Opinión

El Monumento a la Revolución, o la forzada convivencia de los caudillos revolucionarios

El Monumento a la Revolución, o la forzada convivencia de los caudillos revolucionarios

El Monumento a la Revolución, o la forzada convivencia de los caudillos revolucionarios

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Si el azar ha rodeado los destinos y espacios de los protagonistas del movimiento insurgente, los usos políticos del pasado construyeron una llamativa paradoja: los restos de la mayor parte de los caudillos revolucionarios distanciados por enemistades y ambiciones, descansan juntos en el Monumento a la Revolución, estructura que, originalmente, serviría para la construcción del espléndido Palacio Legislativo que alguna vez soñó don Porfirio.

Era la Calzada del Ejido donde se proyectó emplazar el palacio. Se trataba de una más de las monumentales y modernas obras del Porfiriato: sería sede tanto de la Cámara de Diputados como del Senado; ambas cámaras contarían con su propio archivo, su imprenta y sus bodegas; tendrían grandes escalinatas, elevadores y escaleras de servicio. Hasta su propio departamento de bomberos y de policía poseerían.

Pero, finalmente, nunca se concretó el ambicionado palacio; nunca se construyeron las espléndidas estatuas del Trabajo, la Paz, la Ley, la Elocuencia, la Fuerza y la Verdad que servirían como inspiración a los legisladores mexicanos. Apenas para las fiestas del Centenario, es decir, en 1910, estuvo más o menos lista la formidable estructura de hierro, elaborada por la firma estadunidense Miliken.

Esta circunstancia permitió que Porfirio Díaz pusiera la primera piedra del Palacio en los grandes festejos de septiembre de 1910. No había certeza de cuándo se acabaría la obra. Lo que sí se sabía es que, apenas se trabajaba en los cimientos y las columnas principales, y el proyecto ya le había costado al erario casi 6 millones 428 mil 584 pesos de plata mexicana, según anunció, en esos días, el gobierno federal.

Al estallar la revolución maderista, en noviembre de 1910, la incertidumbre paralizó los grandes proyectos porfirianos que estaban en proceso de hechura, como el Palacio Legislativo y el Teatro Nacional. Don Porfirio renunció el 11 de mayo de 1911, y todas las maravillas en proceso que soñó para engalanar la capital, se quedaron paralizadas.

En el caso del Palacio Legislativo, la obra fue suspendida, se dijo, de manera temporal. Incluso, a poco de ser electo presidente, Francisco I. Madero hizo una visita a la obra, hecho que alentó esperanzas acerca de la continuidad del proyecto. Pero en 1912, el contrato se rescindió y la enorme estructura se quedó abandonada mientras el país se debatía en la guerra civil.

Ni los gobiernos convencionistas ni Venustiano Carranza se preocuparon por la gigantesca estructura que se había quedado abandonada en la Ciudad de México. Hasta 1921, en las conmemoraciones del Centenario de la Consumación de la Independencia, Álvaro Obregón le halló un uso práctico: una de las alas sirvió para instalar la Exposición Comercial Internacional del Centenario y desde allí se efectuaron algunas de las primeras transmisiones radiofónicas en México. Pero, pasados los festejos, el cascarón de hierro volvió a quedar abandonado.

Hasta 1933 se recuperó una propuesta del arquitecto Carlos Obregón Santacilia y los periódicos anunciaron la inminente construcción de un “hermoso monumento a la Revolución”. Claramente se habló de un “Arco del Triunfo” mexicano que, en un documento propuesto por Plutarco Elías Calles y Alberto J. Pani, homenajease, sin efigies ni retratos de próceres, el proceso revolucionario que había transformado el país. En esos días del maximato, el presidente Abelardo L. Rodríguez tampoco quiso complicarse mucho las cosas, y dio su aprobación para el proyecto. Obregón Santacilia tardó cinco años en eliminar las alas laterales y forrar de concreto la estructura cupular, adornada con las esculturas de Oliverio G. Martínez.

Era 1938 cuando el monumento estuvo terminado. El presidente era Lázaro Cárdenas que, a la hora de la hora, resolvió no hacer ninguna inauguración oficial de la obra. Pero de él fue la idea de convertirlo en el gran mausoleo de los caudillos de la Revolución.

