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El progreso porfiriano: abre sus puertas la Penitenciaría de Lecumberri

A nadie le cabía duda, al final del siglo XIX, que la cárcel de Belem de la ciudad de México era un sitio horrendo y saturado

El progreso porfiriano: abre sus puertas la Penitenciaría de Lecumberri

El progreso porfiriano: abre sus puertas la Penitenciaría de Lecumberri

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Rafael Buendía se resistió cuanto pudo. Pataleó, gritó, forcejeó. Pero los gendarmes de primera le echaron montón y ahí va, hecho una bola, sostenido por los brazos y los pies, que se esforzaba en mantener trenzados, hechos nudo, para que no lo pudieran agarrar y sacar de su celda. Mucho ruido hizo aquel hombre, famoso en la ciudad de México por los asesinatos que cargaba en su historial, y sería todavía más famoso, porque sería el primer criminal que entraba a cumplir su condena en la nueva cárcel de la ciudad, la Penitenciaría que la gente ya empezaba a llamar de Lecumberri.

¡Ironías de la vida! A la hora de la hora, el homicida no quería abandonar la asquerosa cárcel de Belem. Resultaba que prefería quedarse ahí, en el amontonadero de presos que a diario se jugaban la vida muros adentro: por una mirada torcida, por uno de tantos incidentes torpes y absurdos, las navajas o las puntas salían a relucir. Total, no pasaba nada: era un criminal más, muerto en el aire insano de Belem. Resultaba que Rafael Buendía quería quedarse en Belem, ¿Acaso ya tenía alguna noviecilla en el departamento de mujeres? ¿Acaso no le daba miedo que, un buen día, se contagiara de tifo -miles de piojos sacaban de los presos su alimento cotidiano-, en una de las epidemias que, cada tanto, se enseñoreaba en la prisión? Como a todo se acostumbra uno, ¿ya se había hecho a la idea de pasar varios años en aquel lugar?

A nadie se le ocurrió preguntarle al asesino Rafael Buendía las razones que tenía para rehusarse a abandonar la infecta Belem para ir a cumplir su condena en la cárcel, “buena y nueva”, recién inaugurada por don Porfirio, y que el gobierno anunciaba como la nueva era en el combate a la criminalidad: la Penitenciaría enorme, imponente, que había sido levantada en los llanos de San Lázaro, afuera de la ciudad. Ahí, lejos, la capital, que poco a poco se embellecía, tendría encerrados a los protagonistas de la parte oscura, torva de su vida cotidiana: en torno al nuevo presidio, nada había. Para llevar a los nuevos reos a su nuevo espacio de reclusión, serían llevados, con buena escolta, en “El Diablo”, carro especial para transportar a los criminales.

DE LA VIEJA CÁRCEL INMUNDA A LA “BUENA Y NUEVA"

Belem, poco a poco, había sido engullida por la expansión urbana, y pegada a ella ya crecía una colonia para obreros, la Hidalgo. Y, por donde se le mirara, era un sitio malo, enfermo, saturado. Hacía muchos años que los próceres liberales determinaron que aquel solar, donde estuvo el famoso recogimiento llamado, de manera coloquial, “Belem de las Mochas”, sería el terreno adecuado para darle a la ciudad de México una prisión con nuevas intenciones y mejores proyectos, que tendría talleres para enseñar oficios a los reos, y se les educaría un poco.

Todo eso soñaba la generación de la Reforma, que nada quería tener que ver con la inmunda cárcel de La Acordada, en las inmediaciones de la Alameda, y a la que muchos de ellos habían ido a parar en tiempos de Santa Anna. A nadie se le olvidaba, pasada la guerra de los Tres Años, que habían ido a sacar de aquel sitio repugnante al buen Francisco Zarco, enfermo, infestado de piojos, débil de inanición. Por eso, en 1863 estaban abriendo la cárcel de Belem: el nuevo proyecto de país también tendría que renovar las prisiones.

