “negro, de yerbabuena y de manzanilla”. Pero igual eran uno de esos clásicos que llegaban, en un momento u otro, a las manos de las Niñas de los Setenta.

Pero también hubo, en particular en el seno de aquellas familias jóvenes que aspiraban a un futuro distinto, niñas que le peleaban los juguetes a sus hermanos varones; que igual se morían por una buena pelota o el sable de juguete aquel que tenía un primo. Esas niñas, tuvieron juguetes extraños, peculiares, muy a juego con el mundo pop en el que crecían. Tenían casa de muñecas, sí, pero de estilo moderno, modernísimo, con muros transparentes y de colores y escalinatas sin barandales; con muebles que parecían sacados de una Bienal veneciana de diseño, y cercanísimas a las casas creadas por los nuevos valores de la arquitectura mexicana.

Esas niñas también recibieron microscopios  Mi Alegría, intentaron con sus padres el experimento de la erupción del volcán –otro clásico Mi Alegría– y le jugaron al artista op con una cajita que giraba en torno a un pequeño motor: con los plumones y los botes de pintura adecuados, hicieron laberintos y figuras abstractas a base de goterones de color. Fueron dueñas de un extraño juguete, que a la larga fue tan poco popular, que Lily-Ledy lo descatalogó muy pronto: una pequeña grabadora portátil, aún más portátil que las que ya existían, con cassettes cuadrados, para entrevistar, para cantar, para correr infinitas aventuras.

La ocurrencia era perfectamente posible: en la televisión, las niñas podían ver a reporteras como Olga Carlota Escandón, que daba sus notas vestida a la última moda y con sombrero, y a Rocío Villa García, a quien Jacobo Zabludovsky mandó a buscar los restos del célebre avión perdido “Cuatro Vientos”.

Las niñas que llegaron a sexto de primaria en 1973 leyeron en su novedoso libro de Ciencias Sociales: “A la gente le ha sido un poco difícil aceptar que las mujeres sean tan capaces como los hombres, pero se han ido convenciendo poco a poco. Hoy tenemos abogadas, taxistas, doctoras, historiadoras, albañiles y hasta presidentas. Indira Gandhi fue jefa sobresaliente del gobierno de la India y hay tres más en el mundo”.

¿Cómo no iban a querer cambiar al mundo?

 “EN LA VIDA TODO TIENE UN RITMO RATAPLÁN”

La infancia setentera también escuchó a Cri-Crí, cierto. Sus primeros años estuvieron acompañados por El Ratón Vaquero, por el Papá Elefante y el elefantito que no quería sopa sino nieve de limón: esos niños y esas niñas  también se asustaron con las brujas, y se sentían confortados por la lechuza que todo lo sabía y lo veía y que cazaba pesadillas para que no perturbaran a la gente de bien. La cosa se complementaba con la cajota con los 9 discos con todo Cri-Crí  y con las bandas sonoras de algunas películas de Disney, en los cuales TinTan encarnaba al oso Baloo, de el Libro de la Selva,  y a Tomás O´Malley, en los Aristógatos.

Pero los años setenta trajeron nuevas sonoridades para aquella generación: los Hermanos Rincón, desde Radio Universidad, reinterpretaron las canciones tradicionales para niños de la cultura nacional. Era variopinta y abigarrada la programación radiofónica para niños, en producciones muy específicas, como “El Clan Infantil”, de una estación desaparecida, Radio Vox, que lo mismo ponía a El Loco Valdés cantando “Pichicuás y Cupertino” que a un coro de niños y muchachas que procedían de los altos sesenta y tenían todo el catálogo de juegos cantados, desde la Víbora de la Mar y los Padres de San Francisco hasta el Patio de Mi Casa.

Si alguien fue claramente característico de las canciones para niños de los tempranos setenta, fue Alberto Lozano, que no era hippie, ni ecologista, ni estrictamente poeta, pero que con un par de discos y frecuentas apariciones en televisión,  le dijo a los que eran niños en esos días, que “En la vida todo tiene un ritmo rataplán/ si te fijas muy bien encontrarás/ que en todo hay un compás rataplán”. El mosquito chiquitito, que zumbando siempre está y la luna misteriosa eran personajes de Alberto Lozano, que en su “Canto a la luz” contaba cómo el corazón brincaba de emoción con cada nuevo día. Su único pecado, si lo tuvo, fue grabar un disco con ¡las tablas de multiplicar!  que era simplemente horroroso. Pero los setenta decrecientes vieron a un dentista maquillado como payaso, con mucha  vocación por el espectáculo, y que desde 1971 era una estrella en su natal Monterrey, llegar a la ciudad de México en 1977 y volverse figura nacional. Ricardo González, “Cepillín”, puso a los niños a bailar con hits sesenteros –su peculiar versión de “Tomás”-, con canciones de esas simples, simples, simples, como “La Feria de Cepillín” y canciones lejanas que tuvieron una gota de picardía en la voz de Emilio Tuero y que en boca del moderno payaso eran simplemente historias chistosas, como “En un bosque de la China”.

Cepillín puso en aprietos a los papás para explicar canciones francamente masoquistas como “Un día con mamá” –donde la voz es la de un niño que no entiende por qué su mamá se ha ido al cielo y quiere irse con ella- o “La gallina Coco Uá”, que lloraba en su rincón porque cuando era pequeña su mamá “se había ido”. Con todo, vendió discos por toneladas, y como a El Chavo del Ocho, se le convirtió en una estrella en toda América Latina. Como los niños y las niñas empezaron a crecer a velocidad impresionante, a nadie le extrañó, en los años que siguieron, que uno de los ídolos de la siguiente década, tuviera aún voz de niño. Se llamaba Luis Miguel.

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