UNA TUMBA PARA DON VENUSTIANO. Aunque la iniciativa para que los restos del Primer Jefe de la Revolución, asesinado en 1920, se llevaran al Monumento  a la Revolución, había sido enviada por Lázaro Cárdenas a la Cámara de Diputados desde 1936 y se había aprobado ese mismo año, no fue sino hasta 1942, en el régimen de Manuel Ávila Camacho, cuando se concretó el traslado.

Los restos de Carranza se sacaron de la modesta fosa de tercera clase del panteón de Dolores, donde habían sido depositados 22 años atrás. Exhumado entre cañonazos de salva y custodiado por cadetes del Colegio Militar, y antes de llegar a su tumba de piedra chiluca, El varón de Cuatro Ciénegas hubo de pasar por la Glorieta de los Leones de Chapultepec, para un “homenaje popular”, de ahí pasar a ¡otro! homenaje en el Senado y, por fin, en marcha solemne, arribar al monumento-mausoleo, que por primera vez ostentaba crespones negros. Allí se quedó solo un buen rato.

…Y LLEGÓ PANCHO MADERO. En 1960, grandes ceremonias conmemoraron el medio siglo de la Revolución. Empezaba el mes de noviembre cuando el presidente Adolfo López Mateos envió al Congreso la iniciativa que proponía el traslado de los restos de Francisco I. Madero, de su sepultura en el Panteón Francés de la Piedad, al Monumento a la Revolución.

Aprobada por unanimidad la iniciativa, el traslado se efectuó el 20 de noviembre. Los restos de Madero, exhumados un día antes, habían ido a recorrer el  centro de la capital y habían sido “velados” en la antigua Cámara de Diputados de la calle de Donceles y se abrieron las puertas a los ciudadanos de a pie, que, se consigna en los periódicos, acudieron en forma masiva, y, durante horas, aguardaron su turno, en una respetuosa fila, para homenajear al Presidente asesinado en 1913.

A la mañana siguiente, tuvo lugar lo que, sin duda, fue el gran acto conmemorativo de 1960: López Mateos y seis expresidentes: Emilio Portes Gil, Miguel Alemán, Pascual Ortiz Rubio, Abelardo L. Rodríguez, Adolfo Ruiz Cortines y Lázaro Cárdenas, aguardaban la llegada de la urna,  que, entre salvas y toques de ordenanza, fueron depositados en la cripta por el propio López Mateos.

DON PLUTARCO Y DON LÁZARO TERMINAN JUNTOS. Nueve años habrían de pasar para que Plutarco Elías Calles, muerto en 1945, se uniera, en el mausoleo, a Carranza, con quien no tuvo nunca una relación especialmente cordial, y con Madero, con quien, finalmente, era mucha la distancia temporal y de ideas acerca del poder.

En 1969, el presidente Gustavo Díaz Ordaz envió la iniciativa de traslado. Aprobada sin muchas vueltas, se decretó la inhumación para el 20 de noviembre, en el 59 aniversario de la Revolución de 1910. El Jefe Máximo dejó su cripta del panteón de Dolores y, custodiado por cadetes del Colegio Militar, fue directamente al monumento.

Lázaro Cárdenas, el único presidente que pudo sacudirse el Maximato, siguió al que fue su contrincante político: Era el 19 octubre de 1970 cuando, al saberse del fallecimiento del exmandatario michoacano, se desató una cauda de homenajes. El ataúd de Cárdenas, de su domicilio particular, fue llevado a la Cámara de Diputados para ser homenajeado, mientras una multitud se agolpaba a las puertas del edificio. Aún se le llevó a las instalaciones de la Confederación Nacional Campesina, mientras en una sesión especial de la Cámara de Diputados, se aprobaba el depósito de sus restos en el mausoleo. La ceremonia final fue en el mismo monumento, siempre arropado por miles de mexicanos.

Tales son los caudillos que duermen la eternidad en la Avenida de la República. Ni Álvaro Obregón ni Emiliano Zapata han compartido su destino postmortem. Están donde a nadie se le ha ocurrido perturbarlos. Bastante complicaciones ideológicas ya hay en el enorme monumento.