Pero el tiempo había pasado, y se acababa el siglo y Porfirio Díaz ya llevaba más de quince años en la presidencia, y Belem, lejos de ser la prisión soñada por los liberales, era, y nadie lo ocultaba, escuela de malhechores, sucia, insalubre, saturada. Se planeó para albergar a 300 reclusos, y para 1886 había ¡dos mil! Belem, además de insuficiente, corrupta y mal supervisada, como se había encargado de difundir el reportero Heriberto Frías cuando lo mandaron a pasar una temporada ahí, no servía como institución reformatoria. Los pequeños esfuerzos que a veces llegaban a florecer, como pequeñas aulas alfabetizadoras o un puñado de reos que, efectivamente aprendían un oficio, eran excepciones. Belem era un círculo del infierno, materializado en la ciudad de México.

Pero la visión de progreso que animaba a los muy modernos funcionarios porfirianos y a su correspondiente élite intelectual, poco a poco había creado instituciones de salud, algunos hospitales; se jaloneaba con los gobiernos de los estados para aplicar algunas normas educativas renovadoras. Las normas de higiene se iban extendiendo por todo el país, y poco a poco eran adoptadas por la población, Era natural, que, más temprano que tarde, llegara a las prisiones.

Tal era el origen de la nueva penitenciaría, con la que se esperaba bajar la brutal presión a que estaba sometida Belem. A la nueva cárcel irían los presos ya sentenciados; en Belem se quedarían lo que estaba siendo procesados o aguardaban sentencia.

Se decidió que la nueva prisión se construiría al oriente de la ciudad. El terreno elegido estaba cercano al gran Canal del Desagüe, y pertenecía al rancho de San Jerónimo de Atlixco: medía 15º mil metros cuadrados y el gobierno pagó por él nada menos que 181 mil 185 pesos con 10 centavos. La obra entera acabaría costando poco más de dos millones de pesos.

Como todo experimento urbanístico ideado para la capital, los constructores de la penitenciaría tuvieron que luchar con la naturaleza del suelo, que era de origen lacustre, y por tanto era húmedo y cenagoso.

Sin amilanarse, las autoridades se aplicaron a crear una cimentación muy profunda que diera solidez y permanencia a la penitenciaría. Nadie estaba dispuesto a hacer el ridículo o a fracasar estruendosamente, como había ocurrido en tiempos de la República Restaurada con los cementerios. Los ingenieros responsables de la que muy pronto sería llamada Penitenciaría de Lecumberri apostaron por un sistema de cimentación con grandes pilotes, que sostuvieran los pesados muros de cantera y mampostería del conjunto.

La tradición ingenieril de México puede encontrar pistas en esta historia: se sabía, a la hora de empezar la obra, que trataban con terrenos de “escasísima resistencia”. Para hacer los cimientos excavaron y excavaron hasta encontrar roca sólida, y sí, la hallaron… a 42 metros y medio de profundidad. Solamente en los cimientos de la penitenciaría, los responsables de la obra invirtieron un año de trabajo: todo 1887.

El edificio ya tenía estructura metálica recubierta por la cantera y la mampostería. La cercanía con el canal del desagüe, se dijo, fue lo que poco a poco fue oscureciendo los muros de la penitenciaría. La tradición cuenta que ese es el origen del apodo que, bien pronto recibió: El Palacio Negro. Como el dueño original de los terrenos era un español apellidado Lecumberri, el habla popular así empezó a referirse a la nueva prisión.

Pero el 29 de septiembre de 1900, los muros relumbraban de limpios: así la inauguró, aquel día, el presidente Díaz. Don Porfirio la recorrió, rodeado de altos dignatarios y su gente cercana. Los burlones y los opositores debieron haber levantado una ceja con escepticismo cuando se enteraron que el primer director del penal sería don Miguel S. Macedo, al mismo al que Heriberto Frías había “quemado” publicando los horrores y la corrupción que campeaban en Belem, y que la había librado forzando la enuncia de su subordinado a cargo de la vieja cárcel.

Macedo, con unas gotitas de orgullo, admitió que, tratándose de cárceles, no necesariamente se devolvían a la sociedad hombres virtuosos, pero estaba seguro de que el confinamiento y las modernas instalaciones y los novedosos talleres serían provechosos para los que ahí cumplirían sus condenas. La Penitenciaría estaba inspirada en el famoso modelo panóptico de Bentham, y recuperaba los viejos planos que a mediados del siglo XIX el famoso Lorenzo de la Hidalga había elaborado, soñando con la prisión moderna. De lo que podían estar seguros los habitantes de la ciudad, aseguró el director de la nueva cárcel, es que nunca más volvería operar en la ciudad de México un penal que fuera conocido no por su capacidad de regenerar delincuentes, sino por la triste cualidad de perfeccionar criminales. No. Lecumberri no sería una “escuela del crimen”.

Naturalmente, se equivocaba, pero no viviría para saberlo.

…Y LLEGARON LOS PRIMEROS RECLUSOS

Los primeros habitantes de Lecumberri llegaron el 2 de octubre de 1900, a bordo de El Diablo, y pasadas las 10 de la mañana. Pequeños grupos de curiosos que se animaron a emprender la excursión, más allá de la estación de tren de San Lázaro, se fueron apersonando para mirar cómo la prisión abría sus puertas para empezar a funcionar. A la hora en que llegaron los prisioneros, ya no era un puñado de curiosos, sino una respetable multitud.

La prensa oficialista celebró el hecho. Con el amanecer del nuevo siglo, y ya que los chismes y las consejas del fin del mundo habían resultado completamente falsas, había que ver el futuro con optimismo, y la inauguración de la Penitenciaría fue vista de ese modo. Así, se eligieron cinco reos, todos sentenciados, para que marcharan a las nuevas instalaciones.

Pero muy pronto se supo del mitote armado por Rafael Buendía, de 33 años, de oficio zapatero y sentenciado por homicidio, que simplemente no quería mudarse. Desde luego, eso no le importó a la autoridad que se llevó en vilo al sujeto, junto con otros cuatro prisioneros. Sin saberlo, Buendía le robó parte de la primera plana a la nota, propiamente dicha, de la llegada de los primeros reos. El Imparcial, cuyo dibujante era clásico y habilidoso, lo retrató, hecho sentado en el aire, sostenido por los policías, y luego lo retrató en manos del peluquero de la prisión, que le quitaba las greñas piojosas y le rasuraba la barba mal cuidada.A Buendía le fue asignada la celda número de la crujía A.

Los acompañantes de Buendía eran tan ilustres como él: bajó del carro un indígena que se dedicaba a tejer canastas, y que respondía por Manuel Zúñiga, culpable, nada menos, que de la muerte de su hermano, apuñalado en el torbellino de una demencial borrachera.

Los otros reos eran también culpables de asesinado: uno era cochero de oficio, se llamaba Pedro Sánchez y había mandado al otro mundo a su amante de certera puñalada, y junto a él marchaba Cenobio Godoy, que hizo las delicias de la prensa, porque el hombre tenía más de una veintena de hijos con ocho mujeres distintas, y se había ganado el pase a Lecumberri por haber matado a una de ellas.

Cerraba el cuadro un extranjero, un portorriqueño llamado Antonio Andino, que pertenecía a un estrato social distinto a los otros compañeros de presidio. Andino era tenedor de libros -actividad que hoy identificamos con la contaduría- y estaba en prisión porque, en un día de furia, le había metido un tiro a su jefe, matándolo en el acto. Era un hombre, de unos 25 años, que llegó vestido con su traje de casimir francés y cachucha limpia.

Tanto él como los otros cambiaron sus ropajes -que en el caso de Manuel Zúñiga era la clásica vestimenta de manta y huaraches- por los uniformes de manta de la penitenciaría, aunque todos iban vestidos con ropas nuevas y limpias. El uniforme fue completado con gorras cuarteleras, con el número que les asignarían para su nueva vida tras las rejas.

Rasurados y con el pelo recortado, fueron llevados a los baños. Luego, se les entregaron herramientas de carpintería, cumpliendo el buen propósito de encaminarlos a actividades productivas. Ignoraban ellos, sus guardianes, el director Macedo y el mismísimo don Porfirio, que, antes de que se cumpliera un siglo de la inauguración, el Palacio Negro sería ya insuficiente, y nuevamente se hablaría del como una escuela de delincuentes. Allí llegaría buena parte de los criminales más sorprendentes del siglo XX mexicano.